Michael Connelly - El Poeta

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La vida de Jack McEvoy, un periodista especializadoen crímenes atroces, sufre un vuelco cuando muere su hermano, un policía del Departamento de Homicidios. McEvoy decide seguir el rastro de diferentes policías que, como su hermano, presuntamente se suicidaron y dejaron una nota de despedida con una cita de Edgar Allan Poe. En realidad todo apunta a que murieron a manos de un asesino en serie capaz de burlar a los mejores investigadores.

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– Jack -musitó-. ¿Por qué has llorado?

Tardé un rato en contestar, mientras buscaba las palabras apropiadas.

– No lo sé -dije por fin-. Es difícil. Creo que no he parado de pensar, como si soñara despierto, que ojalá se me presentara la ocasión de… Bueno, tienes suerte de no haber hecho nunca lo que he hecho yo hoy. Tienes mucha suerte.

Más tarde, seguía sin conciliar el sueño, aunque me tomé otra pastilla de las que me dieron en el hospital. Ella me preguntó en qué pensaba.

– Estaba pensando en lo que me dijo al final. No entiendo lo que quiso decir.

– ¿Qué te dijo?

– Dijo que había matado a Sean para salvarlo.

– ¿De qué?

– De convertirse en otro como él. Eso es lo que no entiendo.

– Seguramente no llegaremos a entenderlo nunca. Deja de darle vueltas, ahora ya ha terminado.

– Dijo otra cosa más. Al final. Cuando ya estaban todos allí. ¿Lo oíste?

– Creo que sí.

– ¿Qué dijo?

– Dijo algo así como «O sea, que es así». Nada más.

– ¿Qué significa?

– Creo que estaba resolviendo el misterio.

– La muerte.

– La vio venir. Vio las respuestas. Dijo: «O sea, que es así.» Y murió.

45

Por la mañana encontramos a Backus esperando en la sala de reuniones del piso diecisiete. Era otro día claro y la cumbre del monte Catalina surgía de entre las tempranas brumas marinas de la bahía de Santa Mónica.

Eran las ocho y media, pero Backus ya se había quitado la chaqueta y parecía que llevaba horas al pie del cañón. Su sitio en la mesa de reuniones estaba atestado de papeles, además de dos ordenadores portátiles abiertos y un montón de hojitas de color rosa de mensajes telefónicos. Estaba demacrado y triste. Daba la impresión de que la pérdida de Thorson lo iba a dejar marcado para siempre.

– Rachel, Jack-dijo por todo saludo. No iba a ser un buen día y por eso no lo dijo-. ¿Qué tal la mano?

– Bien.

Llevábamos sendas tazas grandes de café y me fijé en que él no tenía. Le ofrecí la mía, pero me dijo que ya había tomado.

– ¿Qué hay? -preguntó Rachel.

– ¿Habéis dejado el hotel? He intentado hablar con tigo esta mañana, Rachel.

– Sí -dijo ella-. Jack quería un sitio más cómodo. Nos cambiamos al Chateau Marmont.

– Bastante cómodo, sí.

– No te preocupes, no voy a cargarlo en las dietas.

Backus asintió con la cabeza y, por la forma en que la miró, me pareció que sabía que ella no tenía habitación propia y que, por tanto, no tenía nada que cargar en las dietas. De todas formas, ésa era la menor de sus preocupaciones.

– Esto va tomando forma -dijo-. Otro más para los estudios, supongo. Estas personas (si es que se les puede considerar personas) siempre me sorprenden. Cada uno de ellos, sus historias… son un pozo negro y nunca hay suficiente sangre para llenarlo.

Rachel separó una silla y se sentó frente a él. Yo me senté aliado de ella. No hablamos. Sabíamos que él quería continuar. Alargó una mano y empezó a dar golpecitos con el lápiz en el borde de uno de los ordenadores.

– Esto era suyo -dijo-. Lo recuperaron anoche del maletero de su coche.

– ¿El de la Hertz? -pregunté.

– No. Llegó a Data Imaging en un Plymouth del 84 registrado a nombre de una tal Darlene Kugel de treinta y seis años, en Hollywood Norte. Fuimos al apartamento de la mujer anoche, no abrieron la puerta y entramos. Estaba en la cama, con la garganta cortada, seguramente con el mismo cuchillo que mató a Gordon. Llevaba muerta varios días. Parecía que hubieran quemado incienso y perfumado el ambiente con colonia para disimular el olor.

