– Eso jamás. Lo que creo es que llevas razón, mis ex esposas son un incordio. Y los niños también, quizá no debieran venir tanto por aquí.
– ¡Pero si no están nunca! Y me divierte verlos, además. No, quiero que todo siga tal y como está. Ha sido un mal momento.
– Pues olvidémoslo.
– Sí, pero lo malo es que…
– ¿Qué?
– Lo malo es que he llamado a Silvia «niña pija».
– ¿Hablas en serio?
– Sí, y le he colgado el teléfono después.
– ¡No puedo creérmelo!
Mi mueca entristecida se vio abortada por una seca carcajada de Marcos. Oí que musitaba como para sí mismo:
– ¡Hubiera dado cualquier cosa por ver su cara en ese momento! Estoy seguro de que es la primera vez que alguien le suelta la verdad.
Como todos los torpes, Sonia también era inoportuna e imprevisible. Nunca sabré cómo se las apañó, pero en un tiempo récord había preseleccionado a una caterva de sospechosos en su breve periplo por psiquiátricos y hospitales de día. En sus manos, los pirados con delirios religiosos se multiplicaban como setas. El doctor Beltrán se encontraba encantado con ella y yo la hubiera asesinado con infinito placer. Estaba desayunando en casa cuando el comisario me avisó de que debía entrevistarme con el psiquiatra. Naturalmente mi jefe huía de la quema: una cosa es recomendar una medicina y otra tomarla tú mismo.
Marcos me observaba renegar frente al café con leche. Le divertía mi eterna irritación laboral.
– ¿Por qué no pides que descarten la investigación psiquiátrica de una vez?
– No es tan fácil; como no tenemos pruebas nada se puede descartar. Además, así la gente está distraída y nosotros demostramos que somos capaces de utilizar métodos modernos, ciencia pura.
– ¡Increíble!
– Pues es verdad. Trabajamos de cara a la galería, cada vez más. Supongo que como tú, como todos.
– Pensé que la policía quedaría fuera de esas miserias.
– Te equivocabas, nadie queda fuera de esas miserias. ¿Por qué no nos vamos a vivir a las islas Galápagos, Marcos?
– Porque es una reserva natural; pero si quieres paz podemos montarnos un rancho en Los Monegros.
– Puedes tomártelo a broma, pero me siento agobiada por este mundo de imagen. El capullo de Beltrán busca consolidar su imagen de sabio. Mis jefes quieren la imagen de una policía moderna. Tus ex mujeres no quieren que los niños presencien imágenes incorrectas. Vivimos en un mundo virtual.
– Por eso te digo que, si quieres, nos largamos tú y yo al fin del mundo.
– Yo aún podría, no dejaría gran cosa detrás de mí; pero tú tienes en esta ciudad todo lo tuyo: tus hijos, un trabajo que te apasiona…
– Petra, un hombre enamorado no tiene más patria ni más familia que la mujer a quien ama.
Casi me atraganté con un trozo de madalena. Creo que incluso me ruboricé.
– Si me dices esas cosas no puedo irme a trabajar.
– Podemos volver a la cama si te parece mejor.
Me levanté de un salto.
– ¡Atrás, seductor! Me largo a trabajar. Eres demasiado peligroso para mí.
Se quedó sonriendo, feliz de haber oficiado como diablo enamorado y tentador. Yo me puse la gabardina, y cuando ya estaba en la puerta grité:
– ¡Marcos: tú también me simpatizas mucho!
– Lo celebro -respondió entre carcajadas.
