¡Flash! ¡Flash! ¡Flash!
Ignoraba quiénes eran, dónde estaba o cómo lo habían encontrado en medio de la aterrorizada multitud de Chezhan Lu cuando se dirigía a la estación tras una acalorada discusión con los responsables de la planta depuradora número dos. El agua que había examinado esa mañana al amanecer mostraba una alarmante concentración de la toxina de las algas de color azul verdoso, la misma de Hefei. Pero con su advertencia sólo consiguió que se congregaran en la planta todos los políticos e inspectores de sanidad de la zona, quienes, tras autorizar el cierre de las plantas depuradoras de la ciudad y de los sistemas de suministro del lago Taihu, del Gran Canal y del río Liangxi, se enfrentaban a una situación de emergencia a gran escala.
– Confiese -le ordenó una voz en chino.
El oficial del ejército dio un tirón de la cabeza de Li Wen hacia atrás y, en ese momento, el hidrobiólogo supo que no se trataba de un simple oficial, sino que pertenecía al Guojia Anquan Bu, el Ministerio de Seguridad del Estado.
– Confiese -repitió la misma voz.
Li Wen recibió un empellón que lo proyectó hacia los papeles dispersos sobre una mesa. Los miró incrédulo; eran las páginas de fórmulas que el hidrobiólogo estadounidense James Hawley le había entregado en el hotel de Pekín y que tenía guardadas en el maletín que llevaba consigo cuando lo habían detenido.
– Las recetas para un asesinato en masa -atronó la voz.
Poco a poco, Li Wen levantó la cabeza.
– Yo no he hecho nada -dijo.
Roma, jueves 16 de julio, 21.30 h
Scala, sentado en una silla, contemplaba a su mujer y a su suegra jugar a cartas. Los niños, de edades comprendidas entre uno y ocho años, dormían. Era la primera vez que se hallaba en casa desde lo que a él le parecía una eternidad y no deseaba moverse, sólo escuchar a las mujeres hablar, gozar del olor del apartamento y saber que sus hijos descansaban en la habitación contigua; pero no podía. A medianoche debía relevar a Castelletti en el apartamento de Via Niccolò V hasta las siete de la mañana, cuando su compañero regresaría acompañado de Roscani. Entonces dispondría de tres horas para dormir antes de encontrarse con ellos a las diez y media para esperar la locomotora que debía entrar y, luego, salir del Vaticano a través de ese enorme portón de hierro y esos muros ciclópeos.
Scala se disponía a levantarse para preparar más café cuando sonó el teléfono.
– Sí -respondió de inmediato.
– Harry Addison está en Roma… -Era Adrianna Hall.
– Lo sé…
– Su hermano se encuentra con él.
– Lo…
– ¿Dónde están, Sandro?
– No lo sé…
– Sí lo sabes, no me mientas, Sandro, no después de tantos años.
«Tantos años.» Scala evocó la época en que Adrianna era una joven corresponsal recién destinada a Roma que pretendía destapar una historia que habría catapultado su carrera profesional pero que, por otro lado, habría perjudicado un caso de homicidio que él estaba a punto de cerrar. Scala le pidió que retrasara la publicación de su reportaje y, renuente, Adrianna accedió. Gracias a este incidente, Adrianna se había convertido en una f idarsi di, una persona de fiar. A lo largo de los años, Sandro le había filtrado información clasificada a la que ella correspondía con datos valiosos para la policía. Sin embargo, esta vez era diferente, se trataba de una situación muy peligrosa, y había demasiado en juego. Que Dios se apiadara de él si los medios de comunicación se enteraban de que la policía estaba ayudando a los hermanos Addison.
– Lo siento, no tengo ninguna información… Entenderás que es tarde… -replicó Scala con voz queda y colgó.
