Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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Harry clavó los ojos en Danny para asegurarse de que le había entendido, después abrió la puerta y se dispuso a salir.

– ¡Soy quien soy! -gritó Danny. Harry quedó paralizado, como si le hubieran clavado un puñal en la espalda. Dio media vuelta para mirar a su hermano-. El día que cumpliste trece años viste las palabras escritas en una roca del bosque cuando regresabas a casa por el camino que siempre tomabas cuan do no te apetecía ir a casa, y ese día en especial, no querías volver.

Harry sintió que le flojeaban las piernas.

– Fuiste tú…

– Fue mi regalo, Harry, el único que podía darte. Necesitabas confianza en ti mismo, era todo lo que teníamos. Y lo conseguiste, has construido tu vida alrededor de esas palabras y lo has hecho muy bien. -Danny no apartó la mirada de Harry-. Llegar a Roma lo significa todo para mí; ahora soy yo quien necesita un regalo, y tú eres el único capaz de dármelo.

Harry permaneció inmóvil. Danny acababa de sacarse un as de la manga. Entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí.

– ¿Cómo demonios llegaremos a Roma?

– Con esto…

Danny tomó un sobre amarillo de la mesita de noche y extrajo lo que contenía: unas matrículas largas, estrechas y blancas con las letras negras SCV 13 grabadas.

– Son matrículas del Vaticano, Harry, matrículas diplomáticas. Nadie detendrá un coche que lleve esto.

Harry alzó la vista.

– ¿Qué coche? -inquirió.

CIENTO TRECE

17.25 h

Ya sin disfraz de rabino y transformado de nuevo en un cura, el padre Jonathan Arthur Roe de la Universidad de Georgetown recorría, en hora punta, las calles de Lugano en busca del Mercedes gris que el padre Bardoni había aparcado al otro lado de los raíles, arriba de la estación, en Via Tomaso.

Siguiendo las indicaciones de Veronique, Harry tomó el funicular hasta la Piazza della Stazione, cruzó la calle hasta la estación y entró en el edificio. Con la cabeza gacha, intentando por todos los medios rehuir la mirada de la gente, se abrió paso entre las personas que esperaban el tren, buscando un sitio por donde cruzar la vía y llegar a las escaleras que conducían a Via Tomaso.

No hacía más que pensar en el viaje a Roma y en lo que le convenía hacer con Elena. Debido a su agitado estado mental, no estaba preparado para lo que sucedió cuando dobló una esquina de la estación.

De pronto, de la multitud surgieron seis policías uniformados que caminaban decididos hacia el tren que acababa de llegar, pero no iban solos; los acompañaban tres prisioneros con cadenas y esposas. El segundo, que pasó por delante de Harry, era Hércules. Las cadenas apenas le permitían caminar con las muletas, pero aun así seguía adelante. En ese momento, sus miradas se cruzaron, pero Hércules desvió la vista de inmediato para proteger a Harry de los ojos inquisitivos de los policías, que podrían preguntarse de qué conocía al prisionero. A continuación, hicieron subir a los esposados al tren.

Harry vio de nuevo al enano un momento después, mientras un agente le sujetaba las muletas y lo ayudaba a sentarse junto a la ventana. Harry se abrió paso entre la multitud hasta la ventana. Hércules lo observó llegar, sacudió la cabeza y desvió la mirada.

Sonó la señal y el tren, con precisión suiza, abandonó la estación a la hora en punto en dirección al sur de Italia.

Harry, aturdido, dio media vuelta y siguió buscando las escaleras de Via Tomaso. En cuestión de segundos, Hércules, que había aparecido con el rostro pálido y expresión resignada, pareció revivir al divisar a Harry e intentar protegerlo. Por un breve instante, el enano había recuperado una razón para vivir.

