James Ellroy - Jazz blanco

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Para el teniente David Klein, muertes, palizas y extorsiones sólo son gajes del oficio. Hasta que en otoño de 1958 los federales abren una investigación sobre la corrupción policial y el mismo Klein se convierte en el cetnro de todas las pesquisas y acusaciones. Sin embargo, aunque él haya contribuido a crear ese mundo monstruoso, poblado por la codicia y la ambición, está dispuesto a salir vivo de él a cualquier precio.

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– ¿Champ Dineen, tal vez?

– ¿Me toma por estúpida? Champ Dineen era ese compositor que murió hace años.

– ¿Qué más dijo Tommy de Lucille?

– Nada.

– ¿Mencionó el nombre de Joseph Arden?

– No. Por favor, necesito…

– ¿Dijo Tommy si estaba follando con su hermana?

– Señor, usted tiene una curiosidad malsana por la chica.

Rápido: salgo a la otra sala y vuelvo con la droga.

– Señor, eso es de Steve.

Abrí la ventana y miré abajo: una partida de dados en el callejón, justo debajo.

– Señor…

Arrojé uno de los paquetes: diana en la manta de los dados.

– ¿Qué más dijo Tommy de Lucille?

– ¡Nada! ¡Por favor, señor!

Abajo, gritos: droga caída del cielo.

Dos paquetes más -«¡Señor, necesito eso!»-, cuatro, cinco: rugidos en el callejón.

– ¡TOMMY Y LUCILLE! -Seis, siete, ocho.

Nueve, diez:

– Pensar lo que está pensando está mal. ¿Usted lo haría con su propia hermana?

Sueños de juegos insensatos, ¡Dios sea loado! Once, doce: los arrojé a Tilly.

Al centro. Archivo de Información. Un vistazo a la ficha de antecedentes y las fotos de identificación de Steve Wenzel. Dos detenciones por droga, condenas cortas: basura blanca de quijadas largas y delgadas.

Ninguna lista de socios conocidos de los Kafesjian. Dediqué mi atención a los K.

Una ronda por su casa: luces encendidas, coches frente a la entrada. Aparqué, reconocí el terreno por la ventanilla.

Llegué a la altura del camino particular, a oscuras, atento a si había perros sustitutos. Salté la valla y eché un vistazo: Madge cocinando. No vi a Lucille. Estancias a oscuras, el despacho: J.C., Tommy y Abe Voldrich.

Me agaché. Las ventanas, cerradas: ningún sonido. Eché una mirada:

J.C., agitando papeles; Tommy, con una risilla. Voldrich, el gesto de sus manos: calma.

Gritos apagados. El cristal de la ventana trasmitió un zumbido. Miré de nuevo: J.C. seguía agitando los papeles. Se acercó a la ventana: ¡mierda, impresos de Subdirección Administrativa!

Imposible leer el contenido.

Probablemente, comunicaciones de Klein a Exley: pistas sobre el mirón. Robadas, filtradas. Quizá Junior, quizá Wilhite.

«Tommy se está volviendo loco buscando a ese espía.»

Volví al coche dando un rodeo. Vigilancia de mirón: mis ojos en la ventana de Lucille. Cuarenta minutos después, ahí está: la chica despreocupadamente desnuda. Apagó las luces demasiado pronto, mierda, y clavé la vista en la puerta delantera, deseoso de seguir mirando.

Diez minutos, quince.

Portazo. Los tres hombres salieron precipitadamente, cada cual a su coche. El Mercedes de Tommy rascó el bordillo al ponerse en marcha, levantando chispas.

J.C. y Voldrich se dirigieron al norte.

Tommy, directo al sur.

Le seguí.

Al sur por La Brea, al este por Slauson. Aquel chulo negro vestido de color púrpura. Más al este, y al sur por Central Avenue.

Territorio del mirón.

Semáforo: disimular, sin perder al tipejo. Más al sur. Watts. Al este.

Luces de freno -Avalon y 103-, encrucijada de clubes nocturnos sin hora de cierre.

Nigger Heaven:

Dos edificios conectados por pasarelas de madera, tres pisos de altura, ventanas abiertas, acceso a la salida de incendios.

Tommy aparcó. Yo pasé sin detenerme; luego, retrocedí y le observé dirigirse hacia el edificio de la izquierda.

Se encaramó por la escalera de incendios y pisó la pasarela.

Tommy, a rastras: tablones oscilantes, pasamanos de cuerda.

Tommy, en cuclillas.

