Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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Castelletti y Scala tampoco habían sacado nada en claro. Habían concluido la investigación en Bellagio con el interrogatorio a monseñor Jean-Bernard Dalbouse, sacerdote de origen francés de la iglesia de Santa Chiara y a sus empleados, tanto clérigos como seglares. El resultado del exhaustivo interrogatorio era que todos y cada uno de ellos negaban haber recibido la llamada de un teléfono móvil de Siena, registrado a nombre de la hermana Fenti, a las 4.20 h de la madrugada anterior.

Mentían, todos mentían.

¿Por qué?

Lo sacaban de sus casillas. Todos se arriesgaban a pasar una larga temporada en prisión pero, a pesar de ello, ninguno había cedido en su postura. ¿A quién o qué estaban protegiendo?

Roscará salió de la casa de Veronique y echó a andar solo por la calle. El barrio parecía tranquilo, y los vecinos dormían. A lo lejos, el lago Lugano también estaba en calma. Semejaba un espejo sin una sola ola. ¿Qué hacía allí? ¿Buscaba pistas que otros habían pasado por alto? ¿Intentaba emular a su padre? ¿Se movería en círculo hasta obtener alguna respuesta? ¿O acaso intuía que ése era el lugar donde debía estar? Se sentía como una especie de imán atraído hacia un montón de serrín en busca de un clavo perdido. Roscani se dijo que se encontraba allí para encontrar la assoluta tranquilina, sacó un paquete de cigarrillos arrugado de la chaqueta, se llevó uno a los labios y dio media vuelta para regresar a la casa.

No había avanzado ni cinco pasos cuando lo vio, en el borde de la acera, debajo de un matorral que impedía que la lluvia de la noche anterior lo empapara: un sobre amarillo con la huella de una rueda encima.

Tiró el cigarrillo y se agachó para recoger el sobre. Estaba más destrozado de lo que parecía a primera vista, como si se hubiera quedado adherido al neumático mojado y hubiera girado varias veces antes de desprenderse por la aceleración. En la superficie había algo grabado, como si hubiera contenido algo rígido y duro en su interior.

Roscani regresó a la casa y encontró a Veronique Vaccaro -todavía furiosa por el interrogatorio y la presencia prolongada de la policía-, sentada en la cocina con un albornoz y una taza de café en una mano, mientras con la otra tamborileaba sobre la mesa, impaciente, como si con este gesto fuera a lograr que la policía abandonara su casa de inmediato. Con cortesía, Roscani le pidió un secador.

– Está en el cuarto de baño -respondió ella en italiano-. ¿Por qué no se da un baño, de paso, y se echa una siesta en mi cama?

Roscani pasó junto a Castelletti y le dirigió una media sonrisa antes de entrar en el cuarto de baño de Veronique y tomar el secador.

Castelletti entró y permaneció de pie detrás de Roscani mientras éste alisaba el sobre contra el borde del lavamanos y pasaba un lápiz por encima. Poco a poco, apareció en el papel la imagen de lo que había contenido.

– ¡Dios mío! -Roscani se detuvo de repente.

Al levantar el sobre distinguió las letras y números exclusivos de una matrícula diplomática.

SCV 13.

– Ciudad del Vaticano -señaló Castelletti.

– Sí, Ciudad del Vaticano.

CIENTO DIECIOCHO

Roma

Eran casi las cinco de la mañana, todavía de noche, cuando Danny ordenó a Harry que se detuviera frente al número 22 de Via Niccolò V, un bloque de apartamentos antiguo pero bien conservado en una calle flanqueada por árboles. Después de cerrar el coche, Harry y Elena empujaron la silla de Danny hasta el ascensor y subieron al último piso. Danny extrajo un juego de llaves de un sobre que le había entregado el padre Bardoni en Lugano, escogió una y abrió la puerta del piano 3a, un apartamento interior muy espacioso.

Una vez dentro, Danny, visiblemente cansado tras el largo viaje, se fue a la cama. A continuación Harry echó un vistazo a los alrededores y se dispuso a salir, no sin antes advertir a Elena que no abriese la puerta a nadie más que a él.

