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Carlos Zafón: El Prisionero Del Cielo

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Carlos Zafón El Prisionero Del Cielo

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Si La sombra del viento se convirtió en un fenómeno editorial en España, con El juego del ángel Carlos Ruiz Zafón se encumbró como uno de los autores imprescindibles del panorama literario español. Con El prisionero del cielo, el autor barcelonés vuelve al mundo del Cementerio de los libros olvidados, a esa Barcelona mítica situada entre los años cuarenta y cincuenta con el propósito de regalarnos nuevas intrigas y misterios. Barcelona, 1957. Daniel Sempere y su amigo Fermín, los héroes de La Sombra del Viento, regresan de nuevo a la aventura para afrontar el mayor desafío de sus vidas. Justo cuando todo empezaba a sonreírles, un inquietante personaje visita la librería de Sempere y amenaza con desvelar un terrible secreto que lleva enterrado dos décadas en la oscura memoria de la ciudad. Al conocer la verdad, Daniel comprenderá que su destino le arrastra inexorablemente a enfrentarse con la mayor de las sombras: la que está creciendo en su interior. Rebosante de intriga y emoción, El Prisionero del Cielo es una novela magistral donde los hilos de La Sombra del Viento y El Juego del Ángel convergen a través del embrujo de la literatura y nos conduce hacia el enigma que se oculta en el corazón del Cementerio de los Libros Olvidados.

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Fermín se había tomado la mañana libre para, según él, ultimar los preparativos de su boda con la Bernarda, prevista para principios de febrero. La primera vez que había planteado el tema apenas dos semanas atrás todos le habíamos dicho que se estaba precipitando y que con prisas no se llegaba a ninguna parte. Mi padre trató de convencerle para posponer el enlace por lo menos dos o tres meses argumentando que las bodas eran para el verano y el buen tiempo, pero Fermín había insistido en mantener la fecha alegando que él, espécimen curtido en el recio clima seco de las colinas extremeñas, transpiraba profusamente llegado el estío de la costa mediterránea, a su juicio semitropical, y no veía de recibo celebrar sus nupcias con lamparones del tamaño de torrijas en el sobaco.

Yo empezaba a pensar que algo extraño tenía que estar sucediendo para que Fermín Romero de Torres, estandarte vivo de la resistencia civil contra la Santa Madre Iglesia, la banca y las buenas costumbres en aquella España de misa y NO-DO de los años cincuenta, manifestase semejante urgencia en pasar por la vicaría. En su celo prematrimonial, había llegado al extremo de hacer amistad con el nuevo párroco de la iglesia de Santa Ana, don Jacobo, un sacerdote burgalés de ideario relajado y maneras de boxeador retirado al que había contagiado su desmedida afición por el dominó. Fermín se batía con él en timbas históricas en el bar Almirall los domingos después de misa, y el sacerdote reía de buena gana cuando mi amigo le preguntaba, entre copa y copa de aromas de Montserrat, si sabía a ciencia cierta si las monjas tenían muslos y si de tenerlos eran tan mollares y mordisqueables como venía él sospechando desde la adolescencia.

– Va a conseguir usted que lo excomulguen -le reprendía mi padre-. Las monjas ni se miran ni se tocan.

– Pero si el mosén es casi más golfo que yo -protestaba Fermín-. Si no fuese por el uniforme…

Andaba yo recordando aquella discusión y tarareando al son de la trompeta del maestro Armstrong cuando oí que la campanilla que había sobre la puerta de la librería emitía su tibio tintineo y levanté la vista esperando encontrar a mi padre, que regresaba ya de su misión secreta, o a Fermín listo para incorporarse al turno de tarde.

– Buenos días -llegó una voz, grave y quebrada, desde el umbral de la puerta.

3

Al contraluz de la calle, su silueta semejaba un tronco azotado por el viento. El visitante vestía un traje oscuro de corte anticuado y dibujaba una figura torva apoyada en un bastón. Dio un paso al frente, cojeando visiblemente. La claridad de la lamparilla que reposaba sobre el mostrador desveló un rostro agrietado por el tiempo. El visitante me observó unos instantes, calibrándome sin prisa. Su mirada tenía algo de ave rapaz, paciente y calculadora.

– ¿Es usted el señor Sempere?

– Yo soy Daniel. El señor Sempere es mi padre, pero no está en estos momentos. ¿Puedo ayudarle en algo?

El visitante ignoró mi pregunta y empezó a deambular por la librería examinándolo todo palmo a palmo con un interés rayano en la codicia. La cojera que le afligía hacía pensar que las lesiones que se ocultaban bajo aquellas ropas eran palabras mayores.