– ¿Se quedó allí con el cadáver? -preguntó Rachel.

– Eso parece.

– ¿La ropa que llevaba era de ella? -pregunté.

– Y la peluca.

– Pero ¿qué hacía vestido igual que ella? -preguntó Rachel.

– No lo sé, ni lo sabré nunca. Supongo que estaba seguro de que lo perseguía todo el mundo. La policía, el FBI… Supongo que fue lo único que se le ocurrió para salir del apartamento, recuperar la cámara y quizá salir de la ciudad.

– Probablemente. ¿Qué descubriste en el apartamento?

– Nada de valor, aunque había dos plazas de aparcamiento asignadas al apartamento y en una de ellas encontramos un Pontiac Firebird del 86. La matrícula era de Florida y nos llevó a Gladys Oliveros, en Gainesville.

– ¿La madre? -pregunté.

– Sí. Se fue a vivir allí cuando lo encarcelaron para poder visitarlo, supongo. Volvió a casarse y se cambió de nombre. El caso es que abrimos el maletero del Pontiac y encontramos el ordenador y unas cuantas cosas más, entre ellas los libros que Brass descubrió en la foto de la celda. Había un saco de dormir viejo con manchas de sangre. Ahora está en el laboratorio. El informe inicial dice que han encontrado fibra de capoc en el aislante.

– Es decir, que metió a algunas de sus víctimas en el maletero -dije.

– Lo cual explica el tiempo que no se sabe dónde estuvieron -añadió Rachel.

– Un momento -dije-. Si tenía el coche de su madre, ¿qué significa el de la Hertz en Phoenix? ¿Para qué iba a alquilar un coche si ya tenía uno?

– Otro recurso para despistar, Jack. Usaría el de la madre para ir de una ciudad a otra, pero alquilaba otro cuando iba a consumar el asesinato de un policía.

La perplejidad que me produjo la lógica de semejante teoría se me reflejó en la cara. Pero Backus hizo caso omiso.

– De todos modos, todavía no tenemos el registro de la Hertz, así que no nos desviemos de la cuestión. Lo importante, de momento, es el ordenador.

– ¿Qué contiene? -preguntó Rachel.

– En esta oficina tienen una unidad informática que trabaja en colaboración con el grupo de Quantico. Don Clearmountain, uno de los agentes, se lo llevó anoche y descubrió el código de acceso hacia las tres de la madrugada. Copió todo el contenido del disco duro en el ordenador central. Está lleno de fotografías. Hay cincuenta y siete.

Backus se pellizcó el puente de la nariz. Había envejecido desde la última vez que lo había visto, en el hospital. Había

envejecido mucho.

– ¿Fotos de niños? -preguntó Rachel. Backus hizo un gesto afirmativo.

– ¡Dios! ¿Las víctimas?

– Sí… antes y después. Es espeluznante, espeluznante de verdad.

– ¿Y las transmitía a algún sitio, como pensábamos?

– Sí, el ordenador tiene un módem celular, tal como Gordon… suponía. También está registrado en Gainesvine, a nombre de Oliveros. Recibimos la confirmación hace un rato.

Señaló unos papeles que tenía delante.

– Hay muchas llamadas -dijo-. A todas partes. Estaba conectado a alguna red. Una red de usuarios interesados en esa clase de fotografías. -Levantó los ojos de los papeles y nos miró-. Vamos a detener a mucha gente. Muchos van a pagar por esto. Lo que le ha ocurrido a Gordon no será en vano.

Asintió con la cabeza, más para sí mismo que para nosotros.

– Podemos cruzar las transmisiones y los usuarios con los depósitos bancarios que encontré en Jacksonville -dijo Rachel-. Seguro que ahora sabremos cuándo y cuánto pagaron por las fotos.

– Clearmountain y su gente ya están trabajando en ello. Están en este mismo pasillo, en el despacho del Grupo Tres, por si queréis echar una ojeada.

– Bob -le dije-. ¿Miraron las cincuenta y siete fotos? Me miró un momento antes de contestar.

– Yo sí, Jack; yo sí.

– ¿Eran sólo de los niños?

Se me encogió el corazón. Todo lo que me había dicho a mí mismo sobre haberlo superado todo respecto a mi hermano ya lo que había sucedido era mentira.

– No, Jack-respondió Backus-. No hay fotos de las otras víctimas. No hay fotos de los policías ni de ninguna víctima adulta. Supongo…

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