Tommy, fisgando por la ventana de la izquierda.

Mi expectativa de grandes sucesos, frustrada: Tommy se limitaba a mirar.

Salté del coche y subí a saltos la escalera de acceso al edificio de la izquierda. Nadie en el vestíbulo; lo crucé corriendo.

Tercer piso. Matones apostados. Miradas: ¿quién es este policía? Dejé atrás a los gorilas conserjes y entré.

Paredes de imitación de piel de cebra, una fiesta de degenerados: blancos, de color. Música, ruido de juerga.

Eché una ojeada a la habitación. Nadie parecido al retrato robot del mirón. Tampoco Tommy.

Un vistazo a la ventana: Tommy ya no estaba en la pasarela.

Los juerguistas, muy apiñados -blancos amantes del jazz/negros llamativos-; costaba moverse.

Humo de marihuana en las inmediaciones: Steve Wenzel, el carilargo, pasando un porro.

Un grupo de juerguistas entre los dos.

Tommy detrás de mí, las manos en el abrigo.

Saca las manos: unos cañones recortados a la vista.

Solté un grito…

Un negro tocó un interruptor. La habitación quedó a oscuras.

El rugido de un disparo, rotundo; un largo estampido. Rociada/disparos de pistola al azar/gritos. El resplandor de los disparos iluminó a Steve Wenzel, sin cara.

Gritos.

Me abrí paso entre ellos hasta la ventana.

Crucé la pasarela a gatas, con restos de cristales y de sesos entre el cabello.

25

Harbor Freeway dirección norte; el altavoz de la radio:

«Código 3 todas las unidades próximas a Avalon y 103 homicidio múltiple South Avalon 10342 tercer piso envíen ambulancias repito todas las unidades 187 múltiple South Avalon 10342 ver al portero del edificio…»

Respirando sangre; me limpié con la gabardina. Limpio, pero aún oliendo a ella.

«Repito todas las unidades cuatro muertos South Avalon 10342 código 3 envíen ambulancias.»

Neurosis de guerra peor que en Saipan. La calzada se hizo borrosa. «Unidades de Tráfico en las inmediaciones de 103 y Avalon Código 3 contacten con el sargento Disbrow Código 3 urgente.»

Salida de la vía rápida por la calle Seis, camino del local de Mike Lyman, donde Exley tomaba su último bocado. Solté un billete al camarero: llévame hasta el jefe, ahora.

A mi alrededor, gente feliz: carantoñas.

– Por aquí, teniente, hágame el favor.

Seguí al camarero. Un reservado del fondo: Exley de pie, Bob Gallaudet repantigado. ¿Qué sucedía? Exley:

– Klein, ¿qué sucede?

Los asientos de la barra, muy próximos. Le hice un gesto para que se acercara. Bob, con las antenas puestas, fuera del alcance del oído.

– Klein, ¿qué sucede?

– ¿Recuerda esa orden de detención que firmó esta mañana?

– Sí. Tres hombres que hay que detener en la comisaría de Wilshire. Me debe una explicación por eso, así que empiece a…

– Uno de los hombres era un camello independiente llamado Steve Wenzel y, hace media hora, Tommy Kafesjian se lo ha cargado en uno de esos tugurios consentidos de Watts. Yo estaba allí y lo vi; ahora está en boca de toda la ciudad. Cuatro muertos hasta el momento.

– Explíqueme eso.

– Todo es culpa de Junior Stemmons.

– Explíquese.

– Mierda, está más sucio de lo que nadie podría… ¡mierda, está inyectándose droga y anda por ahí extorsionando a los vendedores! Es marica y se dedica a sacarle la pasta a los chaperos de Fern Dell Park. Y creo que le está filtrando a los Kafesjian mis informes sobre el 459. También se mueve por el barrio negro como si estuviera chiflado, anunciando que él será el nuevo…

Exley, refrenándome:

– Y usted ha intentado ocuparse del asunto personalmente.

– Exacto. Junior le compró material a Wenzel para, citando sus palabras, «establecerse como el nuevo rey de la droga del Southside». Otro de los hombres de esa orden de registro, al que interrogué extensamente sobre Stemmons y Wenzel, les delató a ambos a Tommy K. Yo he seguido a Tommy hasta Watts y ha sido allí donde se ha cargado a ese Wenzel.

Exley, puro hielo patricio:

– Enviaré un equipo del grupo de Asuntos Internos para ocuparse de los homicidios. ¿Seguro que son Wenzel y víctimas inocentes?

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