Siena, Italia, comisaría central de policía, 18.40 h

Roscani había llegado al extremo de sostener un cigarrillo apagado entre los dedos y llevárselo a la boca de vez en cuando; pero se había prometido a sí mismo que no pasaría de allí. Por muy frustrado o ansioso que se sintiera, no lo encendería. Con un gesto ceremonioso y a fin de poner a prueba su voluntad, extrajo una caja de cerillas del bolsillo de la chaqueta, arrancó una y dejó el paquete en un cenicero. Encendió la cerilla y la acercó al resto y, en ese instante, sintió remordimientos. Dejó la cerilla y acto seguido tomó las hojas de la compañía telefónica para revisarlas una vez más. La lista de llamadas estaba ordenada por fecha y hora y figuraban tanto las recibidas como las realizadas desde el despacho de la hermana Fenti y su domicilio particular desde el día de la explosión del autocar hasta la fecha. En total, trece días.

Dos agentes que esperaban en el pasillo para prestar ayuda a Roscani vieron al ispettore descolgar el teléfono y marcar un número. Esperó un momento, dijo algo y colgó. De golpe se puso en pie y caminó por el despacho fumando un cigarrillo apagado. De repente, sonó el teléfono, Roscani lo levantó en el acto y, asintiendo con la cabeza, anotó algo en un papel, lo subrayó, respondió algo y colgó. Medio segundo después, tiró el cigarrillo a la papelera, tomó el papel y se dirigió a la puerta.

– Necesito que uno de vosotros me lleve al helipuerto -dijo al salir al pasillo.

– ¿Adónde va? -preguntó el agente que seguía a Roscani por el pasillo.

– A Lugano, Suiza.

CIENTO CATORCE

Lugano a la misma hora

Al atardecer, con un cielo que amenazaba lluvia, un Mercedes gris oscuro con matrícula del Vaticano y dos sacerdotes en el asiento delantero abandonó la ciudad de Lugano. Pasaron por los hoteles situados frente al lago antes de torcer por Via Giuseppe Cattori y dirigirse a la carretera N2 que los conduciría al sur hasta Chiasso y después a Italia.

Sentada en el asiento posterior, Elena observaba a Danny indicar el camino a Harry con la vista fija en un mapa iluminado por la luz situada sobre el espejo retrovisor. La enfermera notaba la tensión que había entre ambos hermanos. No sabía qué sucedía con exactitud, pues Harry no le había explicado nada al respecto; sólo le había ofrecido la posibilidad de quedarse en Lugano, pero ella se había negado: iría adonde fueran ellos, y no había más que hablar. La enfermera recordó a Harry que tenía una obligación y que el padre Daniel seguía a su cargo; además, era italiana, factor que les había ayudado en más de una ocasión. Harry sonrió ante su determinación.

Al llegar a la autopista, Danny apagó la luz y quedó a oscuras. Elena sólo veía a Harry. Iluminado por la luz del salpicadero, él se convirtió en el objeto de su atención, con el movimiento tenso de los dedos sobre el volante y su concentración en la carretera. Harry se recostaba en el asiento para, acto seguido, inclinarse de nuevo hacia delante, haciendo patente su nerviosismo. Quedaba claro que ir a Roma no había sido idea suya.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Harry.

Elena vio que la observaba por el espejo retrovisor.

– Sí… -sus miradas se cruzaron, y se contemplaron en silencio.

– Harry -le advirtió Danny.

Los ojos de Harry abandonaron a Elena y se posaron en la carretera. El tráfico delante de ellos empezaba a aminorar la marcha, y ante ellos apareció de pronto el inconfundible brillo blanco rosado de las lámparas de vapor de mercurio en medio de la oscuridad de la noche.

– La frontera italiana -señaló Danny alerta.

Elena observó a Harry apretar el volante con las manos y sintió que el Mercedes frenaba. Harry la miró una vez más por el espejo antes de dirigir la vista a la carretera.

CIENTO QUINCE

Pekín, jueves, 16 de julio

Poco después de la una de la mañana, la limusina negra de Pierre Weggen entró en el complejo privado de Zhongnanhai, residencia de la mayoría de los gobernantes de China. Cinco minutos más tarde, el banquero suizo siguió al solemne presidente del Banco de la República Popular China, Yan Yeh, a un gran salón de la casa de Wu Xian, secretario general del Partido Comunista.

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