Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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– Women shenme shihou neng nadao hetong? -preguntó al fin Wu Xian a Weggen.

¿Cuándo tendremos el contrato?

CIENTO VEINTITRÉS

Harry había llamado a Adrianna y a Eaton desde dos cabinas diferentes situadas a dos manzanas de distancia entre sí. Las conversaciones fueron muy breves. Adrianna sabía a qué reportaje se refería, y se encargaría de encontrar la grabación para enviarla a Eaton, pero ¿por qué? ¿Qué había en la cinta que fuese tan importante? Harry eludió la pregunta y se limitó a señalarle que lo hiciera y que si Eaton deseaba que ella lo supiera, se lo explicaría él mismo. Harry le dio las gracias y colgó mientras Adrianna gritaba: «¿Dónde diablos estás?».

Eaton le había puesto las cosas más difíciles, intentó demorarlo preguntando por su paradero y el de su hermano. Harry adivinó que trataba de localizar la llamada.

– Escúcheme -lo interrumpió Harry. Comenzó a describirle la secuencia del reportaje que había visto Danny y que le entregaría Adrianna, le explicó que se envenenarían tres lagos de China, que el chino del maletín de la planta de Hefei era el hombre a quien debían encontrar y que había que informar de inmediato a los servicios de inteligencia chinos.

– ¿Cómo sabe todo esto? ¿Quién es el responsable del envenenamiento de los lagos? ¿Por qué lo hace? -Las preguntas de Eaton al final habían sido rápidas y directas, pero Harry le respondió que él sólo transmitía un mensaje.

A continuación le colgó como había hecho con Adrianna y echó a andar por Via della Stazione Vaticana, como un sacerdote que paseara solo junto a los muros del Vaticano, una imagen habitual. Encima de su cabeza se encontraban los arcos de un acueducto antiguo que en el pasado suministraba agua al Vaticano pero sobre el cual discurrían en la actualidad unos raíles de ferrocarril, desde la vía principal hasta unos enormes portones tras los que se hallaba la estación de la Santa Sede.

– En tren -había respondido Danny cuando Harry le preguntó cómo él y el padre Bardoni planeaban sacar a Marsciano del Vaticano.

La estación y las vías apenas se utilizaban en la actualidad, sólo había un tren que circulaba de vez en cuando para transportar mercancías pesadas. Antaño el Papa empleaba esa vía para viajar del Vaticano a Italia, pero hacía mucho tiempo de esto. Lo único que se conservaba eran los portones, la estación, las vías y un vagón de carga oxidado abandonado junto al final de la línea, un pequeño túnel de hormigón que no conducía a ninguna parte. Sólo Dios y el túnel sabían cuánto tiempo llevaba el furgón allí.

Antes de viajar a Lugano, el padre Bardoni había llamado al jefe de estación y le había comunicado que el cardenal Marsciano estaba harto de ver el vagón allí y deseaba que lo retirasen de inmediato. Poco después un subordinado lo llamó y le aseguró que a las once del viernes por la mañana una locomotora remolcaría el vagón.

En esto consistía el plan. Cuando se llevasen el furgón, el cardenal Marsciano se encontraría en su interior. Era así de sencillo, y puesto que lo había llamado un empleado, el padre Bardoni estaba convencido de que el asunto se había considerado un caso más dentro de la rutina diaria. Aunque avisarían al servicio de seguridad de la llegada de la locomotora, se trataría también de una conversación entre subordinados, algo demasiado mundano para que llegara a oídos de Farel.

Harry comenzó a subir por la colina hasta el nivel superior del acueducto. Avanzaba con la vista al frente.

Al llegar arriba, se volvió. Allí estaba, la vía principal trazaba una curva hacia la izquierda, los carriles brillaban debido a su uso continuado y, después, a la derecha, se hallaba la doble vía oxidada que conducía a los muros del Vaticano.