22.50 h
Sentados en torno a la mesa de la cocina, con el mapa del Vaticano dibujado por Danny desplegado ante ellos, todos escuchaban atentos las palabras del sacerdote rodeados de tazas de café, botellas de agua mineral y los restos de una pizza que Elena había salido a buscar.
– Éste es el objetivo, la misión -repitió Danny por vigésima vez mientras repasaba el plan de nuevo hablando, no como un sacerdote, sino como un marine experto.
– La torre está aquí, y la estación aquí.
Danny recorrió con el dedo el plano de la Ciudad del Vaticano al tiempo que miraba a Harry, Elena y Hércules para cerciorarse de que comprendían todos y cada uno de los pasos, como si no los hubiese explicado antes.
– Aquí hay un muro -continuó-; se extiende unos sesenta metros desde la torre hacia al sureste a lo largo de un camino estrecho adoquinado y luego se termina. A la derecha se encuentra la muralla principal -Danny hizo una pausa para señalar la ventana del salón-, la que vemos desde la ventana. Al final de la muralla hay un sendero a través de los árboles que conduce a la Viale del Collegio Etiópico. Si torcéis a la derecha, estaréis sobre un muro bajo y casi encima de la estación.
»La sincronización resulta esencial, no debemos liberar a Marsciano demasiado pronto o les daremos tiempo de desplegar sus fuerzas, pero deberá hallarse fuera de la torre y en el interior del vagón antes de que se abran las puertas a las once para dejar entrar la locomotora. Esto significa que hay que estar fuera de la torre a las diez cuarenta y cinco, y en el vagón a las diez cincuenta y cinco, como máximo, porque a esa hora el jefe de estación o alguno de sus empleados saldrá para asegurarse de que los portones se han abierto sin problemas.
«Imaginad -Danny señaló de nuevo el dibujo-, que salís de la torre y que, por alguna razón, quién sabe, por culpa de los hombres de Farel, Thomas Kind o a causa de un incidente fortuito, no podéis seguir por el muro. Entonces, tomad el camino de enfrente, a través de los jardines y, a unos cien metros, encontraréis otra torre, la de Radio Vaticano. Cuando la veáis, girad a la derecha y, después del cruce, encontraréis la Viale del Collegio Etiópico y el muro encima de la estación. Seguid por ese camino unos treinta metros y llegaréis al nivel de las vías. El vagón de carga estará allí, entre la estación y el túnel. Cruzad las vías hasta el lado opuesto del vagón, el más apartado de la avenida. Veréis más carriles y el muro. Abrid las puertas del vagón (será difícil porque están viejas y oxidadas) y entrad. Cerrad las puertas y esperad a la locomotora. ¿Alguna pregunta?
Danny los miró a todos mientras Harry se maravillaba de su actitud y su concentración. Había dejado de lado toda emoción, como buen marine.
– Me voy a mear -les informó Hércules y salió de la cocina balanceándose sobre las muletas.
Aunque no era ése el momento más adecuado para sonreír, Harry no pudo evitarlo ante la manera de hablar de Hércules, brusca y directa. Antes, cuando la policía había abandonado el apartamento, Hércules se había vuelto hacia Harry perplejo y había preguntado: «¿Qué demonios pasa aquí?».
Harry le explicó, en presencia de Danny y Elena, que el cardenal Marsciano permanecía cautivo en el Vaticano y que lo matarían si no lo sacaban de allí. Necesitaban a un hombre que actuara desde dentro, capaz de subir a la torre sin ser visto.
Para esto quería la cuerda, y esperaban que ese hombre fuera Hércules. Harry añadió al final que, si aceptaba la misión, su vida correría peligro.
Hércules guardó silencio durante largo rato, absorto en sus pensamientos, con la mirada perdida. Después, recorrió el salón con la vista, pasando despacio de un objeto a otro hasta que, al fin, se dibujó en su rostro una amplia sonrisa.
– ¿Qué vida? -preguntó en voz alta con los ojos brillantes y, en ese instante, se convirtió en un miembro más del grupo.
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