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Carlos Zafón: El Prisionero Del Cielo

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Carlos Zafón El Prisionero Del Cielo

El Prisionero Del Cielo: краткое содержание, описание и аннотация

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Si La sombra del viento se convirtió en un fenómeno editorial en España, con El juego del ángel Carlos Ruiz Zafón se encumbró como uno de los autores imprescindibles del panorama literario español. Con El prisionero del cielo, el autor barcelonés vuelve al mundo del Cementerio de los libros olvidados, a esa Barcelona mítica situada entre los años cuarenta y cincuenta con el propósito de regalarnos nuevas intrigas y misterios. Barcelona, 1957. Daniel Sempere y su amigo Fermín, los héroes de La Sombra del Viento, regresan de nuevo a la aventura para afrontar el mayor desafío de sus vidas. Justo cuando todo empezaba a sonreírles, un inquietante personaje visita la librería de Sempere y amenaza con desvelar un terrible secreto que lleva enterrado dos décadas en la oscura memoria de la ciudad. Al conocer la verdad, Daniel comprenderá que su destino le arrastra inexorablemente a enfrentarse con la mayor de las sombras: la que está creciendo en su interior. Rebosante de intriga y emoción, El Prisionero del Cielo es una novela magistral donde los hilos de La Sombra del Viento y El Juego del Ángel convergen a través del embrujo de la literatura y nos conduce hacia el enigma que se oculta en el corazón del Cementerio de los Libros Olvidados.

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– Fermín, no sé qué mosca le habrá picado pero, aunque ya sé que a usted esto de los belenes no le convence y yo se lo respeto, si resulta que un niño Jesús tamaño apisonadora y cuatro marranos de arcilla le levantan el ánimo a mi padre y además nos meten clientes en la librería, le voy a pedir que aparque el púlpito existencialista y ponga cara de que está encantado, al menos en horario comercial.

Fermín suspiró y asintió, avergonzado.

– Si no es eso, amigo Daniel -dijo-. Perdóneme usted. Yo por hacer feliz a su padre y salvar la librería si hace falta hago el camino de Santiago en traje de luces.

– Basta con que le diga a mi padre que lo del belén le parece una buena idea y le siga la corriente.

Fermín asintió.

– Faltaría más. Luego le pediré disculpas al señor Sempere por mi salida de tono y como acto de contrición contribuiré con una figurita al belén para demostrar que a espíritu navideño no me ganan ni los grandes almacenes. Tengo un amigo en la clandestinidad que hace unos caganers de doña Carmen Polo de Franco con un acabado tan realista que pone la piel de gallina.

– Con un corderito o un rey Baltasar va que se mata.

– A sus órdenes, Daniel. Ahora, si le parece, haré algo útil y me pondré a abrir las cajas del lote de la viuda Recasens, que llevan ahí una semana criando polvo.

– ¿Le echo una mano?

– No se preocupe. Usted a lo suyo.

Le observé dirigirse al almacén, que quedaba al fondo de la trastienda, y enfundarse la bata azul de faena.

– Fermín -empecé.

Se volvió a mirarme, solícito. Dudé un instante.

– Hoy ha pasado una cosa que quería contarle.

– Usted dirá.

– No sé muy bien cómo explicarlo, la verdad. Ha venido alguien preguntando por usted.

– ¿Era guapa? -preguntó Fermín intentando fingir un aire de broma que no conseguía ocultar la sombra de inquietud en sus ojos.

– Era un caballero. Bastante cascado y un tanto extraño, a decir verdad.

– ¿Ha dejado un nombre? -preguntó Fermín.

Negué.

– No. Pero ha dejado esto para usted.

Fermín frunció el ceño. Le tendí el libro que el visitante había adquirido un par de horas antes. Fermín lo aceptó y examinó la portada sin comprender.

– Pero ¿éste no es el Dumas que teníamos en la vitrina a siete duros?

Asentí.

– Ábralo por la primera página.

Fermín hizo lo que le pedía. Al leer la dedicatoria le invadió una súbita palidez y tragó saliva. Cerró los ojos un instante y luego me miró en silencio. Me pareció que había envejecido cinco años en cinco segundos.

– Cuando se ha ido de aquí le he seguido -dije-. Lleva una semana viviendo en un meublé de mala muerte en la calle Hospital, frente a la fonda Europa, y por lo que he podido averiguar utiliza un nombre falso; el de usted, en realidad: Fermín Romero de Torres. He sabido por uno de los escribientes de la Virreina que hizo copiar una carta en la que aludía a una gran cantidad de dinero. ¿Le suena a usted algo de todo esto?

Fermín se iba encogiendo como si cada palabra de aquella historia fuese un palazo en la cabeza.

