Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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CIENTO TREINTA Y DOS

23.30 h

Scala salió de su casa, echó un vistazo rápido alrededor y se acerco a un Fiat blanco. Antes de subir al coche y arrancar miró de nuevo en torno a sí.

Poco después, un Ford verde oscuro dobló la esquina. Al volante se encontraba Eaton y, a su lado, Adrianna Hall. Giraron a la izquierda por Via Marmorata y siguieron a Scala a través del tráfico escaso hasta Piazza dell'Emporio, cruzando el Tíber por Ponte Sublicio. Después continuaron hacia el norte, por el margen del río. Unos minutos más tarde, Scala viró hacia el oeste, cruzó el barrio de Gianicolo para dirigirse de nuevo al norte por Viale delle Mura Aurelie.

– Está claro que no quiere correr el riesgo de que lo sigan…

Eaton se colocó detrás de un Opel plateado, siempre manteniendo cierta distancia respecto al Fiat de Scala.

El hecho de que el detective italiano se negara a facilitar información a Adrianna significaba que se estaba cociendo algo serio. No resultaba propio de Scala dejar a la periodista al margen. De hecho, hacía sólo unos días que le había participado las sospechas de la policía sobre la presencia del padre Daniel en Bellagio antes de que se anunciara de modo oficial. Sus evasivas no habían hecho más que confirmar lo que indicaba una precipitada cadena de acontecimientos: que lo que ocurría en el Vaticano, fuera lo que fuese, había alcanzado un punto crítico.

Eaton y Adrianna repasaron la información de que disponían: la repentina y misteriosa enfermedad del cardenal Marsciano, visto por última vez el jueves en la embajada de China, donde parecía gozar de buena salud. No obstante, a pesar de su esfuerzo conjunto, no habían logrado obtener más información que la ofrecida en la rueda de prensa oficial en la que se anunció su enfermedad y se afirmó que se encontraba al cuidado de los médicos del Vaticano.

El retorno inesperado a Roma de Roscani, Scala y Castelletti desde Milán.

El asesinato esa mañana del ayudante personal de Marsciano, el padre Bardoni, que ni siquiera había sido anunciado todavía por la policía.

Las llamadas que Harry Addison realizó esa mañana, según averiguaron, desde cabinas telefónicas cercanas a los muros del Vaticano. El norteamericano les había advertido sobre la situación en China y habían actuado de inmediato: en cuestión de horas se produjo la detención e interrogatorio ilegal de Li Wen, inspector de aguas del Gobierno.

También esa mañana, habían recibido con sorpresa el anuncio de la reaparición en Italia del famoso terrorista Thomas Kind y de la orden de captura cursada por el Gruppo Cardinale.

De golpe Scala torció a la izquierda, a la derecha, otra vez a la izquierda y aceleró. Adrianna vio a Eaton sonreír mientras seguía al policía, cambiando de marchas, acelerando y reduciendo la velocidad, poniendo en práctica sus dotes de espía profesional. Hasta entonces los dos habían esperado que Harry Addison los condujese hasta el padre Daniel, pero era la policía quien estaba haciéndolo. No sabían cómo ni por qué pero, en vista de que la tragedia de China guardaba relación con el Vaticano, estaban convencidos de que estaba a punto de suceder algo sonado.

– La policía no nos facilitará las cosas.

Eaton aminoró la marcha. Delante de ellos, Scala había girado a la derecha por una calle residencial.

Adrianna guardó silencio. En otros tiempos y en otra situación, sabía que Eaton habría ordenado a un par de sus hombres que secuestrasen al padre Daniel, pero no entonces, con la policía presente y en un momento en que la política de la CIA posterior a la guerra fría era objeto de la escrutadora mirada de Washington y el mundo entero.

Lo único que podían hacer era lo que habían hecho hasta entonces: aguardar y confiar en que ocurriera algo que les permitiera estar a solas con el padre Daniel.