Siguiendo las instrucciones de Danny, condujo el coche a varias manzanas de distancia y sustituyó las matriculas del Vaticano por las originales. Después cerró el Mercedes, dejó las llaves en el interior y abandonó el lugar con las matrículas del Vaticano escondidas debajo de la chaqueta. Quince minutos más tarde se encontraba de nuevo en el ascensor del número 22 de la Via Niccolò V, subiendo hacia el apartamento. Eran las seis de la mañana. En menos de media hora recibirían la visita del padre Bardoni.

A Harry no le gustaba todo aquello. La idea de que Danny, en su estado, y el padre Bardoni rescataran al padre Marsciano le parecía demencial. No obstante, Danny estaba decidido y el padre Bardoni también, en cambio para Harry la operación sólo tenía una lectura: Danny moriría en el intento, como sin duda había planeado Palestrina.

Además, si Farel había tendido una trampa a Danny para acusarlo del asesinato del cardenal vicario y el policía del Vaticano trabajaba a las órdenes de Palestrina, esto significaba que el secretario de Estado había organizado el asesinato y que Marsciano estaba al corriente porque, de lo contrario, no lo habría hecho prisionero. Quedaba claro que era Marsciano quien se había confesado con su hermano. En consecuencia, si Palestrina mataba a Danny, eliminaría la única pista que lo señalaba a él.

¿Con quién podía hablar Harry? ¿Con Roscani? ¿Adrianna? ¿Eaton? ¿Qué iba a contarles? No tenía más que conjeturas. Aunque dispusiera de alguna prueba, el Vaticano era un Estado soberano donde no pesaban las leyes italianas, con lo cual, fuera del Vaticano, nadie contaba con la autoridad legal para actuar. De todos modos, si decidían hacer algo al respecto, Marsciano moriría. Ésta era la gran preocupación de Danny, dispuesto a hacer cualquier cosa para evitarlo, incluso sacrificar su propia vida.

– ¡Mierda! -exclamó Harry al entrar en el apartamento y cerrar la puerta tras de sí.

Estaba metido en buen un lío, como Danny, pero no sólo por ser su hermano, sino porque había prometido que no permitiría que nadie acabara con él como el hielo acabó con Madeline. ¿Por qué? ¿Por qué se dedicaba a hacer esta clase de promesas a su hermano?

– No he estado en Roma muchas veces, así que al principio no estaba segura de dónde nos encontrábamos…

Elena interrumpió los pensamientos de Harry.

– ¿Qué quieres decir?

– Mira.

Elena guió a Harry hasta un ventanal a un lado del salón. La claridad del sol revelaba un paisaje que había permanecido oculto en la oscuridad de la noche: al otro lado de la calle se divisaba una muralla de ladrillo amarillo que se extendía a ambos lados hasta donde alcanzaba la vista. A la derecha de la pared había un grupo de edificios sin rasgos distintivos y, a la izquierda, se entreveían las copas de varios árboles, como si tras la muralla hubiese un parque.

– No comprendo… -respondió Harry desconcertado por el interés que mostraba Elena.

– Es el Vaticano, señor Addison…

– ¿Estás segura?

– Sí, he paseado alguna vez por esos jardines situados al otro lado del muro.

Harry miró de nuevo e intentó encontrar un punto reconocible para orientarse respecto a la plaza de San Pedro, pero le resultó imposible. Se disponía a hacer otra pregunta a Elena cuando levantó la vista y sintió un escalofrío: lo que había tomado por el perfil urbano era en realidad un edificio enorme aún en penumbra, pero cuya cúpula brillaba bajo la luz del sol. Era la basílica de San Pedro.

– ¡Dios mío! -murmuró. No sólo habían llegado a Roma sin problemas, sino que les habían entregado las llaves de un apartamento situado a tiro de piedra de la prisión de Marsciano.

Por un instante, Harry apoyó la cabeza en el cristal y cerró los ojos.

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