Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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– Estás cansado, Harry… -susurró Elena con tono reconfortante, como una madre habla a su hijo.

– Sí -asintió Harry, y levantó la vista para mirarla.

Elena iba vestida con el mismo traje que le habían dado los sacerdotes de Bellagio y llevaba el pelo recogido. A Harry le sorprendió pensar que era la primera vez que la contemplaba como mujer y no como monja.

– Yo he dormido en el coche, tú no. Deberías… acostarte… en la otra habitación, al menos hasta que llegue el padre Bardoni.

– Sí… -respondió Harry pero, de repente, un pensamiento cruzó su mente. De pronto tomó conciencia de que tenía un problema muy grave: Elena. La idea de Danny y el padre Bardoni era muy peligrosa, y no permitiría que ella se involucrara.

– Tus padres viven -comentó con cautela.

– ¿Qué tiene que ver eso con dormir? -respondió Elena con la misma cautela, ladeando la cabeza.

– ¿Dónde viven?

– En la Toscana.

– ¿A qué distancia se encuentra de aquí?

– ¿Por qué?

– Es importante.

– A unas dos horas en coche. Pasamos por delante cuando circulábamos por la autostrada.

– ¿Tu padre tiene coche? ¿Conduce? -preguntó Harry, esta vez con un tono más apremiante.

– Sí, claro.

– Quiero que lo llames y le digas que venga a Roma.

Elena sintió un acceso de rabia. Se reclinó sobre la pared y cruzó los brazos en gesto desafiante.

– No puedo.

– Si él saliese ahora, Elena, llegaría a Roma a las nueve, a las nueve y media como muy tarde. Dile que aparque delante del edificio y que no salga del coche. Bajarás cuando lo veas y os marcharéis de inmediato. Nadie sabrá que has estado aquí.

Elena notaba que la ira crecía en su interior. ¿Cómo se atrevía a decir una cosa así? Tenía sus sentimientos y su orgullo y ahora no iba a llamar a su padre para que fuese a buscarla como a una colegiala perdida en la ciudad.

– Lo siento, señor Addison, pero mi deber consiste en cuidar del padre Daniel, y permaneceré a su lado hasta que se me releve formalmente de esta obligación.

– Esto es muy fácil, hermana Elena: la relevo formalmente de su…

– ¡No eres mi madre superiora! -replicó Elena, y las venas se le marcaron en el cuello.

Guardaron un silencio tenso mientras se miraban a los ojos sin reparar en que ésta era su primera discusión de amantes, aunque nunca sabrían quién habría ganado.

¡Pam!

La puerta de la cocina se abrió de súbito y golpeó la pared con fuerza.

– ¡Harry!

Impulsándose en la silla con ambas manos, Danny irrumpió en el salón con el semblante aterrorizado y un teléfono móvil sobre las piernas.

– ¡No he podido contactar con el padre Bardoni! Tengo tres números suyos, uno es el del móvil que siempre lleva consigo, los he probado todos y nada, ¡no hay respuesta!

– Danny, tranquilízate.

– Harry, tendría que haber llegado hace quince minutos. ¡Si estuviera de camino, contestaría las llamadas del móvil!

CIENTO DIECINUEVE

Harry dobló la esquina de Vía del Parione y echó a andar calle abajo. Según su reloj eran las siete y veinticinco de la mañana, y hacía casi una hora que el padre Bardoni debía haberse presentado en el apartamento. Mientras andaba marcó otra vez el número del móvil desde el teléfono de Adrianna.

Nada.

El sentido común le decía que el padre Bardoni se habría retrasado por un motivo sencillo.

Enfrente estaba el edificio del padre Bardoni, el número 17. Danny le había asegurado que detrás había un callejón que conducía a una valla de madera por la que se entraba a la parte posterior del edificio donde, a la izquierda, debajo de una maceta de geranios, encontraría la llave.

Harry avanzó unos veinte metros hasta encontrar la puerta de madera, la abrió, y entró en un pequeño patio de grava. La maceta estaba donde tenía que estar y la llave debajo.

El piso del padre Bardoni también se hallaba en la última planta. Harry subió las escaleras aprisa. Aunque prefería pensar que no ocurría nada extraño y que el padre Bardoni tendría una explicación muy simple por su demora, en el fondo sentía lo mismo que Danny Addison al irrumpir en el salón. Terror.

