Michael Connelly - La oscuridad de los sueños

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Jack McEvoy tiene los días contados como periodista de sucesos; sus momentos de gloria languidecen y su nombre se baraja en las listas de recortes previstos por Los Angeles Times. Sin embargo, guarda todavía un último cartucho: la redacción de la que pretende que sea la crónica criminal más impactante de su carrera.
Para ese propósito, elige a Alonzo Winslow, un drogadicto de dieciséis años encarcelado tras confesar la autoría del asesinato de una joven hallada estrangulada en el maletero de un coche. Jack quiere escribir acerca de la negligencia y la injusticia social que convirtieron a Winslow en un asesino. Al adentrarse en la historia, descubre que la confesión del chico es falsa y sospecha que es inocente. Tras vincular el asesinato del maletero de Los Ángeles con otro acontecido en Las Vegas, McEvoy se ve ante el reportaje más espectacular de su carrera desde que el Poeta se cruzara con él años atrás.
Una vieja amiga del pasado se une a la investigación; se trata de la agente del FBI, Rachel Walling. Juntos le pisarán los talones a un psicópata que lleva demasiado tiempo actuando a la sombra del radar del FBI y la policía.

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– ¿Es ella? -le preguntó.

– Te lo dije, solo pude echar un vistazo rápido al pasar junto a la habitación. Ni siquiera le vi la cara. Estaba en una silla un poco a un lado. No tenía ángulo para verle la cara. Podría ser ella, pero tal vez no -contestó Stone.

– Creo que era ella. Estaba con Jack. Rachel y Jack, juntos de nuevo.

– Espera un minuto. ¿Rachel?

– Sí, la agente especial Rachel Walling.

– Creo que… Creo que dijo ese nombre.

– ¿Quién?

– Mc Evoy. Cuando abrió la puerta y entró en la habitación. Como iba detrás de él, lo oí. Ella dijo: «Hola, Jack». Y entonces dijo algo y creo que fue su nombre. Me pareció entender algo así como «Rachel, ¿qué estás haciendo?».

– ¿Estás seguro? No habías dicho nada acerca de un nombre.

– Ya lo sé, pero al decirlo tú me he acordado. Estoy seguro de que dijo ese nombre.

Carver se entusiasmó con la posibilidad de que Mc Evoy y Walling le siguieran la pista. Tener dos adversarios de esa categoría aumentaba las apuestas considerablemente.

– ¿De qué va el artículo? -preguntó Stone.

– Es sobre ella y un policía de Los Ángeles que consiguieron acabar con el tipo que ellos llamaban el Asesino de las Bolsas. Cortaba a mujeres y las metía en bolsas de basura. Esta foto fue tomada en la conferencia de prensa que dieron. Hace dos años y medio, en Los Ángeles, lo mataron. -Carver oía a Stone respirando por la boca-. Ahora termina de recoger tus cosas, Freddy.

– ¿Qué vamos a hacer? ¿Iremos tras ella ahora?

– No, no lo creo. Creo que nos sentaremos a esperar.

– ¿A qué?

– A ella. Rachel Walling vendrá a buscarnos, y cuando lo haga, será un premio.

Carver esperó a ver si Stone decía algo, si se oponía o manifestaba su opinión. Pero no dijo nada, demostrando que al parecer había retenido algo de la lección de la mañana.

– ¿Cómo tienes la espalda? -le preguntó Carver.

– Me duele, pero está bien.

– ¿Seguro?

– Estoy bien.

– Bueno.

Carver se desconectó de Internet y se levantó. Metió la mano por detrás de la torre del ordenador y desenchufó el cable del teclado. Sabía que el FBI podría encontrar ADN en los fragmentos microscópicos de piel que caían entre las letras en un teclado. No lo dejaría ahí.

– Date prisa y terminemos de una vez -dijo-. Después iremos a que te den un masaje para la espalda.

– No necesito un masaje. Estoy bien.

– No quiero que te duela. Necesitaré toda tu fuerza cuando aparezca la agente Walling.

– No te preocupes. Estaré listo.

Capítulo 14

Un paso en falso

E l lunes por la mañana continué en horario del Este. Quería estar preparado para reaccionar cuando Rachel llamara desde Washington, de manera que me levanté temprano y llegué a la redacción a las seis de la mañana para continuar mi trabajo con los archivos.

