De postre tomamos una especie de crema, y mientras hundía en ella mi cuchara no dejaba de evocarme la tersa superficie de su piel. Inés eligió aquel momento para iniciar la aproximación, o mejor dicho, para incitarme a que yo la iniciase. No podía acusarla de apresuramiento. Yo ya llevaba un buen rato en sazón.
– Parece que hacía mucho que no comías en condiciones -sugirió, en un tono equívoco que no era sólo el que mi imaginación ya ocupada en ciertos pensamientos respecto a ella tendía a atribuirle.
Intenté asegurarme de que podría articular correctamente las palabras, pero al final balbucí:
– Hacía siglos. En realidad, quizá nunca haya comido en condiciones.
– No han sabido cuidarte.
Su semblante prometía que ella sí sabría hacerlo, pero sin apremiarme, como si le fuera indiferente que yo permitiese o no que lo demostrara, como si el problema no fuera más que mío. Y así era, en realidad. Inés podía esperar los años que hiciera falta a que viniera otro mejor que yo, y si no venía nadie podía morir en paz con su conciencia infestada de pájaros. Pero para mí ella era una última ocasión, ese abrazo precioso que el soldado no debe rehusar antes de marchar al frente para morir en una trinchera anegada de agua pútrida. Sus manos eran más hermosas a cada segundo, y su pecho surcado de venas azules me atraía como un palacio de cristal que brillaba en el fondo de un lago de aguas serenas. A la cara, apenas me atrevía a mirarla.
– ¿Por qué haces esto, Inés, sin saber si lo merezco? -susurré, desvalido, desde mi borrachera que no era sólo de alcohol para alguien que no era sólo ella.
– He dejado que tardaras en regresar, pero no voy a dejar que me evites, como entonces -recitó sin pudor, con la alegría de identificar al fin el momento para el que había memorizado laboriosamente aquella sentencia. Habría debido sentirme utilizado para una trampa ajena, la que el mundo le había tendido a aquella desaprensiva o la que ella había tendido al mundo para desquitarse. Pero más allá de esa sospecha, me invadía la sensación de estar ocupándome de la verdadera sustancia de mi propia existencia como jamás, ni en las lealtades ni en las traiciones, había acertado a hacerlo antes. Si allí había alguien indigno, ése era yo. Ella había ganado aquel instante. Yo sólo lo aprovechaba, sin habilidad ni derecho.
– Yo no puedo darte nada. No recuerdo haber hecho más que daño -confesé, con amargura.
– No pienses eso. Lo que yo espero lo veo en ti tan desnudo como el alma de un niño. Nada falta y no hay nada que pueda perjudicarme. Tú acabas de llegar, pero yo llevo aquí toda la vida, empeñada y sola, sabiendo cómo volverías. Puedo leer en tus manos y en tu frente, en tu silencio y en la misma forma de tomar el vino que te he dado.
Sin duda, aquélla era una lucha desigual: Inés había aprendido a fondo su papel y lo representaba con implacable vehemencia. Para terminar de sucumbir reconocí la música que estaba sonando y que de pronto era el Largo del concierto n.° 12 de La Stravaganza . Durante toda la cena había estado oyendo una música completamente inofensiva, una de esas selecciones de finalidad ambiental ejecutada por una orquesta en cuyos instrumentos cualquier melodía sonaba igual que cualquier otra. Pero ahora me asaltaba, en una versión decorosa, una de las piezas a las que había encadenado, antes de disponer de la mezquindad o el recurso de poder medir mis actos, la sagrada soledad de los paisajes del otoño. ¿Le habría contado algo de aquella música y aquellos paisajes a Inés durante nuestras conversaciones nocturnas en el balneario? No podía asegurarlo. Aunque era una sensación que correspondía a épocas muy lejanas, recobré al instante y con fruición la nostalgia precisa de aquel tesoro incalculable. Antes de resbalar hacia el desorden de todas las cosas, yo había sostenido con acierto, frente a la universal inclinación por la primavera, que nunca la vida es tan preciosa como a la pálida luz de noviembre, cuando la muerte merodea como una loba silenciosa alrededor del corazón. De pronto comprendí que aquella misma luz era la que se derramaba ante mí en la carne fresca y tierna de Inés. Sobrecogido por la certidumbre y por el miedo a la loba, omitiendo todo el camino mental que había tenido que recorrer antes de deducirla, pronuncié para ella una fórmula que acudió a mis labios como un conjuro, como la condensación demente y turbadora de todo lo que aquel borracho que me habitaba soñaba haber averiguado acerca de la vida:
– Violetas en noviembre.
Inés me observó complacida, sin sorpresa. Después, como si hubiera entendido, dijo:
– Violetas en noviembre.
Y la fórmula, el conjuro, adquirió en su voz templada como la noche la belleza de ser irrefutable.
Luego sólo recuerdo que los acontecimientos progresaron sin violencia hasta la imagen de Inés erguida junto a la cama en que yo yacía. Me había tumbado sin desvestirme, con el cerebro arrebatado por la súbita dureza de mármol que adquiría su cuerpo en la semioscuridad del dormitorio. Estuvo aguardando un tiempo que no pude contar, o para anotarlo todo, en el que sólo pude flotar sin voluntad ni rumbo. Y al fin, mientras una claridad azulada en la ventana anunciaba el lento ascenso de la luna, se dispuso a cruzar la barrera. Se llevó la mano derecha al botón que defendía el vértice de su escote y entonces, señalando el regreso del infierno al que yo pertenecía, el dolor estalló como una nube de ceniza en mis entrañas. Fue aún más salvaje que la tarde anterior, cuando me había zafado de Lucrecia. A fin de cuentas, con Lucrecia sólo había sufrido una apetencia cuestionable, pero a Inés me había entregado hasta el punto de brindarme a desechar todo lo que pretendiera negarla, dentro y fuera de aquella noche. Todo excepto el dolor, que no era algo que pudiera tomar o apartar a un lado, porque ningún hombre es dueño de sus miserias. Siniestra y desesperadamente despejado, cerré los ojos y supliqué:
– No.
