– Mis manos están atadas, señor Addison, no tengo autoridad para enviar a mis hombres al Vaticano ni para realizar detenciones… -Las palabras de Roscani, al menos, indicaban que creía la historia de Harry-. Nunca lograríamos extraditar a Marsciano, al cardenal Palestrina o a Farel. En Italia el juez es quien debe demostrar la culpabilidad del sospechoso «fuera de toda duda razonable». La labor del detective, mi labor, la de Scala, Castelletti, y del resto de los miembros del Gruppo Cardinale consiste en reunir pruebas para el fiscal, Marcello Taglia… Pero no existen pruebas, señor Addison, y por tanto no hay fundamento y, sin fundamento, ¿cómo pretende acusar al Vaticano? Usted es abogado, seguro que lo entiende.
Roscani no había apartado los ojos de Harry durante todo el discurso, y éste percibió en ellos rabia, frustración y una sensación de fracaso personal. Resultaba claro que había un conflicto interior entre sus sentimientos y su deber como policía.
Harry se reclinó en el asiento y observó la misma expresión en el rostro de Scala y Castelletti. Habían llegado al límite de sus competencias; y la política y la ley anularían la justicia. Sólo les restaba cumplir con su deber, y esto significaba procesar a Danny y a él. Y también a Elena.
Harry supo en ese momento que debía salir de allí, o estarían todos perdidos, incluido Marsciano. Se volvió hacia Roscani.
– Los asesinatos de Pio y el cardenal vicario, los de Bellagio y otros lugares se cometieron en suelo italiano.
– Sí -asintió Roscani.
– Si el cardenal Marsciano hablara con usted y el fiscal y les proporcionara detalles de estos crímenes, ¿dispondría de información suficiente para proceder a la extradición?
– Sería difícil.
– Pero tal vez funcionaría.
– Sí, pero no lo tenemos y no podemos rescatarlo.
– ¿Y si lo hago yo?
– ¿Usted?
– Sí.
– ¿Cómo?
Scala se volvió en el asiento, y Castelletti lo miró por el espejo retrovisor.
– Mañana por la mañana, a las once, una locomotora recogerá un vagón de mercancías antiguo en el Vaticano… Era el plan del padre Bardoni para liberar a Marsciano… Quizás encuentre el modo de llevarlo a cabo, pero necesitaría su ayuda al otro lado de los muros de la Santa Sede.
– ¿Qué clase de ayuda?
– Protección para mí, para Danny y la hermana Elena, por parte de ustedes tres. Nadie más. No quiero que Farel se entere. Si me da su palabra de que nadie será detenido hasta que hayamos acabado el trabajo, lo conduciré adonde están.
– Está pidiéndome que quebrante la ley, señor Addison.
– Usted quiere la verdad, ispettore capo, y yo también.
Roscani miró primero a Scala y luego a Harry.
– Continúe, señor Addison.
– Mañana, cuando la locomotora remolque el vagón afuera del Vaticano, ustedes lo siguen hasta que se detenga. Si todo sale bien, el cardenal Marsciano se hallará en el interior. A continuación ustedes nos llevan hasta donde se encuentran Danny y Elena y permiten que mi hermano y el cardenal se reúnan a solas hasta que Marsciano esté preparado para hacer una declaración. Entonces llaman al fiscal.
– ¿Qué ocurre si decide no hablar?
– Entonces se rompe el acuerdo y usted hará lo que tenga que hacer.
Roscani guardó silencio durante largo tiempo con expresión dura e impasible.
Harry no estaba seguro de si accedería o no. Al fin, habló.
– Mi parte es sencilla, señor Addison, pero abrigo serias dudas respecto a su papel. No sólo tiene que subir al cardenal al vagón, sino que debe sacarlo primero de la prisión y enfrentarse a Farel y su gente. Y en algún sitio está Thomas Kind.
– Mi hermano fue marine, él me ayudará.
Era una locura, Roscani lo sabía y estaba convencido de que Scala y Castelletti compartían esa opinión, pero a no ser que cruzaran ellos los muros del Vaticano, cosa imposible porque provocaría un incidente diplomático a gran escala, sólo les quedaba esperar y desearle suerte. Se lo jugarían todo a una carta. Era una carta mala, pero era la única que tenían.