Una vez en el rellano, Harry caminó por el pasillo hasta llegar a la puerta del padre Bardoni. A continuación, respiró hondo, introdujo la llave en la cerradura y comenzó a hacerla girar. Sin embargo, no era necesario. La puerta estaba abierta.

– ¿Padre?

No hubo respuesta.

– ¿Padre Bardoni? -Harry entró en la oscuridad del recibidor; ante él había un salón pequeño, muy funcional, parecido al del apartamento de Danny.

– ¿Padre?

Nada.

A la derecha, vio un pasillo estrecho con una puerta en medio y otra al fondo, ambas cerradas. Contuvo el aliento antes de dar vuelta al pomo de la primera puerta.

– ¿Padre?

La puerta daba a una habitación pequeña con una ventana al fondo. La cama estaba hecha y encima de la mesita de noche había un teléfono. Eso era todo.

Harry se disponía a salir cuando descubrió un teléfono móvil en el suelo; se preguntó si sería el que el padre Bardoni «siempre llevaba consigo».

De pronto Harry tuvo la sensación de que algo iba mal y de que no debía estar allí. Salió de la habitación y caminó despacio hacia la otra puerta. ¿Qué habría allí? Tanto su mente como su corazón le indicaban que se marchara de inmediato, que no abriese esa puerta.

Pero no era capaz de obedecer.

– Padre Bardoni -repitió.

Silencio.

Harry sacó un pañuelo del bolsillo y cubrió con él el pomo.

– Padre Bardoni -llamó en voz alta para que lo oyera al otro lado.

Sin respuesta.

El sudor le cubría el labio superior y el corazón le latía con fuerza. Hizo girar el pomo poco a poco, oyó el clic de la cerradura, y la puerta se abrió. Harry contempló el suelo blanco del cuarto de baño, el lavabo y la esquina de la bañera; empujó la puerta con el codo y la abrió por completo.

El padre Bardoni estaba sentado en la bañera, desnudo, con los ojos abiertos, mirando al vacío.

– ¿Padre?

Avanzó un paso y rozó algo con el pie. Las gafas de montura negra del sacerdote estaban en el suelo. Harry posó la vista de nuevo en la bañera.

No había agua.

– ¿Padre? -susurró, esperando obtener alguna respuesta. Pensó que quizás el padre Bardoni había sufrido un paro cardíaco cuando estaba a punto de abrir el grifo.

Dio otro paso al frente.

– ¡Dios mío!

Harry sintió que el corazón le daba un vuelco. Retrocedió con rapidez, boquiabierto de espanto. El sacerdote tenía la mano izquierda cercenada. Apenas había sangre, sólo un muñón donde antes se encontraba la extremidad.

CIENTO VEINTE

Milán, a la misma hora

Roscani oteó las pistas del aeropuerto mientras el helicóptero comenzaba el descenso. El detective había recibido al salir de Lugano un comunicado urgente y todavía le llegaba información. Castelletti y Scala hablaban por radio y tomaban notas en la parte posterior del helicóptero.

Roscani tenía en la mano los datos que había estado esperando, un fax breve pero revelador de la central de la Interpol en Lyon, Francia, que decía:

Los servicios de inteligencia franceses han determinado que Thomas José Álvarez-Ríos Kind ya no se encuentra en Jartum, Sudán, tal como se creía en un principio. Paradero actual: desconocido.

Roscani solicitó al cuartel central del Gruppo Cardinale que enviara una orden de busca y captura a todas las comisarías de Europa. También dispuso que se entregara a los medios de comunicación una fotografía reciente de Thomas Kind junto a un comunicado que lo declarara fugitivo de la justicia, buscado por el asesinato del cardenal vicario de Roma y por el atentado contra el autocar de Asís. En cuanto Roscani comenzó a sospechar de Kind, sus pensamientos se centraron en el autocar, pues la explosión llevaba el sello del terrorista que la policía y los servicios de inteligencia de todo el mundo tan bien conocían: cuando la ocasión era propicia, el terrorista utilizaba a hombres anzuelo en lugar de realizar el trabajo él mismo. La táctica consistía en matar al asesino, en dejar que llevara a cabo la tarea y deshacerse después de él de la manera más rápida posible; de este modo borraba todo indicio que apuntase a él o a quienes lo habían contratado.

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