Jordi Sierra i Fabra - El asesinato de Johann Sebastian Bach

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«Laura Torras era todo lo que los solitarios y no tan solitarios sueñan alguna vez en la monotonía de su existencia». Una mañana de verano de Barcelona en un edificio de la calle, Johann Sebastian Bach, Daniel Ros descubre en el piso de enfrente el cuerpo destripado de su vecina. Ha sido víctima de un verdadero sádico. Pocos minutos después, conoce a Julia, una chica muy atractiva que aparece en el piso de Laura y dice ser su prima.
En vez de llamar a la policía, el periodista decide comenzar su propia investigación y descubre, poco a poco, que detrás de su oficio de modelo, Laura, escondía una vida mucho menos fascinante. Testarudo y con don para verse envuelto en líos, el periodista sigue varias pistas que llevarán hasta diversos sospechosos y, sobre todo, a volver a encontrarse con Julia, cuyas mentiras le dejan tan confundido como sus encantos juveniles.
En un juego de pistas a través de la ciudad, envuelto de imágenes que evocan escenas del cine americano, Daniel Ros descubre que el glamour puede transformarse, en ocasiones, en una película de terror.

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– ¿Iba incluida en el alquiler del piso? -le susurré.

– No. -Me pasó la lengua por los ojos, para que los cerrara, y después lo hizo por la boca-. Ya pago bastante al mes por todo lo demás. La cama es mía.

Volví a abrir los ojos. Quería verla.

– Entonces eres una caprichosa.

– Sí.

– Me gusta.

– Cállate, ¿quieres?

Todo en su cuerpo era increíble.

Y la escena.

Así que no recuerdo que dijéramos nada más.

XXVIII

A pesar del éxtasis sexual, no tuve lo que se dice buenos sueños. Tampoco sé cuándo me dormí, ni falta que hace. Desde luego no fue antes de las tres horas, cuando dejamos atrás todo un universo de sensaciones que me llevaron a un mundo desconocido para mí. Me pudo el cansancio, porque yo habría deseado seguir despierto, y continuar, continuar, continuar…

Tuve media docena de pesadillas, con Laura siempre metida en ellas. Y también Álex. Un Álex sin rostro convertido en el Correcaminos, porque no paraba de entrar y salir a toda velocidad sin que yo lograse retenerle. A Laura la veía viva, muerta, moviéndose con el cuerpo destrozado igual que en la película La noche de los muertos vivientes, o como la zombi de tantas otras de serie B. En algún momento estábamos en una gran fiesta en la que no faltaba nadie, Ángeles y Jordi, Paco y Pepa, Mariano, el periódico en pleno, y también Constantino Poncela, Plácido, Ágata Garrigós, los padres de Laura, Robi, Luis Martín, Andrés Valcárcel, Elena Malla…

La única que no aparecía era Julia.

No, Julia no estaba en ninguno de los sueños, y yo la buscaba, la buscaba, la llamaba.

– ¡Julia!

Estaba en una cama enorme, como un campo de fútbol. Yo extendía la mano y palpaba las sábanas. Entonces el campo se convertía en una piscina, una gran piscina llena de olas que me hacían subir y bajar. Pero Julia no aparecía por ningún lado.

– ¿Julia?

Abrí los ojos.

Lo que se movía era el colchón acuático de aquella cama extravagante.

Y, desde luego, Julia no se encontraba en ella.

Me incorporé de un salto. Estoy habituado a dormir a oscuras, completamente a oscuras, así que un poco de claridad me despierta. Pero ya era de día, tarde, la persiana estaba subida y aquello parecía un solárium. Debía de estar muy agotado para no abrir los ojos con la primera claridad.

Y seguía agotado, dolorido, aunque ya no sólo por la paliza de Plácido.

– Mierda… -gemí.

La alarma se me disparó en la mente. Me levanté de un salto. No tenía nada que ponerme, así que salí desnudo de la habitación. Sesenta mil razones me gritaron que era idiota. Salí al pasillo y en tres zancadas me planté en la sala. Allí me detuve, muy cortado.

Las sesenta mil razones seguían en el maletín, depositado en el mismo lugar que la noche anterior, mientras Julia, sentada en el sofá y con el teléfono sobre las rodillas, me miraba con expresión divertida. Llevaba la misma camisa de la noche anterior, sólo que sin abrochar, y unas braguitas blancas, minúsculas, en forma de V. Tenía el cabello igual de alborotado, a lo Farrah Fawcett, a lo Julia Roberts, a lo…

– Buenos días -me saludó.

– Hola -dije con la boca pastosa.

Reparó en mi entrepierna y se echó a reír.

– Yo también me alegro de verte.

– Eso lo dijo Mae West en una película. -Me sentí aún más cortado.

