Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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Palestrina depositó la bolsa sobre el escritorio, junto a Marsciano; fijó la vista en el cardenal antes de abandonar la estancia.

Marsciano no vio a Palestrina salir, ni oyó abrirse o cerrarse la puerta. Tenía los ojos clavados en la bolsita negra que había delante de él. Poco a poco, con manos temblorosas, la abrió.

Sobresaltado, un jardinero levantó la cabeza al oír un grito desgarrador.

CIENTO VEINTICINCO

10.42 h

Roscani caminaba solo por Via Innocenzo III. Era una mañana bochornosa y el calor aumentaba a medida que el sol ascendía en el cielo. Enfrente se encontraba la Stazione San Pietro. Roscani se había apeado del coche a media manzana de allí, y Scala y Castelletti habían continuado hasta la estación, en la que entrarían por las puertas laterales, uno antes que Roscani y el otro después. Buscarían a Harry Addison, pero no debían intentar apresarlo, a menos que echase a correr. El plan consistía en permitir que Roscani mantuviese una tranquila conversación cara a cara con el fugitivo, y que la situación fuera lo más relajada y cómoda posible. Sin embargo, si éste emprendía la huida, uno u otro policía le cortaría el paso, pero no habría refuerzos. Roscani lo había prometido.

Harry Addison lo había hecho muy bien. Había llamado a la centralita de la Questura a las diez y veinte.

– Me llamo Harry Addison -había dicho-, y Roscani me busca.

A continuación dio el número de un móvil y colgó, sin dar tiempo de localizar la llamada.

Cinco minutos más tarde Roscani lo telefoneó desde el lugar adonde se había dirigido a toda prisa junto a Scala y Castelletti cuando su avión aterrizó en Roma: el apartamento del padre Bardoni.

ROSCANI: Aquí Roscani. HARRY ADDISON: Tenemos que hablar. ROSCANI: ¿Dónde está?

HARRI ADDISON: En la estación de San Pedro.

ROSCANI: No se mueva, voy ahora mismo.

HARRI ADDISON: Roscani, venga solo. No me reconocerá, he cambiado. Si veo a algún policía, me iré.

ROSCANI: ¿En qué lugar de la estación?

HARRI ADDISON: Ya lo encontraré.

Roscani cruzó la calle. Mientras se acercaba a la estación recordó cómo había previsto encontrarse con Harry Addison en un principio: solo y con una pistola. Su deseo había sido vengar el asesinato de Gianni Pio, pero desde entonces la situación había tomado un rumbo inimaginable.

Si Harry Addison se hallaba en la estación, como había prometido, seguía fuera del territorio del Vaticano y, con suerte, lo mismo ocurriría con el padre Daniel; si era así, quizá tenía la posibilidad de hacer algo antes de que el caso se desmoronase en manos de Taglia y los políticos.

Harry observó a Roscani entrar en el vestíbulo y caminar en dirección al andén. La Stazione San Pietro era pequeña, un apeadero en una ruta corta que cruzaba Roma. No había muchas personas alrededor. Harry había divisado a un hombre vestido con chaqueta deportiva y corbata que bien podía ser un agente de paisano pero, como había llegado antes que Roscani, no había modo de saberlo con certeza.

Harry abandonó la estación por otra salida y llegó al andén desde otro ángulo, con aire tranquilo y parsimonioso. Sólo era un sacerdote que esperaba el tren; un cura que había ocultado su documentación falsa debajo de la nevera del apartamento de Via Niccolò VEn ese momento entró otro hombre en la estación. Llevaba el cuello de la camisa abierto y una chaqueta deportiva como la del otro hombre.

Roscani vio a Harry aproximarse y detenerse a unos cuatro metros de distancia.

– Se suponía que iba a venir solo.

– Y así es.

– No, ha traído consigo a dos de sus hombres. -Se trataba de una mera conjetura, pero Harry creía estar en lo cierto. Uno de los hombres permanecía en el interior de la estación, mientras que el otro había salido al andén y los observaba atento.

