Michael Connelly - El Poeta

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La vida de Jack McEvoy, un periodista especializadoen crímenes atroces, sufre un vuelco cuando muere su hermano, un policía del Departamento de Homicidios. McEvoy decide seguir el rastro de diferentes policías que, como su hermano, presuntamente se suicidaron y dejaron una nota de despedida con una cita de Edgar Allan Poe. En realidad todo apunta a que murieron a manos de un asesino en serie capaz de burlar a los mejores investigadores.

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No terminó la frase.

– ¿Qué? -le pregunté.

– Supongo que a esas fotos no habría podido sacarles provecho.

Me miré las manos que tenía apoyadas sobre la mesa. La derecha empezaba a molestarme, notaba un entumecimiento bajo las vendas. También noté cierto alivio en el corazón. Creo que era alivio. ¿Qué otra cosa se puede sentir cuando te dicen que no hay fotos de tu hermano asesinado circulando por todo el país, navegando por las autopistas de Internet, al alcance de cualquier enfermo mental de gustos morbosos?

– Creo que cuando salga a la luz lo de este tipo, mucha gente querrá organizar un desfile en tu honor, Jack -dijo Backus-. Que te exhibas triunfante en un descapotable por la avenida Madison.

Me quedé mirándolo. No sabía si aquello era un amago de sentido del humor, pero no sonreí.

– A veces, la venganza puede ser tan válida como la justicia, ¿no crees? -dijo él.

– Ya que me lo preguntas, son casi lo mismo.

Al cabo de unos instantes de silencio, Backus cambió de tema.

– Jack, necesitamos tu declaración oficial. A las nueve y media ponen a mi disposición a una estenógrafa de la oficina. ¿Estás preparado?

– Tanto como se pueda estar.

– Sólo queremos los hechos cabales. De principio a fin, sin omitir detalles. He pensado, Rachel, que te ocupes tú de esto, que lleves el interrogatorio.

– Claro, Bob.

– Quiero que este asunto quede listo hoy para enviarlo mañana bien empaquetado a la fiscalía del distrito.

– ¿Quién va a preparar el paquete para el fiscal? -preguntó Rachel.

– Cárter.

Backus consultó el reloj.

– Bien, os quedan unos minutos. Pero ¿por qué no vais al otro lado del pasillo y preguntáis por Sally Kimhall? A lo mejor ya está esperando.

Eso era una despedida, así que nos levantamos y nos dirigimos a la puerta. Observé a Rachel, tratando de dilucidar si le molestaba que le hubieran asignado la tarea de interrogarme mientras los agentes locales seguían la pista de los archivos informáticos de Gladden, trabajo que, por el momento, parecía el más importante de la investigación. Pero Rachel no exteriorizó nada y, desde la puerta de la sala de reuniones, se volvió hacia Backus para preguntarle si necesitaba algo más.

– No, gracias, Rachel-le contestó-. ¡Ah, Jack! Esto es para ti.

Alzó el montón de papeles de color rosa con recados telefónicos. Volví a la mesa y los recogí.

– Y esto. Levantó del suelo la bolsa de mi ordenador portátil y me la pasó por encima de la mesa.

– Te lo dejaste ayer en el coche.

– Gracias.

Me quedé mirando el montón de papelitos rosa. Debía de haber doce, al menos.

– Eres muy popular -comentó Backus-. A ver si se te va a subir el éxito a la cabeza.

– Sólo si me organizan el desfile. Backus no sonrió.

Mientras Rachel iba a buscar a la estenógrafa empecé a mirar los mensajes, de pie en el pasillo. En general eran otra vez las cadenas de televisión, aunque había unas cuantas llamadas de reporteros de prensa, incluso de uno de mi ciudad, del periódico de la competencia, el Denver Post.

Todos los medios sensacionalistas, tanto de la prensa como de la televisión, habían dejado sus recados. También había una llamada de Michael Warren. Vi que aún seguía en la ciudad por el prefijo 213 del teléfono de contacto.

Pero los tres mensajes que más me intrigaron no procedían de los medios de comunicación. Dan Bledsoe había llamado hacía sólo una hora, desde Baltirnore, y había recados de dos editoriales, uno de un editor de Nueva York, y otro de un director literario. Reconocí los dos sellos editoriales y sentí una mezcla de temor y estremecimiento por todo el cuerpo.