Un segundo después la vi con la mano quieta sobre el botón, erguida todavía pero menos fuerte, incrédula y sin comprender.
– No hagas eso -volví a pedir-. Por favor.
– ¿Por qué? -musitó, y en sus palabras, como una paradoja, había algo semejante al temor vacilante de la niña que pregunta qué va a hacer al hombre que la ha secuestrado para forzarla.
– Porque no puedo -declaré, sin evitar el oprobio.
Nadie lo había merecido antes de ella, pero ella sí lo mereció y no traté de encontrar objeciones. Cinco minutos después, mientras Inés me escuchaba vencida desde el sillón de terciopelo que había cerca de la cama y yo, incorporado sobre el colchón, me resignaba a la bajeza de estar otra vez sobrio, le conté sin escatimar ni disfrazar nada:
– Sucedió hace diez años, como casi todo lo que ahora determina mi vida. Yo lo había esquivado o lo había temido durante meses. Ella era la mujer de mi mejor amigo. Hasta aquí, nada original, aunque ella era bonita y peligrosa como ninguna otra y la culpa que yo sentía no se parecía a la que me habían traído mis anteriores crímenes. Dudé mucho antes de caer, pero cuando caí no había nada en el mundo que deseara con más fuerza. Si hubiera podido matar a mi amigo, para que todo fuera más fácil, lo habría hecho y habría disfrutado. Pero no tenía el valor suficiente para eso. No podría decir ahora cuánto duró. Le traicionamos mil veces, con remordimiento en ocasiones, con fervor siempre. Hablo de mí, porque nunca supe a ciencia cierta qué sentía ella. Creo que mi amigo nos dejó continuar durante semanas después de enterarse. Quiso acumular pruebas o rencor y debió conseguir demasiado de ambas cosas. Me preparó la trampa en una ciudad triste y hermosa como acaso no exista otra en el mundo. Es una ciudad blanca de edificios estropeados que baja por las colinas hasta un río que se confunde con el mar. Nos sorprendieron en un cuarto de hotel desde el que se veía ese río. Estaba atardeciendo, o amaneciendo, que es igual, porque la ventana daba al sur. Ella estaba fumando y yo miraba al techo, pensando que prefería las mujeres que no fumaban. Su cadera desnuda estaba apoyada en la mía. Entraron sin ruido, no como en las películas, en las que siempre entran de una patada. Eran un tipo grande y fuerte y otro más bajo, algo ceñudo. El grande se llamaba Óscar. Le conocía. Al pequeño no. Óscar me sacó a mí de la cama y a ella la sacó el pequeño. Era humillante estar allí los dos desnudos delante de Óscar, pero lo era todavía más estar delante del otro. Mientras Óscar me sujetaba, el pequeño vejó a Claudia de diversas formas que quizá no convenga describir. Yo no tenía lástima por ella. Nadie que la conociera podía creerla en ninguna circunstancia, por infamante que fuera, tan ultrajada como para tenerle lástima. Mientras el otro maniobraba ella sonreía, impasible, y cuando su boca estaba demasiado ocupada para sonreír, era el desprecio de sus ojos el que demostraba su orgullo. Sin embargo, luché hasta cansarme contra el abrazo de Óscar. La rabia y la lástima por mí, no por ella, me empujaron a aquel esfuerzo infructuoso. Luego ella quedó tendida y sucia sobre el suelo y llegó mi turno. Óscar me violó con ímpetu, brusco y eficaz como un experto. Me asombró lo poco que dolía, físicamente quiero decir. Lo que me dolió hasta perder la razón fue encontrarme con la cara de Claudia, en la que permanecía un rastro insensible de sonrisa, mientras Óscar me embestía furiosamente. Cuando hubieron terminado nos dejaron allí, en el suelo, sin preocuparse porque nos quedáramos juntos. No hacía falta. Nos separamos esa misma noche. El resto de la historia es una sucesión de renuncias. Tras meditarlo, perdoné a mi amigo, pese a lo inmundo de su venganza. Yo le había hecho daño cuando él no había hecho otra cosa que arriesgarse por mí. Yo había disparado primero y eso me hacía culpable de todo. Además, sabía cómo quería a aquella mujer. Todo el dolor que él me había causado no era nada al lado del que le había causado yo. Aunque deshonrado, yo podía irme a otra parte, alejarme de ella, maldecirla. Pero para él, Claudia era el aire que respiraba. Le había dejado sin sitio en el mundo. No volví a verle. Abandoné mi casa y mi tierra y me fui a otra en la que nadie me conociera. Al cabo de los meses creí que había olvidado lo suficiente. Intenté algo con una mujer que no me importaba, para que fuera más sencillo. Luego lo intenté con otra que me importaba, y más tarde con otras cuatro o cinco respecto a las que ya no me paré a pensar si me importaban o no. Al final comprendí que era inútil. En el momento decisivo veía la cara de Claudia en aquel cuarto de hotel, mientras atardecía o amanecía, con su sonrisa insensible. No había modo de luchar contra ello. Dejé de buscar mujeres.
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