– Mantenga las manos donde yo pueda verlas. -Roscani miró a Harry con fijeza.

– No voy armado.

– Haga lo que le digo.

Harry despegó las manos del cuerpo. Se sentía extraño e incómodo.

– ¿Dónde está su hermano? -La voz de Roscani sonaba seca, no demostraba emoción alguna.

– No está aquí.

– ¿Dónde está?

– En… otro sitio, en una silla de ruedas. Tiene las piernas rotas.

– Aparte de eso, ¿se encuentra bien?

– En general, sí.

– ¿Sigue con él la enfermera? ¿La hermana Elena Voso?

– Sí.

Harry sintió una punzada en el corazón cuando Roscani mencionó el nombre de Elena. Tenía razón cuando dijo que la identificarían por las pertenencias que dejó en la gruta y que la considerarían una cómplice. Él no quería que ella se viera implicada, pero ya nada podía hacer al respecto.

Harry se volvió y vislumbró al segundo hombre en el andén, a cierta distancia de ellos, como el primero. Detrás de él, un grupo de adolescentes esperaba el tren hablando y riendo entre sí.

– No vale la pena que me arreste, Roscani. Por lo menos, ahora no.

– ¿Por qué me ha llamado? -El policía no apartaba la mirada de él. Su actitud era dura y decidida, tal como la recordaba Harry.

– Ya se lo dije, tenemos que hablar.

– ¿Sobre qué?

– Sobre la manera de sacar al cardenal Marsciano del Vaticano.

CIENTO VEINTISÉIS

El coche se adentró en el intenso tráfico del mediodía. Harry y Roscani iban sentados en el asiento posterior, y Scala y Castelletti delante, el segundo al volante. Recorrieron el margen del Tíber y atravesaron varias calles de la ciudad hasta llegar al Coliseo, enfilaron la Via di San Gregorio, pasaron por delante de las ruinas del Palatino y del antiguo Circus Maximus y descendieron por Via Ostiense hasta la Esposizione Universale Roma; era una completa excursión turística por la ciudad, una manera de hablar sin ser vistos.

Harry explicó todo de la manera más sencilla y sucinta posible.

La única persona capaz de revelarles la verdad sobre el asesinato del cardenal vicario de Roma y del compañero de Roscani, Gianni Pio, y, con toda probabilidad, sobre la explosión del autocar de Asís era el cardenal Marsciano, en aquellos momentos prisionero del cardenal Palestrina en el Vaticano, quien lo mantenía incomunicado y bajo amenaza de muerte. La información había llegado a Harry a través de su hermano, pero sólo constituía la punta del iceberg, Marsciano había explicado el resto de los detalles al padre Daniel durante una confesión que Palestrina grabó en secreto.

Debido a lo que sabía el padre Daniel, Palestrina lo mandó matar, pero antes, para controlar a Marsciano, Jacov Farel sembró pruebas falsas que inculpaban a Danny del asesinato del cardenal vicario. Más adelante, cuando Palestrina comenzó a sospechar que el sacerdote seguía con vida, lo más probable es que ordenara el asesinato de Pio por medio de Farel porque, justo después, se llevaron a Harry y lo torturaron para que revelara el paradero de su hermano.

– Fue entonces cuando grabaron el vídeo en el que usted pedía a su hermano que se entregara -comentó Roscani en voz baja.

– Estaba conmocionado por la tortura y me ordenaron que repitiera las palabras que oía a través de un auricular -asintió Harry.

Roscani permaneció en silencio durante largo rato, estudiando al norteamericano.

– ¿Por qué? -preguntó al fin.

Harry titubeó.

– Hay algo más -dijo-, otra parte de la confesión de Marsciano.

– ¿Qué otra parte? -Roscani se inclinó hacia delante.

– Está relacionado con la catástrofe de China.

– ¿China? -Roscani ladeó la cabeza sin acabar de entender sus palabras-. ¿Se refiere a los envenenamientos?

– Sí.

– ¿Qué tiene que ver eso con lo que sucede aquí?

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