En ese momento, Rachel se acercó.

– Viene dentro de dos minutos. Podemos utilizar uno de estos despachos. Esperaremos allí. La seguí.

La sala era más pequeña que la que ocupaba Backus; había una mesa redonda con cuatro sillas alrededor, una mesita auxiliar con el teléfono, y un ventanal que se asomaba al este, hacia la ciudad. Le pregunté a Rachel si podía llamar por teléfono mientras esperábamos, y me dijo que adelante. Marqué el número que me había dejado Bledsoe y contestaron a la primera señal.

– Investigaciones Bledsoe.

– Soy Jack McEvoy

– Jack Mac! ¿Qué tal estás? -Bien, ¿ytú?

– Mucho mejor, desde que oí las noticias esta mañana.

– Pues me alegro, hombre.

– Yo sí que me alegro de que hayas mandado a ese tipo al agujero. ¡Bien hecho, Jack! «Entonces, ¿por qué yo no me siento bien?», pensé, pero no se lo dije.

– ¿Jack? -¿Qué?

– Te debo una, amigo. Y Johnny Mac también.

– No me debes nada. Estamos en paz, Dan. Tú me ayudaste.

– Bueno, es igual. Un día te vienes por aquí y nos vamos a la marisquería a comer cangrejos. Invito yo.

– Gracias, Dan. Iré.

– Oye, ¿qué hay de esa chica G que ha salido en la tele y en la prensa? La agente Walling. Es un bombón. Miré a Rachel.

– Desde luego que lo es.

– Vi el vídeo en la CNN, cuando te sacó de esa tienda anoche. Ten mucho cuidado, jovencito.

Consiguió arrancarme una sonrisa. Colgué y me quedé mirando los mensajes de los dos editores. Sentí la tentación de devolverles la llamada, pero lo pensé mejor. No sabía gran cosa de la industria editorial, pero cuando empecé a escribir mi primera novela, que luego dejé inacabada y enterrada en un cajón, me informé un poco y tomé la decisión de que si alguna vez terminaba el libro, buscaría un agente literario antes de acudir a la editorial. Hasta había escogido al que me representaría. Pero nunca terminé la novela y, por lo tanto, nunca se la mandé. Pensé que buscaría otra vez su nombre y su número de teléfono y le llamaría.

El siguiente mensaje a considerar era el de Warren. La estenógrafa no había llegado todavía, de modo que marqué el número de contacto que me había dejado. Me contestó la telefonista, y cuando pregunté por Warren, Rachel levantó la mirada inmediatamente con una expresión interrogante. Le guiñé el ojo mientras la voz del otro lado me decía que Warren había salido de la redacción. Dejé mi nombre, pero no le di ningún recado ni un teléfono de contacto. Cuando Warren recibiera el aviso lamentaría haber perdido la oportunidad.

– ¿Para qué lo has llamado? -me preguntó Rachel en cuanto colgué-. Creí que erais enemigos.

– Y supongo que lo somos. Seguramente lo habría mandado a la mierda.

Tardé una hora y cuarto en contarle con todo detalle mi historia a Rachel mientras la estenógrafa tomaba nota. Rachel se limitaba a guiarme con preguntas que encarrilaran el orden cronológico de la declaración. Cuando llegué al tiroteo, se puso más específica y por primera vez quiso saber qué pensaba yo en momentos determinados de la acción.

Le dije que me había lanzado a por la pistola con la única idea de ponerla fuera del alcance de Gladden, nada más. Le conté que tenía intención de vaciarla desde el momento en que empezó la pelea, y que el segundo disparo no había sido deliberado.

– Más bien fue él, forcejeando por apoderarse de ella, que yo apretando el gatillo, ¿entiendes? Intentó arrebatármela una vez más y yo aún tenía el pulgar en el seguro. Cuando dio el tirón, se disparó. Como si se hubiera disparado a sí

mismo. Me pareció que sabía lo que iba a pasar.

Seguimos unos pocos minutos más, respondiendo yo a las preguntas de Rachel. Después, le dijo a la estenógrafa que necesitaba la transcripción para la mañana siguiente, para incluirla en el pliego de cargos que entregaría al fiscal del distrito.

– ¿Qué quiere decir eso del pliego de cargos? -le pregunté, una vez que la estenógrafa hubo salido.

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