Al acabar, Danny se secó las manos con una toalla de papel y vertió con cuidado el resto de la mezcla en las cinco botellas de cerveza.
– Corte otra servilleta -pidió a Elena mientras seguía trabajando-. Necesitamos cinco mechas de unos quince centímetros, bien enrolladas.
– De acuerdo. -Elena tomó las tijeras y echó un vistazo al reloj de la cocina.
Roscani se sacó el cigarrillo apagado de la boca y lo aplastó en el cenicero del Alfa. Un segundo más, y habría acabado por encenderlo. El ispettore observó a Castelletti de soslayo, miró por el espejo retrovisor y luego dirigió la vista al frente, hacia la amplia avenida que se extendía ante ellos. Se dirigían al sur por Viale di Trastevere. Roscani estaba intranquilo; no hacía más que pensar en Pio, en cuánto lo echaba de menos y en lo que daría por que se encontrase allí con ellos.
Por primera vez en su vida, Roscani se sentía perdido. Ni siquiera sabía si estaba haciendo lo correcto. Pio le habría hecho ver las cosas desde otra perspectiva, habrían hablado largo y tendido y al final habrían encontrado una solución beneficiosa para todos. Pero Pio no estaba, y debían arreglárselas sin él. Los neumáticos del coche chirriaron al tomar una curva cerrada a la derecha y después otra. A la izquierda se encontraban las vías del tren, y Roscani buscó en vano la locomotora. De pronto doblaron una esquina y ya avanzaban por Via Niccolò V, hacia el Fiat blanco de Scala, aparcado al final de la calle, frente al número 22.
– Roscani y Castelletti -comentó Adrianna cuando vio el Alfa Romeo azul que se detenía detrás del Fiat.
Scala salió del coche, se acercó al Alfa y los tres policías conversaron por unos instantes antes de que el primero regresara al coche y se marchara.
– Todo está sincronizado al minuto -comentó Eaton-. Harry Addison salió del edificio hace dos horas y todavía no ha regresado, y ahora, Roscani se presenta; debe de estar esperando a que el padre Daniel dé el siguiente paso, querrá asegurarse de que no suceda nada…
En ese momento sonó el buscapersonas; Eaton alargó la mano para tomar la radio del asiento contiguo.
– Sí.
Adrianna observó que la mandíbula de Eaton se tensaba mientras escuchaba por la radio.
– ¿Cuándo? -Eaton apretó todavía más los dientes-. Que nuestro departamento no haga comentarios, no sabemos nada… Bien.
Eaton apagó la radio y miró al vacío.
– Li Wen había confesado ser el autor del envenenamiento de los lagos, pero unos minutos más tarde lo mató un agresor que, a su vez, fue acribillado por un guardia de seguridad. Todo muy conveniente, ¿no te parece? ¿Te suena el método empleado?
– Thomas Kind -respondió Adrianna al tiempo que un escalofrío le recorría la espalda.
Eaton se volvió hacia el bloque de apartamentos.
– No sé qué cojones está tramando Roscani, pero si les permite entrar en el Vaticano, lo más probable es que alguien resulte muerto, sobre todo si los aguarda Thomas Kind.
– James. -Un movimiento al final de la calle había captado la atención de Adrianna.
Roscani había descendido del coche y hablaba por un teléfono móvil, mirando en torno a sí. Castelletti caminaba por la acera con una pistola automática en la mano, mirando los edificios a uno y otro lado de la calle, como un miembro del servicio secreto.
Roscani continuaba hablando por teléfono y asentía con la cabeza mientras le hacía señas a Castelletti para que subiera al coche.
En ese momento se abrió la puerta del número 22 de Via Niccolò V, y una mujer joven con téjanos y gafas de sol salió empujando a un hombre barbudo en silla de ruedas que vestía una camisa hawaiana. El hombre tenía una funda de cámara sobre las piernas mientras que la mujer llevaba una colgada del hombro.
– Es él -exclamó Adrianna-. La mujer debe de ser Elena Voso.