– Sí, supongo que ya no queda nada original -convino recuperando un deje de tristeza.

– ¿Álex sigue comunicando? -pregunté.

– Sí. -Dejó el teléfono a un lado y se levantó.

Fue una sacudida.

– Julia…

– Ahora no, por favor. -Puso una mano por delante, a modo de pantalla, y no ocultó su malestar-. Será mejor que te vayas. No quiero que llames a la policía desde aquí.

Podía entenderlo.

– ¿Qué vas a hacer tú?

– ¿Qué quieres que haga? Esperar.

– ¿Esperar qué?

– ¡No lo sé, joder, no lo sé! -Se puso a gritarme como en sus mejores momentos-. ¿Vas a empezar de nuevo con las preguntas?

Cuando se enfadaba era diabólica. Pero también lo era cuando hacía el amor. Formaba parte de su naturaleza. Vehemencia y pasión. Algo que me había devuelto por la vía más directa. No quiso seguir viéndome y echó a andar camino de su habitación. No la retuve. Alborotó el aire a su paso y yo me resigné. Fui al cuarto de baño, me lavé un poco y me puse la misma ropa del día anterior. De regreso a la sala capturé mi camisa y la chaqueta. Julia reapareció en el mismo momento. Seguía descalza, mostrando sus hermosos pies, pero se había puesto unos pantalones, con la misma camisa sin abrochar y anudada sobre el ombligo. No parecía que acabase de levantarse de la cama después de haber dormido poco. No tenía ojeras ni restos de cansancio. Cualquier fotógrafo habría podido hacerle una sesión sin problemas. Al menos es lo que se me ocurrió.

En cambio ella me endilgó un seco:

– Tienes un aspecto horrible.

– Mi valet no me ha traído la ropa -me justifiqué-. Olvidé decirle dónde estaba. No suelo dormir fuera de casa.

– Te creo -volvió a pincharme.

– ¿Qué te sucede? ¿A qué viene este cambio?

Estaba molesta, o enfadada, o todo a la vez. Volvía a pelearse con el mundo entero.

– Oye, pasa de mí, ¿vale? -dijo, muy seca.

Tal vez se estuviese arrepintiendo de lo de la noche anterior.

– Te has levantado con el pie izquierdo, ya veo. -No quise discutir.

– No es eso. Lo que pasa es que es de día y los problemas siguen estando ahí. Esto es un marrón…

Ya no había magia. No quedaba nada salvo, como mucho, una retirada honrosa. Me acerqué a ella pero ella se apartó de mí, rehuyendo mi mirada, con los ojos fijos en el suelo.

Caso perdido.

– De acuerdo -me rendí-. Sea lo que sea que haya hecho, lo siento.

Caminé en dirección al maletín negro. Sentí sus ojos en mi espalda. Lo tomé por el asa y mi cabeza empezó a dar vueltas.

– ¿Por qué no te vienes conmigo? -probé por última vez.

– ¿Con el dinero?

– No. Conmigo, a casa de Álex, y luego a la de los Poncela.

– Vas a devolverlo.

– Sí.

– Estás loco.

– Soy precavido, nada más. Y honrado.

– Ya.

– Me duele que no lo entiendas.

– Y a mí me cabrea que no lo entiendas tú. Eso es dinero negro, limpio y negro. Al imbécil ese no le importa.

– ¿Estarás aquí?

– ¿Dónde quieres que esté?

– Te llamaré. O volveré más tarde, dependiendo de cómo vaya todo.

Esperaba un «No lo hagas» o un «Vete a la mierda», o cualquier frase de las suyas, pero no dijo nada. Busqué su bolso con la mirada y al localizarlo dejé el maletín y caminé hacia él. Fue al cogerlo cuando ella cambió. Toda su calma, su fría serenidad, su enfado y su comedia se vinieron abajo.

Se traicionó a sí misma por primera y única vez.

– ¡Eh, eh! ¿Qué haces?

– Nada. -Miré en el interior de aquella inmensidad-. ¿Por qué?

– Deja eso. No me gusta que hurguen en mis cosas.

Estaba pálida.

– Sólo iba a buscar las llaves del coche de Poncela. Las metiste ahí dentro.

– ¿Vas a llevártelo? -quiso despistar demasiado tarde.

– Sí.

Volví a meter la mano y atisbar dentro. Julia se me echó encima.

– ¡Deja eso!, ¿quieres? ¡Ya las buscaré yo!

No me gustó la forma de empujarme, ni su nerviosismo, ni el modo en que quiso recuperar su bolsa. Pasé de la sospecha a la certeza. Algo acababa de romperse en nuestro frágil equilibrio impuesto por el intercambio sexual. No le di el objeto de su deseo; al contrario, lo retuve tirando de él. Eso hizo que acabase de volverse loca.

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