– Recuerdos de la guerra -dijo el extraño, como si me hubiese leído el pensamiento.

Lo seguí con la mirada en la inspección de la librería, sospechando dónde iba a soltar anclas. Tal y como había supuesto, el extraño se detuvo frente a la vitrina de ébano y cristal, reliquia fundacional de la librería en su primera encarnación allá por el año 1888, cuando el tatarabuelo Sempere, entonces un joven que acababa de regresar de sus aventuras como indiano por tierras del Caribe, había tomado prestado dinero para adquirir una antigua tienda de guantes y transformarla en una librería. Aquella vitrina, plaza de honor de la tienda, era donde tradicionalmente guardábamos los ejemplares más valiosos.

El visitante se aproximó lo suficiente a ella como para que su aliento se dibujase en el cristal. Extrajo unos lentes que se llevó a los ojos y procedió a estudiar el contenido de la vitrina. Su ademán me recordó a una comadreja escudriñando los huevos recién puestos en un gallinero.

– Bonita pieza -murmuró-. Debe de valer lo suyo.

– Es una antigüedad familiar. Mayormente tiene un valor sentimental -repuse, incomodado por las apreciaciones y valoraciones de aquel peculiar cliente que parecía tasar con la mirada hasta el aire que respirábamos.

Al rato guardó los lentes y habló con un tono pausado.

– Tengo entendido que trabaja con ustedes un caballero de reconocido ingenio.

Como no respondí inmediatamente, se volvió y me dedicó una de esas miradas que envejecen a quien las recibe.

Como ve, estoy solo. Quizá si el caballero me dice qué título desea, con muchísimo gusto se lo buscaré.

El extraño esgrimió una sonrisa que parecía cualquier cosa menos amigable y asintió.

– Veo que tienen ustedes un ejemplar de El conde de Montecristo en esa vitrina.

No era el primer cliente que reparaba en aquella pieza. Le endosé el discurso oficial que teníamos para tales ocasiones.

– El caballero tiene muy buen ojo. Se trata de una edición magnífica, numerada y con láminas de ilustraciones de Arthur Rackham, proveniente de la biblioteca personal de un gran coleccionista de Madrid. Es una pieza única y catalogada.

El visitante escuchó con desinterés, centrando su atención en la consistencia de los paneles de ébano de la estantería y mostrando claramente que mis palabras le aburrían.

– A mí todos los libros me parecen iguales, pero me gusta el azul de esa portada -replicó con tono despreciativo-. Me lo quedaré.

En otras circunstancias hubiese dado un salto de alegría al poder colocar el que probablemente era el ejemplar más caro que había en toda la librería, pero había algo en la idea de que aquella edición fuese a parar a manos de aquel personaje que me revolvía el estómago. Algo me decía que si aquel tomo abandonaba la librería, nunca nadie iba a leer ni el primer párrafo.

– Es una edición muy costosa. Si el caballero lo desea le puedo mostrar otras ediciones de la misma obra en perfecto estado y a precios más asequibles.

Las gentes con el alma pequeña siempre tratan de empequeñecer a los demás y el extraño, que intuí que hubiera podido ocultar la suya en la punta de un alfiler, me dedicó su más esforzada mirada de desdén.

– Y que también tienen k portada azul -añadí.

Ignoró la impertinencia de mi ironía.

– No, gracias. El que quiero es ése. El precio no me importa.

Asentí a regañadientes y me dirigí hacia la vitrina. Extraje la llave y abrí la puerta acristalada. Podía sentir los ojos del extraño clavados en mi espalda.

– Todo lo bueno siempre está bajo llave -comentó por lo bajo.

Tomé el libro y suspiré.

– ¿Es coleccionista el caballero?

– Podría decirse que sí. Aunque no de libros.

Me volví con el ejemplar en la mano.

– ¿Y qué colecciona el señor?

De nuevo, el extraño ignoró mi pregunta y extendió el brazo para que le entregase el libro. Tuve que resistir el impulso de regresar el libro a la vitrina y echar la llave. Mi padre no me habría perdonado que hubiese dejado pasar una venta así con los tiempos que corrían.

– El precio es de treinta y cinco pesetas -anuncié antes de tenderle el libro con la esperanza de que la cifra le hiciera cambiar de opinión.

Asintió sin pestañear y extrajo un billete de cien pesetas del bolsillo de aquel traje que no debía de valer ni un duro. Me pregunté si no sería un billete falso.

– Me temo que no tengo cambio para un billete tan grande, caballero.

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