Mientras iba hacia comisaría me sentía feliz. ¡Joder, qué suerte había tenido con aquel hombre! Aquellas declaraciones de amor que me soltaba sin venir a cuento me levantaban la moral. Sin embargo, si pensaba mejor en sus palabras… que te amen de un modo tan excluyente no dejaba de ser una auténtica responsabilidad. ¿Una mujer es capaz de amar del modo que él había descrito? Quizá no, quizá las mujeres, preparadas por la naturaleza para la maternidad, siempre dejan un espacio libre en su corazón, un espacio a compartir. Y sin embargo, ¿qué ocurriría cuando pasaran los años? ¿Marcos me querría igual o se habría acostumbrado hasta tal punto a mi presencia como para no saber con quién estaba? ¿Me confundiría con alguna de sus anteriores esposas? Paré frente a un semáforo en rojo. ¿Cómo puedes ser tan bestia, Petra Delicado?, me pregunté. Una cosa era evidente, dar y recibir amor no logra cambiar una personalidad. Allí estaba yo, después de haber sido objeto de un entrañable homenaje verbal de mi marido, dándole al caletre con los pros y los contras de una relación. Nunca aprendería a disfrutar de lo que tenía entre las manos. Sólo me consolaba suponer que aquél era un mal compartido por toda mi generación: análisis y más análisis de los sentimientos. Una lacra.
Garzón me esperaba con cara de circunstancias.
– Inspectora, sé que le va a sentar como una patada, pero…
– Sí, ya lo sé; me espera el doctor Beltrán. Me lo han dicho por teléfono.
– Sonia le ha preparado una batería de veinte sospechosos, de los que él ha seleccionado a uno.
– ¿Qué ha hecho esa chica, cómo ha conseguido dar con tantos psicópatas en tan poco tiempo, ha puesto un anuncio en el periódico o algo así?
Mi colega se reía como un bendito. Aquello le divertía a más no poder.
– Ya ve, inspectora, tendrá que variar su consideración sobre esa muchacha.
– Sí, antes creía que era un poco distraída, ahora estoy convencida de que es subnormal.
– En realidad nadie le dijo claramente que tenía que hacer una investigación… digamos relativa.
– Olvídela, y así de paso no me la recuerda. ¿Qué tal le fue con las monjas ayer?
– Bien. Todas firmaron su declaración, el juez Manacor estará contento.
– ¿Le invitó la superiora a tomar el té?
– Sí, pero tuve que declinar la invitación, era muy tarde.
– La pobre debe de aburrirse como una ostra, siempre encerrada allí.
– No me extraña. Pero ¿sabe lo que me llamó más la atención? Le conté a la hermana Domitila las teorías del hermano Magí. Me escuchaba con una atención prodigiosa, y ponía una cara como si todo le fascinara y le jodiera a la vez. Creo que se ha dado cuenta de que la teoría del monje es mejor que la suya, aunque no lo reconoció. Dijo que era una hipótesis demasiado arriesgada.
– Y no le falta razón. ¿Le ha enseñado el informe a Coronas?
– Sí, me ha comentado que es muy interesante, que lo ha pasado muy bien leyéndolo.
– ¡Vaya morro que le echa! Estoy segura de que en estos momentos le importa tres carajos que resolvamos el caso o no. Ya tiene todos los focos de tensión neutralizados: el jefe superior, los periodistas… debe estar incluso encantado. Cuanto más dure el caso más dura nuestro relumbrón mediático.
– Es usted dura como una piedra.
– Mi nombre me predestina, Garzón. ¿Dónde está el loquero?
– Lo han pasado a su despacho. ¿Puedo estar presente en la conversación?
– ¡Por supuesto, y sacar fotos también! Vamos allá.
El sospechoso que Beltrán había escogido era un hombre de cuarenta y cinco años, paciente habitual externo de un psiquiátrico municipal. Estaba diagnosticado como esquizofrénico con delirios religiosos. Contaba con antecedentes policiales leves. En un par de ocasiones había agredido a gente desconocida en un bar causándoles contusiones de escasa importancia. Su ficha psiquiátrica había evitado que fuera condenado ni siquiera a una multa.
– He conversado un par de veces con él y las conclusiones que he sacado me indican que puede tratarse de un claro sospechoso.
– ¿Podemos conocer esas conclusiones?
– Médicamente no creo que tengan interés para ustedes. Además hay cosas que nos son dictadas por una cierta intuición que proporciona la experiencia.
– Doctor Beltrán, quiero hablarle con toda sinceridad: el curso de la investigación nos está llevando por derroteros que no confirman la hipótesis de un psicópata asesino.
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