– Daniel, es muy importante que no vuelva a seguir usted a ese individuo ni hable con él. No haga nada. Manténgase alejado. Es muy peligroso.

– ¿Quién es ese hombre, Fermín?

Fermín cerró el libro y lo ocultó tras unas cajas en uno de los estantes. Oteando en dirección a la tienda y asegurándose de que mi padre seguía ocupado con la dienta y no nos podía oír, se me acercó y me habló en voz muy baja.

– Por favor, no le cuente nada de esto a su padre ni a nadie.

– Fermín…

– Hágame ese favor. Se lo pido por nuestra amistad.

– Pero, Fermín.

– Por favor, Daniel. Aquí no. Confíe en mí.

Asentí a regañadientes y le mostré el billete de cien con el que el extraño me había pagado. No hizo falta que le explicase de dónde había salido.

– Ese dinero está maldito, Daniel. Déselo a las monjas de la caridad o a un pobre que vea por la calle. O, mejor aún, quémelo.

Sin decir nada más procedió a quitarse la bata y a enfundarse su gabardina deshilachada y a calzarse una boina sobre aquella cabeza de cerilla que parecía una paellera fundida esbozada por Dalí.

– ¿Se va ya?

– Dígale a su padre que me ha surgido un imprevisto. ¿Me hará ese favor?

– Claro, pero…

– Ahora no puedo explicárselo, Daniel.

Se agarró el estómago con una mano como si se le hubiesen anudado las tripas y empezó a gesticular con la otra como si quisiera atrapar palabras al vuelo que no conseguía que le aflorasen a los labios.

– Fermín, a lo mejor si me lo cuenta puedo ayudarle…

Fermín dudó un instante, pero luego negó en silencio y salió al vestíbulo. Lo seguí hasta el portal y lo vi partir bajo la llovizna, apenas un hombrecillo cargando con el mundo a hombros mientras la noche, más negra que nunca, se desplomaba sobre Barcelona.

9

Es un hecho científicamente comprobado que cualquier infante de pocos meses de vida sabe detectar con instinto infalible ese momento exacto de la madrugada en que sus padres han conseguido conciliar el sueño para elevar el llanto y evitar así que puedan descansar más de treinta minutos seguidos.

Aquélla, como casi todas las madrugadas, el pequeño Julián se despertó a eso de las tres de la mañana y no dudó en anunciar su vigilia a pleno pulmón. Abrí los ojos y me volví. A mi lado, Bea, reluciente de penumbra, se agitó con aquel despertar lento que permitía contemplar el dibujo de su cuerpo bajo las sábanas y murmuró algo incomprensible. Resistí el impulso natural de besarle el cuello y liberarla de aquel interminable camisón blindado que mi suegro, seguramente aposta, le había regalado por su cumpleaños y que no conseguía que se perdiera en la colada ni con malas artes.

– Ya me levanto yo -susurré besándola en la frente.

Bea respondió dándose la vuelta y cubriéndose la cabeza con la almohada. Me detuve a saborear la curva de aquella espalda y su dulce descender, que ni todos los camisones del mundo habrían conseguido domar. Llevaba casi dos años casado con aquella prodigiosa criatura y todavía me sorprendía despertar a su lado sintiendo su calor. Empezaba a retirar la sábana y a acariciar la parte posterior de aquel muslo aterciopelado cuando la mano de Bea me clavó las uñas en la muñeca.

– Daniel, ahora no. El niño está llorando.

– Sabía que estabas despierta.

– Es difícil dormir en esta casa, entre hombres que no saben dejar de llorar o de magrearle el trasero a una pobre infeliz que no consigue juntar más de dos horas de sueño por noche.

– Tú te lo pierdes.

Me levanté y recorrí el pasillo hasta la habitación de Julián, en la parte de atrás. Poco después de la boda nos habíamos instalado en el ático del edificio donde estaba la librería. Don Anacleto, el catedrático de instituto que lo había ocupado durante veinticinco años, había decidido retirarse y volver a su Segovia natal a escribir poemas picantes a la sombra del acueducto y a estudiar la ciencia del cochinillo asado.

El pequeño Julián me recibió con un llanto sonoro y de alta frecuencia que amenazaba con perforarme el tímpano. Lo tomé en brazos y, tras olfatear el pañal y confirmar que, por una vez, no había moros en la costa, hice lo que haría todo padre novicio en su sano juicio: murmurarle tonterías y danzar dando saltitos ridículos alrededor de la habitación. Estaba en ese trance cuando descubrí a Bea contemplándome desde el umbral con desaprobación.

– Dame, que lo vas a despertar aún más.

– Pues él no se queja -protesté cediéndole el niño.

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