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Alicia Bartlett: Donde Nadie Te Encuentre

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Alicia Bartlett Donde Nadie Te Encuentre

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Un psiquiatra de La Sorbona especializado en mentes criminales viaja a la Barcelona de 1956. Quiere realizar un estudio sobre el caso de Teresa Pla Meseguer, llamada La Pastora, una mujer acusada de veintinueve muertes. Se trata del maquis más buscado por la Guardia Civil, y se ha convertido en una leyenda popular porque sigue libre. Sólo un periodista barcelonés parece tener claves importantes en torno al personaje, pero lo que el viajero francés le propone es algo fuera de lo normal: no desea datos sobre Teresa, sino un encuentro cara a cara. El idealista Lucien Nourissier y el cínico Carlos Infante emprenderán ese viaje a las tierras del Maestrazgo, donde se esconde su casi imposible objetivo. A lo largo de su investigación deberán sortear la vigilancia de los guardias, distinguir las pistas verdaderas de las falsas y esquivar los mil obstáculos que les salen al paso. La novela se convierte entonces en una búsqueda, en una huida, en una aventura que nos descubre las miserias y la humanidad de una España terrible. Y en el centro de este relato crudo y fascinante que se lee sin tregua, más allá del mito del guerrillero, emerge el personaje insospechado de la Pastora, histórico y real, que fue tanto mujer como hombre, y siempre estuvo en fuga del mundo y de sí mismo. Donde nadie te encuentre es una novela sobre el redescubrimiento de nuestro pasado y la infinita soledad del ser humano.

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Cerró los ojos. Sabía cómo serenar el ánimo por muy nervioso que estuviera. Aunque su trabajo lo apasionara, siempre había conseguido refrenar la impaciencia y convertirla paulatinamente en un estado de calma interior. Desafortunadamente, Evelyne no estaba junto a él. Echó de menos a su esposa, a sus hijas. Ellas tres formaban el núcleo principal de su vida, un espacio cálido y tranquilizador en el que no penetraban los rigores de la enfermedad mental, los casos clínicos terribles con los que debía enfrentarse en el desarrollo de su profesión. Abrió los ojos de nuevo, pensó en llamarla por teléfono pero se dio cuenta de que era muy tarde ya; los horarios franceses en nada se parecían a los españoles. Tomó un libro y empezó a leer, seguro de que el sueño pronto lo rescataría de la incertidumbre.

A la mañana siguiente se despertó vigoroso y optimista. Sabía perfectamente dónde se encontraba t por qué. Mientras desayunaba se fijó en la gente que llenaba el comedor del hotel. Nadie hubiera dicho que aquél era un país salido no hacía tanto de una guerra civil, un país de ciudadanos encerrados en una dictadura sórdida y triste. Parejas vestidas a la moda, hombres de negocios y algún turista comían y charlaban, proporcionando a la mañana un aire de normalidad. Recordó a Infante en el Zurich, pidiéndole alarmado que bajara la voz. Quizá exageraba, o quizá era cierto que, bajo las tranquilas apariencias, manaban ríos subterráneos de represión y violencia. No podía permitir que eso lo asustara, probablemente el periodista sólo pretendía magnificar los riesgos, engrandecer su papel, a no ser que su único objetivo consistiera en buscar una excusa para su negativa a participar en el plan. Inútil especular más, pronto saldría de dudas. Se bebió su café.

El taxi lo dejó frente a un edificio de pisos en la calle Industria después de un trayecto que se le había antojado interminable. Aquel barrio no tenía el lustre y la distinción de la Barcelona burguesa, pero también estaba animado. La gente lo miraba con curiosidad, probablemente se daban cuenta de que era extranjero. Cuando entró en la oscura portería del número que Infante le indicó eran las once en punto. La escalera estaba despintada, llena de desconchones y letreros grabados con la punta de algún objeto metálico: corazones traspasados por flechas, testimonios de presencia -«Pablo estuvo aquí»- o simples palabras malsonantes. No había ascensor. En los descansillos, un pequeño foco brindaba una anémica claridad. Llamó a la puerta de Infante, ajada y negra como una vieja esclava. Olía a verdura hervida, se oía el eco de alguna radio.

– ¡Adelante, mon cher ami !, sea usted bienvenido a mi humilde morada. ¿O sería más exacto decir a mi pobre cueva?

Carlos Infante iba vestido con una camisa de cuadros juvenil aunque gastada, que lograba contrarrestar su figura un tanto rechoncha y su calva incipiente. Sin embargo, tras esa primera impresión positiva, todo lo que pudo ver Nourissier formaba parte de un catálogo de decrepitudes. El piso, de techos amarillentos y paredes con papel pelado a retazos, se hallaba en un deplorable estado de conservación. Montones de libros, periódicos y revistas se extendían por el suelo del pasillo. El salón estaba decorado con muebles viejos, un sofá desvencijado y un aparato de radio. En el vidrio de la ventana podía apreciarse una considerable resquebrajadura. En general había polvo, muchísimo polvo, blanco y delicado. Aun acostumbrado a dominar sus emociones, Nourissier tuvo dificultades para no manifestar sorpresa: ningún periodista se veía obligado a vivir así en Francia. Infante advirtió su reacción.

