– ¿Cuánto hay? -logró hablar.
– Sesenta mil.
– Dios…
– Julia.
No me hizo caso. Alargó la mano derecha y acarició uno de los fajos. Acabó cogiéndolo para sentirlo un poco más. Pasó los billetes a toda velocidad y los dejó resbalar por el dedo pulgar.
– Julia -repetí a modo de advertencia.
– ¿Qué?
Se dirigía a mí, pero en este momento no estaba conmigo. Vivía un intenso romance con el dinero.
– Vamos en un coche robado, con sesenta mil euros que no nos pertenecen, y para terminar de aderezarlo todo, tenemos un cadáver escondido. Si un coche de la policía nos parase ahora, aunque fuera para preguntar la hora, se nos caería el pelo. Lo más seguro es que ni siquiera tuviéramos el consuelo de que nos encerrasen juntos. Nadie va a creernos.
– Sí -suspiró.
– Pues andando.
Salimos del coche y yo me llevé el maletín. Me costó mover el cuerpo, aunque estaba mejor de lo que creía. Ella tomó su bolsa. Cerró con llave y las echó dentro con gesto maquinal. Caminamos hacia su edificio, pero ahora ya no éramos dos, sino tres.
– ¿Para qué se supone que iba a servir esa pasta?
– Para comprar unas fotografías, probablemente los negativos.
– Entonces ese hombre…
– Un cliente de Laura.
Se mordió el labio inferior, con fuerza, y tragó saliva. No sé si todavía creía en la inocencia de su amiga o no, pero aquello era el golpe final. Si por el contrario conocía toda la verdad, aquélla era la prueba de que alguien se había negado a pagar.
– Mierda -gimió.
Recordé algo de pronto.
– Espera, dame las llaves del Audi.
– ¿Qué pasa?
– Hemos olvidado algo.
Retrocedimos, los dos. Antes de llegar al coche buscó las llaves en su bolsa. Las encontró a la primera. Debían estar encima de todo lo que hubiera allá dentro. Me las pasó y abrí la portezuela del conductor. Miré en la guantera y lo primero que encontré fue una pistola.
Julia también la vio.
– ¿Es de verdad?
– Te apuesto lo que quieras a que sí.
No la agarré con la mano. Utilicé uno de los pañuelos de celulosa. Me llevé el orificio del cañón a la nariz y la olí. No parecía haber sido disparada recientemente, aunque a Laura la habían cortado con un cuchillo. La dejé otra vez en su lugar y ahora me dediqué a los papeles. El vehículo estaba a nombre de…
– Constantino Poncela Diumaret.
– ¿El marido de Ágata Garrigós? -se asombró Julia.
– Todo un círculo cerrado, ¿no te parece?
– No puedo creerlo.
– Pues aquí hay sesenta mil razones para creerlo.
– No entiendo nada.
– Pues está muy claro, encanto. -Salí del coche y volví a cerrarlo. Las llaves fueron a parar de nuevo al bolso de Julia porque me las quitó de la mano-. Tu historia del amor de Poncela y Laura ya no se sostiene. Álex los fotografió haciéndolo y querían venderle los negativos. Lo que no sé es cómo se enteró Ágata Garrigós, ni para qué quería comprarlos también ella. O puede que se lo dijeran. Jugaban a dos bandas.
– No puede ser. Laura me contó lo de la visita de esa mujer. Dijo que quería a su marido, y me pidió que fuese a verla para tranquilizarla con respecto a la relación que tenía con él. No tiene sentido.
Más mentiras, y ahora el que estaba cansado era yo.
No quería discutir.
Julia tenía que saber más, mucho más, y muerta Laura había intentado aprovecharlo. Era tan sencillo como eso.
Pero yo buscaba a un asesino, no a una chantajista. Al diablo con aquello.
– ¿Vamos a tu casa? Estoy cansado.
Ella también se alegró de no seguir hablando del tema.
Reiniciamos el camino, en silencio. Hubo un momento en el que sentí una punzada en la espalda y me doblé. Julia me pasó un brazo por detrás, como si quisiera sostenerme. Me gustó.
Mi mentirosa patológica tenía corazón.
– Ve a darte un buen baño -sugirió.
