Michael Connelly - El Poeta
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– Él empezó el juego, yo lo terminé. Son las reglas.
– ¡Mierda! Ese hombre está muerto, no es ningún juego. Gladden levantó la pistola y me apuntó a la cara.
– Si yo digo que es un juego, es un juego. No respondí.
– Por favor -dijo Coombs-. Por favor…
– ¿Por favor, qué? ¡Cierra el pico de una puñetera vez! ¡Tú…! Esto… chupatintas, ¿qué vas a escribir cuando esto termine? Suponiendo que todavía puedas escribir.
Me dejó que lo pensara, al menos un minuto.
– Contaré los motivos, si es eso lo qué quieres -dije por fin-. Siempre es lo más interesante. ¿Por qué lo has hecho? Es lo que yo contaría. ¿Es por el tipo de Florida, Beltran?
Soltó una risotada desdeñosa porque no le gustó que lo nombrara, no porque yo conociera él nombre.
– Esto no es una entrevista. Y si lo es, sin comentarios, joder.
Gladden se quedó mirando la pistola que tenía en la mano durante un momento que se me hizo eterno. Creo que fue entonces cuando la futilidad de la situación cayó sobre él con todo su peso. Sabía que no le conduciría a ninguna parte y me dio la sensación de que sabía que su carrera acabaría, de una forma u otra, en un escenario como aquél. Me pareció que estaba pasando por un momento de debilidad y lo intenté de nuevo.
– ¿Por qué no contestas al teléfono y les dices que quieres hablar con Rachel Walling? -le dije-. Diles que con ella sí hablarás. Es una agente. ¿Te acuerdas de ella? Fue a verte en Raiford. Te conoce bien, Gladden, y te ayudará.
Denegó con la cabeza.
– Tuve que matar a tu hermano -dijo en voz baja, sin mirarme-. No tuve más remedio.
– ¿Por qué?
– Era la única forma de salvarlo.
– ¿Salvarlo de qué?
– ¿No lo ves? -me miró a los ojos, con una pena y una rabia profundas-. De convertirse en otro como yo. ¡Mírame! ¡De convertirse en otro como yo!
Iba a hacerle otra pregunta cuando de pronto se oyó el ruido de un cristal al romperse. Miré hacia delante y vi un objeto oscuro, del tamaño de una pelota de béisbol, que rebotaba por el suelo en dirección al mostrador tumbado tras el que se encontraba Gladden. Comprendí lo que era y empecé a rodar, protegiéndome la cabeza con los brazos; taparme los ojos se produjo una detonación fortísima en la tienda, hubo un relámpago de luz que pude ver incluso con los ojos cerrados; seguido de una violenta sacudida con tal descarga de energía que me atravesó como un puñetazo el cuerpo entero.
Los cristales saltaron en añicos y cuando acabé de rodar abrí los ojos lo suficiente como para ver a Gladden. Se retorcía en el suelo, con los ojos muy abiertos, pero sin ver nada y tapándose los oídos con las manos. Comprendí que
había tardado demasiado en darse cuenta de lo que pasaba. A mí me había dado tiempo a paliar un poco el efecto brutal de la granada de mano. Él parecía haberlo recibido de lleno. Vi la pistola en el suelo, cerca de sus piernas. Sin detenerme a pensar en las posibilidades, me lanzé hacia el arma.
Gladden se sentó cuando llegué a su lado y los dos nos lanzamos a por el arma, los dos la tocamos al mismo tiempo. Forcejeamos y rodamos uno sobre otro. Mi idea era alcanzar el gatillo y disparar sin más. No me importaba si lo hería, siempre y cuando no me hiriera a mí mismo. Sabía que detrás de la granada entrarían los agentes. Si lograba vaciar el cargador, ya no importaría quién tuviera la pistola. Todo habría terminado.
Logré colar el pulgar izquierdo detrás del seguro, pero lo único que podía agarrar con la derecha era la punta del cañón. La pistola estaba entre su pecho y el mío, apuntándonos a la barbilla. En el momento en que creí -deseé- que ya estaba fuera de la línea de fuego, apreté con la izquierda al tiempo que soltaba la derecha. El arma se disparó y noté un dolor penetrante cuando la bala me pellizcó la carne entre el pulgar y la palma y los gases me chamuscaron la mano. En ese momento oí el chillido de Gladden. Le miré la cara y vi que le sangraba la nariz. Lo que le quedaba de nariz. La bala le había destrozado el extremo de la aleta izquierda y le había abierto un buen tajo en la frente.