La sala estaba completamente muerta, sin un solo periodista o redactor a la vista, y tuve una sensación descarnada sobre lo que me deparaba el futuro. Hubo un tiempo en que la sala de redacción era el mejor sitio del mundo para trabajar. Un lugar rebosante de camaradería, competencia, cotilleo, ingenio cínico y humor, una encrucijada para las ideas y el debate. Se producían artículos y páginas vibrantes e inteligentes, que dictaban la pauta de lo que se discutía y se consideraba importante en una ciudad tan diversa y emocionante como Los Ángeles. Ahora cada año se reducían miles de páginas de contenido editorial y pronto el periódico sería como la sala de redacción, un pueblo fantasma intelectual. En muchos sentidos, me sentía aliviado por el hecho de que no estaría allí para verlo.

Me senté en mi cubículo y empecé por comprobar el correo electrónico. Los técnicos de sala de redacción habían reabierto mi cuenta con una nueva contraseña el viernes anterior. Durante el fin de semana había acumulado casi cuarenta mensajes, la mayoría de desconocidos, en reacción a los artículos sobre los asesinatos. Leí y borré cada uno de ellos, porque no quería perder tiempo respondiéndolos. Dos de ellos eran de personas que aseguraban ser asesinos en serie y decían que me habían puesto en su lista de objetivos. Esos los guardé para mostrárselos a Rachel, pero no estaba demasiado preocupado por ellos. Uno de los autores había escrito asesino en cerie y yo lo tomé como un indicio de que estaba tratando con un bromista o alguien de escasa inteligencia.

También recibí un mensaje airado del fotógrafo Sonny Lester, quien me decía que lo había traicionado al no ponerlo en el artículo como había acordado. Respondí con un mensaje igualmente enojado en el que le preguntaba de qué artículo estaba hablando, porque ninguno de los artículos sobre el caso llevaba mi firma. Le dije que me habían dejado de lado aún más que a él y lo invité a dirigir todas sus quejas a Dorothy Fowler, la redactora jefe de Local.

A continuación, saqué los archivos y mi ordenador portátil de la mochila y me puse a trabajar. La noche anterior había hecho muchos progresos. Había terminado mi estudio de los documentos relativos al asesinato de Denise Babbit y había elaborado un perfil del homicidio junto con una lista exhaustiva de las cosas que el asesino tenía que conocer sobre la víctima para cometer el crimen de la manera en que se llevó a cabo. Estaba a medio camino de mi estudio del asesinato de Sharon Oglevy y continuaba compilando el mismo tipo de información.

Me puse a trabajar y no me interrumpí cuando la sala de redacción poco a poco fue cobrando vida con la llegada de redactores y periodistas, tazas de café en mano, para iniciar otra semana de trabajo. A las ocho hice una pausa para tomarme un café y un dónut y luego hice una ronda de llamadas a la policía para ver si había ocurrido algo interesante en el turno de noche, algo que pudiera distraerme de la tarea que me ocupaba.

Satisfecho de que todo estuviera tranquilo por el momento, volví a los expedientes. Ya estaba completando mi perfil del caso Oglevy cuando sonó el aviso de mi primer correo electrónico del día en el ordenador. Levanté la cabeza. El mensaje era del verdugo: Richard Kramer. La misiva era breve en contenido, pero misteriosa.

De: Richard Kramer «RichardKramer@LATimes.com·

Asunto: Re: hoy

Fecha: 18 de mayo de 2009 9:11 PDT

Para: JackMc Evoy@LATimes.com

Jack, pásate cuando tengas un momento.

RK

Miré por encima del borde de la pared de mi cubículo y de la línea de los despachos acristalados. No vi a Kramer en el suyo, pero desde mi ángulo no podía ver su escritorio. Probablemente estaba allí, preparado para comunicarme quién ocuparía el lugar de Angela Cook en la crónica policial. Una vez más tendría que acompañar a un joven sustituto por todo el Parker Center y presentar a ese nuevo reportero a la misma gente a la que había presentado a Angela tan solo una semana antes.

Decidí sacármelo de encima. Me levanté y me dirigí a la pared de cristal. Kramer estaba allí, escribiendo un mensaje de correo electrónico a otro desventurado destinatario. La puerta estaba abierta, pero llamé antes de entrar. Kramer dio la espalda a su pantalla y me hizo señas para que pasara.

– Jack, siéntate. ¿Cómo estamos esta mañana?

Cogí una de las dos sillas delante de su escritorio y me senté.

– No sé tú, pero yo estoy bien, supongo. Dadas las circunstancias.

Kramer asintió con la cabeza, pensativo.

– Sí, han sido diez días increíbles desde la última vez que te sentaste en esa silla.

De hecho, me había sentado en la otra silla cuando me había comunicado que me despedían, pero no valía la pena hacer la corrección. Me quedé en silencio, esperando lo que fuera a decirme a mí; o a nosotros si iba a continuar hablando en plural.

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