Los neumáticos del Alfa Romeo chirriaron cuando Roscani hizo un giro de 180 opara situarse junto a la silla de ruedas y acompañar a la pareja que se encaminaba al Vaticano como unos turistas cualesquiera que habían salido de paseo a primera hora de la mañana.
– Dios mío, van a escoltarlos hasta el Vaticano.
Eaton arrancó el coche, cambió de marcha y descendió, poco a poco, por Via Niccolò V Se sentía furioso y frustrado, pero lo único que podía hacer si no quería causar un conflicto internacional, era no perder de vista el Alfa Romeo.
El coche doblaba la esquina de Largo di Porta Cavalleggeri con Piazza del Sant'Uffizio -situada a tiro de piedra de la columnata sur y de la entrada a la plaza de San Pedro- cuando Roscani miró de modo instintivo por el espejo retrovisor y divisó un Ford verde a unos veinte o treinta metros de distancia que avanzaba despacio, a la misma velocidad que ellos. En los asientos delanteros del coche iban dos personas pero, al percibir la mirada de Roscani, el acompañante bajó la vista. En ese instante Elena viró a la izquierda, en dirección a la columnata. Roscani echó otro vistazo al espejo. El Ford seguía detrás pero, de súbito, giró a la derecha, aceleró y se perdió de vista.
Eaton pisó a fondo el acelerador. Recorrió dos manzanas, torció a la izquierda dos veces seguidas hasta Via della Conciliazione, adelantó a un autobús turístico, se colocó en el carril derecho y frenó de golpe en una parada de taxis delante de la plaza de San Pedro.
Eaton y Adrianna saltaron del coche haciendo caso omiso de los gritos del taxista furioso que los increpaba por aparcar en medio de la parada de taxis. Corrieron hacia la plaza esquivando el tráfico mientras buscaban desesperados entre la multitud a una mujer que empujase una silla de ruedas. De repente, sonó un claxon a sus espaldas. Era un autobús que abandonaba la plaza. En la parte frontal del vehículo se leían las palabras MUSEI VATICANI, y, debajo, aparecía la señal internacional de los minusválidos: una silla de ruedas blanca sobre fondo azul. Eaton y Adrianna se apartaron de su camino pero, de repente, al pasar por su lado, la periodista divisó por un segundo al padre Daniel sentado en uno de los asientos delanteros junto a la ventana. Acto seguido, el autobús giró y cruzó la plaza donde habían dejado el coche.
A unos cincuenta metros de distancia, Harry atravesaba la plaza en medio de una multitud que se dirigía a la basílica. Llevaba la pistola de Scala en el cinturón, la boina inclinada sobre la frente y, en el bolsillo, los papeles de Eaton que lo identificaban como el padre Jonathan Roe de la Universidad de Georgetown. Debajo de la túnica llevaba pantalones y camisa de trabajo. Ambas prendas pertenecían a Danny.
Al llegar a una escalinata, ascendió los peldaños en medio de la muchedumbre y se detuvo. Delante de él, cientos de personas se habían congregado frente a la basílica a la espera de que abriera sus puertas. Eran las ocho cuarenta y cinco, y la basílica no abría hasta las nueve, dos horas antes de la llegada prevista de la locomotora. Con la cabeza gacha, rezando por que nadie lo reconociera, Harry respiró profundamente y aguardó.
Hércules se agazapó en las almenas de la muralla fortificada que lindaba con la torre de San Giovanni. Se hallaba en el extremo del muro, a la misma altura que la torre y a unos seis metros del tejado circular de la misma.
Había tardado casi tres horas en escalar el muro, de asidero en asidero, ocultándose en las sombras del amanecer, pero lo había logrado. Aunque estaba sediento y agotado, había alcanzado el lugar previsto a la hora exacta.
En los jardines divisó a dos de los hombres de Farel ocultos tras unos matorrales próximos a la entrada de la torre y a dos más que aguardaban detrás de un seto alto al otro lado del camino. Sin embargo, a primera vista, la puerta principal no parecía vigilada. ¿Cuántos hombres de negro habría en el interior de la torre? ¿Uno, dos, veinte, ninguno? Danny estaba en lo cierto: los hombres de Farel los vigilarían de lejos, como arañas que esperan a que la presa caiga en sus redes.
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