Noté que su forcejeo cedía un poco y, en un arranque de fuerza -el último, seguramente-, le arrebaté el arma. Empecé a alejarme de él mientras oía ruido de pasos sobre cristales y gritos ininteligibles, cuando Gladden se abalanzó otra vez sobre el arma que ahora estaba en mi poder. Todavía tenía el pulgar atascado en el seguro, mucho más abajo del nudillo. Estaba aprisionado contra el gatillo y no me quedaba espacio para moverla. Gladden tiró de la pistola hacia sí y, con la fuerza, el arma volvió a dispararse. Nuestras miradas se cruzaron en ese momento y la suya expresaba algo. Me dijo que era la bala lo que quería.
Soltó la pistola inmediatamente y se apartó de mí. Le vi la herida abierta en el pecho. Me miró fijamente, con la misma resolución en la mirada que unos momentos antes. Como si supiera lo que iba a pasar. Se tocó el pecho y se miró la mano chorreando sangre.
De repente, me agarraron por detrás y me separaron de él. Una mano me sujetó firmemente por el brazo y otra me quitó el revólver con precaución. Miré hacia arriba y vi a un hombre con casco y mono negro y una gran chaqueta antibalas encima. Llevaba un arma de asalto y unos auriculares de radiotransmisor, con una especie de alambre negro que se curvaba a la altura de su boca. Me miró y apretó el botón de transmisión que tenía en la oreja.
– Todo controlado -dijo-. Hay dos caídos y dos de pie. Adelante.
43
No sentía dolor, y eso le sorprendía. La sangre, que le chorreaba por entre los dedos y las manos, era cálida y reconfortante. Tenía la vertiginosa sensación de que acababa de pasar una prueba. Lo había conseguido. Lo que fuera.
El ruido y el movimiento a su alrededor quedaban amortiguados, como a cámara lenta. Miró en derredor y vio al que le había disparado. Denver. Sus miradas se cruzaron un instante pero enseguida se interpuso alguien. El hombre de negro se agachó sobre él para hacerle algo. Gladden miró hacia abajo y vio que tenía las manos esposadas. Sonrió ante tamaña estupidez. Adonde él iba ahora, no habían esposas que lo maniataran.
Después la vio a ella. Una mujer agachada al lado del de Denver. Le apretaba la mano. Gladden la reconoció. Era una que había ido a verle a la prisión hacía muchos años. Ahora se acordaba.
Tenía frío. En los hombros y en el cuello. Tenía las piernas entumecidas. Quería una manta, pero nadie lo miraba. A nadie le importaba. Cada vez había más luz en la estancia, como si hubiera cámaras de televisión. Se estaba yendo poco a poco, y lo sabía.
– O sea, que es así-susurró, pero nadie le oyó.
Excepto la mujer. Se volvió al oír sus palabras. Las miradas conectaron y, al cabo de un momento, Gladden creyó ver un leve gesto de asentimiento, la certeza del reconocimiento.
«¿Reconocimiento de qué? -se preguntó-. ¿De que me estoy muriendo? ¿De que estaba predestinado a acabar así?» Volvió la cabeza hacia ella y esperó a que la vida acabase de salir de su cuerpo. Ahora podía descansar. Por fin.
Volvió a mirada otra vez, pero ella estaba mirando hacia abajo, al hombre.
Gladden también se quedó mirándolo, al hombre que lo había matado, y un pensamiento extraño se abrió camino entre la sangre.
Le parecía demasiado mayor para haber tenido un hermano tan joven.
Debía de haber un error en alguna parte.
Gladden murió con los ojos abiertos, mirando al hombre que lo había matado.
44
La escena era surrealista. Gente corriendo por toda la tienda, gritando, amontonándose junto a los muertos y los moribundos. Me zumbaban los oídos, la mano me temblaba. Todo parecía a cámara lenta. Al menos así es como lo recuerdo. En medio de aquel caos apareció Rachel, caminando sobre los cristales rotos como un ángel guardián enviado para rescatarme.
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