– Me hará falta algo más que un baño -rezongué.
– Entonces te daré un masaje -dijo con toda naturalidad-. Te voy a dejar como nuevo.
Hay frases cinematográficas que siempre me han hecho sonreír. Una es la habitual «¿Estás bien?», que se repite en todas las películas, y en ocasiones una docena de veces por hora. Pase lo que pase, alguien pregunta: «¿Estás bien?». La otra es todavía más sintomática: «Ponte cómodo». Tiene sus variantes, tales como «Me voy a poner cómoda» o, en plan interrogante, «¿No quieres ponerte cómodo?». Sea como fuere, la resultante es una dosis de sexo y pasión, porque ponerse cómodo es aligerarse de ropa, ofrecerse, forzar el primer nexo.
Me sonó a bendición cuando la empleó Julia.
– Voy a ponerme cómoda.
Me dejé caer en una silla, ni siquiera fue una de las butacas o sofás que llenaban el espacio. Si me desparramaba en algo demasiado confortable tal vez no pudiera volver a levantarme. De todas formas no estaba tan mal como creía. Dolorido, y vacío después de devolver, pero no comatoso. Estar con Julia me animaba. Pasar la noche allí, todavía más. De una manera infantil, cierto, pero me animaba. Seguía sin saber a qué carta quedarme con mi mentirosa compañera. Una mentirosa compulsiva que tal vez lo fuera para protegerse, como simple acto de defensa, o quizá por algo más. Pero no tenía ganas de averiguarlo esta noche. Fin de la investigación.
Oí ruidos, un grifo que se abría, una bañera que se cerraba. Cuando reapareció se había puesto cómoda sin tener en cuenta que su comodidad podía ser mi incomodidad. Lo único que llevaba encima era una larga camisa, holgada, abrochada apenas y que le llegaba hasta la mitad de los muslos. Lo tapaba todo pero no ocultaba nada. Puse cara de enfermo, pero ella lo interpretó de otro modo.
– Ven, te ayudaré.
Tiró de mí y me sostuvo en pie. Me ayudó a quitarme la camisa. Casi nunca sudo, pero después de un día de ir para arriba y para abajo, creo que olía a tigre de Bengala. Ella no. La dejó junto a mi chaqueta, tan arrugada que ya no quedaba un hueco liso. Yo la dejé hacer. Se puso a mi espalda y me examinó el cuerpo. Sus dedos rozaron mi piel, presionaron la carne. Fueron una caricia.
– No tiene tan mal aspecto -dijo.
– ¿Se nota mucho?
– Está un poco comatoso, nada más. ¿Te duele?
– Estoy algo agarrotado.
– En unos minutos te sentirás mejor, ya verás.
Me dejó solo, salió de la sala. La bañera seguía llenándose a lo lejos. Cuando reapareció me anunció:
– Tienes el baño a punto, ven.
La bañera estaba medio llena y ya tenía burbujitas. Era grande, cabían dos personas.
– No sé si te gusta el agua muy caliente o más bien fría con este tiempo, así que tú mismo te gradúas el resto -me indicó-. De todas formas no te iría mal que tomaras el baño un poco caliente, para que se te abrieran los vasos y los poros. Si necesitas algo, me llamas.
La habría llamado ya. Me estaba sucediendo lo que a todos los tíos que están solos con una mujer en una casa. Te entran sudores. Julia me dejó y salió del cuarto de baño, así que me enfrenté a la realidad. Me quité los zapatos, los calcetines, los pantalones y los calzoncillos. El agua quemaba. De haber estado en mi casa hubiera aullado. Tarde dos o tres minutos de intenso sacrificio, mientras el agua fría que caía del grifo nivelaba tanto ardor, en meterme dentro. Luego le di la razón a ella. Me sentí mucho mejor. A pesar de la paz y el silencio, no estuve más de diez minutos en la bañera. Prefería estar con ella. Me sequé con cuidado y me puse el albornoz que ella había dejado colgando de la puerta. Dado que Julia era más alta que yo, no supe si era el suyo, pero me dejé abrazar por él. Cuando salí, Julia tenía el maletín negro sobre las piernas, abierto, y miraba su contenido con ojos indefinibles.
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