CIENTO TREINTA Y TRES

Viernes, 17 de julio, 0. 10 h

Palestrina se despertó con un grito. Estaba empapado en sudor, con los brazos extendidos en la oscuridad, intentando apartar la cosa. Era la segunda noche que los espíritus de las tinieblas se acercaban a él en sueños. Eran muchos y llevaban una manta pesada y sucia para taparlo, pero él sabía que era portadora de una enfermedad, la misma que había causado las fiebres que lo mataron en el pasado, cuando era Alejandro.

Tardó unos segundos en percatarse de que no sólo lo había despertado la pesadilla, sino también el timbre del teléfono de la mesita de noche. De pronto dejó de sonar, pero acto seguido se iluminó de nuevo el botón correspondiente al número privado que sólo una persona conocía, Thomas Kind. Palestrina respondió de inmediato.

– Sí…

– Tenemos problemas en China -dijo Kind en francés con voz tranquila para no alarmarlo-. Han detenido a Li Wen, pero ya me he encargado de la situación. Usted sólo debe preocuparse del asunto de mañana.

– Merci.

Azorado, Palestrina colgó el teléfono. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Los espíritus no formaban parte de un sueño, eran de verdad, y cada vez se hallaban más cerca. ¿Qué sucedería si Thomas Kind fracasaba al «encargarse de la situación» y los chinos descubrían su plan? No era imposible; después de todo, había fracasado a la hora de matar al padre Daniel.

De pronto sintió pánico ante la idea de que el padre Daniel siguiera vivo no por una mera cuestión de suerte, sino porque lo habían enviado los espíritus, a él y a su hermano. Eran mensajeros de la muerte que tenían una cita con Palestrina, quien al intentar atraer la polilla a la luz, cada vez los tenía más cerca.

0.35 h

Harry abrió la puerta de la cocina y encendió la luz. Se acercó a la encimera para comprobar que estuvieran cargándose las baterías de los teléfonos móviles. Tenían dos, uno lo habían encontrado en el apartamento y el otro era el de Adrianna. Cuando se dirigieran al Vaticano, Danny llevaría uno y Harry el otro. De este modo se comunicarían entre sí. Esperaban que, entre los turistas y el personal del Vaticano, Farel no fuese capaz de intervenir las llamadas aunque supiera que se encontraban allí.

Satisfecho, Harry apagó la luz y salió al pasillo.

– Deberías dormir. -Elena lo observaba desde el umbral de su habitación, situada enfrente de la que Harry compartía con su hermano. Tenía el cabello suelto, peinado hacia atrás, y llevaba un camisón fino de algodón. Al final del oscuro pasillo estaba el salón de donde procedían los sonoros ronquidos de Hércules.

Harry se acercó.

– No quiero que vengas con nosotros -musitó-. Hércules, Danny y yo podemos hacerlo solos.

– Hércules tiene un trabajo que realizar, alguien debe empujar la silla del padre Daniel y tú no puedes estar en dos sitios a la vez.

– Elena…, no sabemos qué ocurrirá; es demasiado peligroso.

A su lado, la luz de la mesita de noche atravesaba la fina tela del camisón. Elena no llevaba nada debajo. Se acercó, y Harry contempló sus redondos pechos, que subían y bajaban al ritmo de su respiración.

– Elena, no quiero que vayas -aseveró Harry decidido-. Si te ocurriera algo… Elena le rozó los labios con la punta de los dedos y, acto seguido, acercó su boca a la suya.

– Tenemos este momento, Harry -susurró-. Pase lo que pase, tenemos este momento… Aprovéchalo para amarme.

CIENTO TREINTA Y CUATRO

1.40 h

Danny consultó la hora en el despertador por segunda vez en quince minutos y no sabía si había dormido o no durante ese lapso. Harry había entrado en la habitación momentos antes y se había metido en la cama. Hacía más de una hora que había ido a revisar los cargadores de las baterías y, aunque Danny no sabía de dónde venía su hermano ni qué había hecho, se imaginaba que había estado con Elena.

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