– Juraría que no aprecia usted demasiado el estilo de mi hogar -su tono irónico se había hecho mucho más marcado que el día anterior-. Le ruego que tome asiento aquí, en el sofá. Yo ocuparé este taburete, que es una preciada herencia del inquilino anterior. ¿Puedo ofrecerle algo de beber? Se me ha acabado el café, pero con un poco de suerte puedo encontrar en la cocina un par de bolsitas de té.

– Ya he desayunado, no se preocupe. Lo importante es que hablemos.

– Muy bien, empezaré yo. He pensado con detenimiento en el trabajo que usted me propone, porque un trabajo es, y así hemos de considerarlo tanto usted como yo, y… bueno, me parece una empresa de extraordinaria dificultad tal y como le dije. Sin embargo…, sin embargo, existe una posibilidad, si no de encontrar a La Pastora, sí de buscar más información sobre ella, información directa y que no venga lastrada por ninguna censura oficial.

– ¿Entonces ha decidido aceptar?

– Aún no he terminado. Serán necesarios al menos tres meses para llevar a cabo la búsqueda. Conociendo la zona y siendo hijo de una oriunda del lugar, cabe pensar que yo tenga cierta facilidad para conseguir información pero, aun así, necesito tiempo. Naturalmente nos veremos obligados a viajar de pueblo en pueblo y a alojarnos en pensiones o fondas. De modo que se impone alquilar un coche que nos transporte durante toda la estancia y también habrá que pagar los alojamientos y las comidas. ¿Cree que su universidad estará dispuesta a desembolsar esos gastos o deberá hacerlo usted mismo?

– No piense en el dinero. Lo tendrá.

– Bien. Si después de esos tres meses no hemos conseguido que usted se entreviste con la bandolera, daremos igualmente la expedición por concluida. Permanecer en la montaña más tiempo sería atraer en exceso la atención de la Guardia Civil sobre nosotros y ése es un riesgo que no estoy dispuesto a asumir: yo vivo en este país y aquí he de continuar. Pasado ese período, usted toma la información que hayamos recopilado y regresa a Francia con ella. ¿Le parece todo correcto?

– Estoy de acuerdo en todo. Hablemos de sus honorarios.

– Para empezar le diré que le he hecho venir a mi casa a propósito. Quería que viera que no vivo en el lujo y que mi necesidad de dinero es real. Una vez dicho esto, le informo de que mis honorarios consistirán en ciento cincuenta mil pesetas. Me entregará cincuenta mil al comienzo del viaje, cincuenta mil al final y las otras cincuenta mil se harán efectivas sólo si logramos encontrar a La Pastora. Espero que le carezca justo.

Nourissier abrió mucho los ojos, se pasó la mano por la cara, titubeó.

– Eso es mucho dinero, usted lo sabe bien. Quizá una cifra excesiva a mi modo de ver.

– También es excesivo el proyecto que me propone. Son tres meses en los que no podré trabajar en lo mío, tres meses en los que me retiro de la circulación, con lo cual los periódicos se van olvidando de mí. Todo eso contando con que se tratara de un empleo normal, pero éste no lo es, doctor, éste es un tema al que debe añadirse la etiqueta de especialmente peligroso.

– No le estoy pidiendo que nos internemos en un continente desconocido como conquistadores. Hablamos de alojarnos en pueblos civilizados, de hablar con gente normal…

– España no es en estos momentos un país normal sino una dictadura bastante sangrienta, ¿es necesario que se lo recuerde? Toda la zona rural está bajo el mando de la Guardia Civil. ¿Quiere que le explique los métodos que suele emplear la Guardia Civil?

– Sé con qué reputación cuenta la Guardia Civil.

– Ganada a pulso, se lo aseguro. Pero no es sólo eso; las zonas de Els Ports y el Maestrazgo por donde tendremos que movernos son duras, inhóspitas, atrasadas, peligrosas en sí mismas. La gente es desconfiada por naturaleza y está escamada tras los últimos años. Alguien puede denunciarnos incluso por cosas imaginarias. Y los riesgos no acaban ahí. ¿Se ha parado a pensar que andamos a la búsqueda de una asesina? Se trata de una mujer desesperada, sola en el monte, acosada, armada y consciente de que su vida tiene un precio. Si algún habitante de algún pueblo está en realidad ayudándola como usted cree, es muy posible que la alerte de nuestra presencia, que le diga que la buscamos si llega a enterarse. ¿Cómo cree que puede reaccionar La Pastora llegado el caso, invitándonos a tomar el té en su escondite?

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