– De acuerdo, señor Addison -cedió al final.
Una sensación de alivio se apoderó de Harry, pero intentó disimularla.
– Tres cosas más -dijo-; necesito una pistola.
– ¿Sabe utilizarla?
– Uno de mis clientes me obligó a participar en un curso de defensa personal en el club de tiro de Beverly Hills.
– ¿Qué más?
– Cuerda para escalar, lo bastante gruesa para resistir el peso de dos hombres.
– ¿Cuál es la tercera?
– Tienen a un hombre en prisión. La policía lo trasladó de Lugano a Italia en tren, está acusado de asesinato, pero un juicio justo probaría que fue en defensa propia. Necesito su ayuda. Deben liberarlo.
– ¿Quién es?
– Es un enano, se llama Hércules.
– Piano 3 a -dijo Harry.
– Bien. -Roscani asintió, y Harry descendió del coche. Esperó a que el vehículo desapareciera de su vista antes de entrar en el edificio. Roscani conocía su guarida y debía explicárselo a Danny.
– Misión cumplida. He hablado con Adrianna Hall y con Eaton, tal como…
– Y con la policía. -Danny dio media vuelta, furioso y se dirigió a la ventana al otro lado del salón.
Harry observó a su hermano inmóvil, sin saber con certeza qué hacer.
– Harry, por favor, déjalo correr hasta más tarde.
Elena le posó la mano en el brazo. Quería que se fuera a descansar, llevaba más de treinta horas sin dormir y percibía en su voz y en sus ojos su agotamiento. Harry les había explicado las conversaciones que mantuvo con Eaton y Adrianna además de la reunión con la policía, a la que había solicitado una ayuda que no podían prestarle; les había contado que Roscani lo había amenazado pero que al final habían llegado a un acuerdo, y les habló de Hércules y de Thomas Kind. Sin embargo, parecía que Danny sólo había oído la parte que le interesaba: tanto la policía como el fiscal estarían aguardándolos cuando regresara con Marsciano, como si el cardenal fuera un espía o prisionero de guerra de quien esperaban obtener la información recogida acerca del enemigo.
– Danny… -Harry se soltó de Elena y se acercó a su hermano-. Entiendo tu rabia y respeto tus sentimientos hacia el cardenal pero, por favor, comprende que sólo Marsciano puede exculparnos. Si no habla con la policía y el fiscal, pasaremos una larga temporada en la cárcel, incluida Elena.
Danny se volvió en la silla poco a poco para mirar a su hermano.
– El cardenal Marsciano no traicionará a la Iglesia, Harry, no lo hará por ti, ni por la hermana Elena, ni por mí; ni siquiera por sí mismo.
– ¿Y por la verdad?
– No, tampoco por eso.
– Quizá te equivocas.
– No.
– Entonces, Danny, lo mejor que podemos hacer es intentar rescatarlo y dejar que decida por sí mismo. Si dice que no, es que no, ¿de acuerdo?
Se produjo un largo silencio.
– De acuerdo -respondió Danny al cabo.
– Bien -Harry se volvió a Elena, estaba exhausto-. ¿Dónde duermo yo?
El Vaticano, torre de San Giovanni, a la misma hora
El cardenal Marsciano estaba sentado en una silla con la mirada clavada en la pantalla silenciosa del televisor. En esos momentos retransmitían un anuncio con dibujos animados pero, fuera cual fuere el producto que vendían, no captó su atención.
Al otro lado de la habitación se encontraba la bolsita de terciopelo que había dejado Palestrina. Su contenido no hacía más que confirmar el estado de enajenación en el que se había sumido Palestrina. Incapaz de mirarlo, menos aún de tocarlo, Marsciano había pedido que se lo llevaran de ahí, pero Antón Pilger se había negado diciendo que nada debía entrar ni salir del cuarto sin órdenes expresas de Palestrina y, tras asegurar que lo sentía, cerró la puerta con llave.
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