Harry miró atrás, siguió con la vista los carriles que descendían hasta la vía principal de la Stazione San Pietro. Tenía diez minutos para ir, echar un vistazo, y convencerse de que quería seguir adelante con el plan. Si cambiaba de opinión, tendría la posibilidad de marcharse antes de que llegaran, pero en el momento en que realizó la llamada supo que no se echaría atrás. A las diez cuarenta y cinco se encontraría con Roscani en el interior de la estación.

CIENTO VEINTICUATRO

El Vaticano, torre de San Giovanni, a la misma hora

– Deseaba verme, Eminencia. -La mole de Palestrina tapaba el vano de la celda de Marsciano.

– Sí.

Marsciano retrocedió un paso y Palestrina entró seguido de uno de los hombres de negro que cerró la puerta y se apostó a un lado, como un guardián. Era Antón Pilger, el joven con la sonrisa sempiterna y expresión despierta que hacía apenas unos días era el chófer de Marsciano.

– Quisiera hablar contigo en privado -dijo Marsciano.

– Como desees. -Palestrina alzó su enorme mano, y Pilger giró sobre sus talones y se marchó, reaccionando como un soldado, no como un policía.

Marsciano contempló a Palestrina durante largo rato, intentando leer sus ojos, antes de apuntar con un gesto lento de la mano a la pantalla silenciosa del televisor.

Las imágenes no hacían más que repetir el horror vivido en Hefei: un convoy de camiones con tropas del Ejército de Liberación circulaba por la ciudad, una multitud ocupaba las calles y, aunque no oyeran sus palabras, resultaba obvio que el corresponsal vestido de campaña intentaba describir la situación.

– Wuxi ha sido el segundo lago. -Marsciano estaba lívido-. Quiero que sea el último, que detengas la operación.

Palestrina esbozó una sonrisa:

– El Santo Padre se ha interesado por tu estado de salud y quería visitarte, pero le he explicado que te sentías muy débil y que necesitabas descansar.

– No más muertes, Umberto -susurró Marsciano-. Ya me tienes a mí, detén ese horror y te entregaré lo que estás buscando desde el principio.

– ¿Al padre Daniel? -Palestrina sonrió de nuevo, esta vez con benevolencia-. Me aseguraste que estaba muerto, Nicola…

– No lo está y, si se lo pido, vendrá. Anula la orden para el último lago y podrás hacer con nosotros lo que quieras. Nos llevaremos el secreto del Protocolo Chino a la tumba.

– Noble iniciativa, Eminencia, pero por desgracia, llega demasiado tarde. -Palestrina posó por un momento la vista sobre el televisor y se volvió de nuevo a Marsciano.

»Los chinos han capitulado y ya han solicitado los contratos. Aun así, en una guerra jamás debe darse marcha atrás y, por tanto, la campaña concluirá según lo previsto. -Palestrina se detuvo por un instante para que Marsciano comprendiese que cualquier protesta resultaría inútil-. En cuanto al padre Daniel, no es necesario que lo mandes llamar porque vendrá a verte. De hecho, es posible que en este momento él ya se encuentre en Roma.

– ¡Imposible! ¿Cómo iba a enterarse de dónde estoy? -gritó Marsciano.

– Se lo dijo el padre Bardoni -sonrió Palestrina.

– ¡No! ¡Jamás! -espetó Marsciano furioso-. ¡Jamás delataría al padre Daniel!

– Pues lo ha hecho, Eminencia… Al final lo convencí de que yo tenía razón y de que tanto tú como el cardenal vicario estabais equivocados y que el futuro de la Iglesia es mucho más importante que la vida de una persona, sea quien sea, Eminencia. -La sonrisa se esfumó de sus labios-. No lo dudes, el padre Daniel vendrá.

Marsciano nunca había sentido odio en su vida, pero en ese instante aborrecía a Palestrina con una intensidad que jamás había experimentado.

– No te creo.

– Como prefieras.

Palestrina introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta y saco una bolsita de terciopelo negro.

– El padre Bardoni te envía su anillo como prueba.

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