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Alicia Bartlett: Donde Nadie Te Encuentre

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Alicia Bartlett Donde Nadie Te Encuentre

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Un psiquiatra de La Sorbona especializado en mentes criminales viaja a la Barcelona de 1956. Quiere realizar un estudio sobre el caso de Teresa Pla Meseguer, llamada La Pastora, una mujer acusada de veintinueve muertes. Se trata del maquis más buscado por la Guardia Civil, y se ha convertido en una leyenda popular porque sigue libre. Sólo un periodista barcelonés parece tener claves importantes en torno al personaje, pero lo que el viajero francés le propone es algo fuera de lo normal: no desea datos sobre Teresa, sino un encuentro cara a cara. El idealista Lucien Nourissier y el cínico Carlos Infante emprenderán ese viaje a las tierras del Maestrazgo, donde se esconde su casi imposible objetivo. A lo largo de su investigación deberán sortear la vigilancia de los guardias, distinguir las pistas verdaderas de las falsas y esquivar los mil obstáculos que les salen al paso. La novela se convierte entonces en una búsqueda, en una huida, en una aventura que nos descubre las miserias y la humanidad de una España terrible. Y en el centro de este relato crudo y fascinante que se lee sin tregua, más allá del mito del guerrillero, emerge el personaje insospechado de la Pastora, histórico y real, que fue tanto mujer como hombre, y siempre estuvo en fuga del mundo y de sí mismo. Donde nadie te encuentre es una novela sobre el redescubrimiento de nuestro pasado y la infinita soledad del ser humano.

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El psiquiatra, abrumado por la diatriba de Infante, se miraba las manos cuidadas, masajeaba suavemente sus dedos largos. Al fin levantó la vista y dijo en voz muy baja:

– De acuerdo, tendrá esa cantidad. Queda descartado pedirla en el departamento de mi universidad, pero cuento con recursos personales para afrontarla. ¿Quiere que firmemos un contrato privado?

El periodista soltó una carcajada histriónica y se quedó mirándolo, divertido.

– No creo que fuera un documento de mucha validez. Me temo que tendremos que fiarnos el uno del otro. ¿Confía usted en mí, doctor Nourissier?

El médico lo miró durante un instante, luego declaró con toda calma:

– Nunca confiaría del todo en alguien que sólo actúa por dinero.

– Somos entonces antagónicos. Yo no confío en los que se apasionan demasiado por ideas.

– Intentaremos salvar esas distancias.

– Eso espero.

– ¿Cuándo empezamos?

– Dentro de un mes. Necesito tiempo para prepararlo todo, tantear el terreno, buscar contactos, perfilar las estrategias.

Nourissier sacó un pequeño calendario de su bolsillo, lo consultó.

– ¿Le parece bien el tres de octubre? Yo llegaré un día antes desde París.

– Trato cerrado. Hay algo que quiero preguntarle: si encontramos a La Pastora, una vez que se haya entrevistado con ella, ¿piensa denunciarla?

– No, en ningún caso. Mi labor es analizar, no juzgar; y reclamo de usted que tampoco lo haga.

– Pierda cuidado, no pienso intervenir en el curso de la historia. En cualquier caso, tiene usted mucha suerte de ser francés; en España siempre juzgas o eres juzgado. Éste es un país de jueces y reos, ya lo verá.

El psiquiatra se encogió de hombros, se puso en pie y empezó a enfundarse su elegante gabán de paño gris. Le dio la mano a su anfitrión sin mirarlo a la cara y enfiló la salida a toda velocidad. De pronto no soportó por más tiempo la visión de aquella casa destartalada. Necesitaba aire fresco, librarse del cosquilleo que le provocaba en la nariz el polvo que flotaba en el aire. Cuando ya había descendido dos pisos, oyó la voz de Infante llamándole por el hueco de la escalera:

– ¡Lucien, cómprese pantalones de pana y jerséis gruesos! Allí adónde vamos puede hacer mucho frío. ¡Hágase también con una zamarra de piel!

– ¿Una qué?

– Cualquier prenda de abrigo que no sea el precioso gabán de cachemir que lleva puesto. Dudo de que sea adecuado para el monte.

El francés no respondió. Retomó la bajada con mal humor. El perenne tono mordaz de su futuro compañero de viaje empezaba a resultarle desagradable.

Infante cerró la puerta y sonrió. Tal y como había advertido desde el principio, aquel tipo era un niño pera, un auténtico hijo de papá. Había calculado bien la cantidad que podía pedirle, aunque probablemente hubiera sido posible aumentarla un poco más. Daba igual, ciento cincuenta mil pesetas y su propio mantenimiento durante tres meses estaba bien. No contaba con las últimas cincuenta mil porque estaba seguro de no encontrar a La Pastora. ¡Valiente fantasía!; debía tratarse sin duda de un soñador, de un individuo quimérico, idealista, poco práctico. Aunque a él poco le importaba si andaba tras una bandolera o el mismísimo Toisón de Oro. Haría su trabajo, cobraría y en paz. ¡Viva la ciencia!, exclamó para sí. Acto seguido lamentó no tener siquiera una botella de anís para celebrar su buena suerte con un traguito.

Tortosa, 3 de octubre de 1956

El río Ebro corría con fuerza por su cauce arrastrando algunas ramas de árboles, generando a su paso remolinos terrosos. La visión de Tortosa desde el puente era espectacular: calles abigarradas, montañas muy cercanas circundando la ciudad, el palacio episcopal en la misma ribera, las torres de la catedral, el castillo morisco en una loma… Nourissier no pudo por menos que sorprenderse ante tanta belleza. Infante sonrió: -Sí, muy bonito. Pero esto es como París comparado con los pueblos a los que vamos. En cuanto nos adentremos en el macizo montañoso de Els Ports se acaba la civilización y entramos en el salvaje mundo rural.

El psiquiatra, incómodo por el papel de inexperto turista en el que su compañero parecía encasillarlo, protestó con suavidad:

– Nunca me ha asustado el mundo rural. -Le advierto que éste no es el armonioso campo francés con sus cuidadas granjas y su amable vegetación. Esto es seco, escarpado, pobre, pedregoso. -No se preocupe, de pequeño me apuntaron a los niños exploradores -dijo Nourissier, uniéndose a las ironías del español.

Cruzaron el puente en su furgoneta de alquiler. Infante guardó silencio para no perturbar las miradas admirativas al paisaje que lanzaba el francés. Su plan era pasar un par de días en la ciudad, hablar con su contacto y aprovisionarse de bebidas alcohólicas que en los pueblos pequeños serían difíciles de encontrar.

– ¿Qué suele beber usted, Lucien?

– Bebo poco.

– Tengo la intención de comprar varias botellas de buen alcohol: whisky, coñac… Las noches que nos esperan serán largas. Estamos en otoño, el sol cae temprano. No habrá cines, ni teatros; tampoco periódicos o revistas. Para oír la radio las condiciones atmosféricas no siempre serán buenas. Sé que mi conversación es apasionante, pero quizá no nos venga mal animar las veladas de modo artificial, ¿no le parece?

– He traído libros, papeles para trabajar.

– Yo también he traído todos los libros que la bibliotecaria ha querido prestarme sabiendo que no voy a devolverlos en tres meses, pero insisto en que una copa de vez en cuando nos vendrá bien.

– Tomaré un poco de vino de la zona, eso me bastará.

– ¡Que Dios le ampare! El vino de esta tierra tiene más grados que el alcohol de quemar y prácticamente sabe igual.

– No importa, lo probaré.

Infante hizo un gesto con ambas manos: «Allá usted». Las expectativas de confraternización con su compañero se le antojaron más que menguadas. Tanto mejor, la convivencia excesivamente estrecha crea problemas. En cualquier caso, él no pensaba renunciar a un pequeño alijo de contrabandista pagado, naturalmente, por la bolsa de la expedición.

Se alojaron en el Siboni, un hotel art déco que daba la impresión de lujo y esplendores un tanto pasados. Al bajar sus equipajes de la «rubia», Infante se dio cuenta de hasta qué punto la impedimenta del francés era más voluminosa y elegante que la suya: una pesada maleta de cuero y un gran bolsón de viaje a juego, frente a su mochila de lona, acartonada y descolorida por el uso. Era obvio que un francés rico necesitaba muchas más cosas para vivir que un español pobre.

Comieron en el restaurante del hotel. El periodista pidió todo cuanto pudo tragar, no pensaba desaprovechar las ocasiones de gozar de una buena mesa. Por el contrario, Nourissier estuvo parco, casi ascético: una simple ensalada y un bistec.

– Esta tarde puede hacer un poco de turismo por la ciudad mientras yo preparo una cita con mi contacto.

– ¿Qué esperamos de su contacto?

– En el año 54 todas las fuerzas del maquis se habían retirado a Francia. La actividad de la guerrilla se daba por terminada. Sólo quedaban dos maquis, mejor dicho, dos desertores del maquis operando por su cuenta en la zona: La Pastora y su compinche Francisco. Estaban solos, aislados, desesperados. Vivían de lo que robaban a los masoveros: pequeños asaltos en los que se llevaban comida o un poco de dinero. Sin embargo, el dos de agosto deciden asaltar la masía de los Nomen, ricos industriales.

– Leí la descripción de ese asalto en su artículo.

– Leyó la versión oficial; yo quiero que nos enteremos de lo que en realidad sucedió aquella noche. Francisco no salió vivo de allí. A La Pastora no han vuelto a verla desde entonces. Teóricamente sigue escondida en el monte. Suba conmigo a mi habitación, le daré los recortes de periódico que reseñan esos hechos.

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