John Saul - Ciega como la Furia
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– ¿No es eso lo que llaman proyectar? -preguntó Cal con voz llena de una hostilidad que Tim optó por desconocer.
– Por cierto que sí, lo es. Salvo que aquí se trata de una forma particularmente extrema. El término "proyectar" implica habitualmente la proyección de los problemas propios a otra persona, pero esa otra persona suele ser muy real. Un buen ejemplo de esto sería el marido infiel que constantemente piensa que su esposa lo engaña.
– Conozco la definición -dijo Cal.
Tim decidió que ya estaba harto.
– Doctor Pendleton, tengo la sensación de que usted preferiría no estar oyendo nada de esto. ¿Estoy en lo cierto?
– Me encuentro aquí porque mi esposa me lo exigió. Pero creo que estamos perdiendo el tiempo.
– Es posible -admitió Tim. Juntó plácidamente las manos y esperó. No tuvo que esperar mucho.
– ¿Lo ves? -preguntó Cal a su esposa-. Hasta él dice que es posible que estemos perdiendo el tiempo. Si quieres seguir con esto, tendrás que hacerlo sola. Yo he oído ya suficiente. -Se dirigió hacia la puerta; luego se volvió.- ¿Vienes conmigo?
June le sostuvo la mirada, y cuando le habló lo hizo con voz serena.
– No, Cal, no iré contigo. No puedo obligarte a escuchar. Pero yo lo haré. Si quieres, puedes esperarme. De lo contrario puedes llevar a Michelle y yo regresaré a casa a pie.
Tim que venía observando atentamente a Cal, tuvo la seguridad de verlo sobresaltarse un poco cuando se mencionó a Michelle, pero nada dijo, esperando ver qué haría el médico.
– Esperaré -dijo Cal.
Y salió del consultorio cerrando la puerta. Cuando se marchó, June se volvió hacia Tim Hartwick diciendo:
– Lo lamento. Parece… parece simplemente incapaz de hacer frente a todo esto. Ha sido terrible.
Tim guardó silencio un momento, respetando su angustia. Luego dijo con mucha suavidad:
– Creo poder ayudar a Michelle. Ha sufrido mucha presión… Para empezar, su estado físico. Para una niña no es muy fácil convertirse de pronto en lisiada. Encima de eso está todo el asunto con Jennifer. Y el colmo es, por supuesto, la actitud de su padre. Todo junto está sometiendo a Michelle a mucha presión, y las cosas se están desbaratando.
– Entonces yo tenía razón… -suspiró June. Fue como si le quitaran una carga de los hombros.- ¿Por qué eso me hace sentir tanto mejor?
– Siempre es mejor comprender un problema -le aseguró el psicólogo-. Cuando no se sabe lo que pasa es cuando uno se siente totalmente perdido. Y con Michelle, por lo menos sabernos qué está pasando.
Michelle permaneció sentada unos minutos en la sala de los maestros, bebiendo lentamente su gaseosa. Le agradaba el señor Hartwick… la escuchaba y le creía cuando ella le hablaba de Amanda. No le decía que Amanda era un fantasma, o que no era real, o algo parecido. Distraídamente se preguntó qué estaría diciendo a sus padres. Aunque eso no tenía ninguna importancia. A pesar de lo que él les dijera, ellos ya no la querrían más.
Abandonando la sala de los maestros, se dirigió a la escalera del fondo de la escuela. En un columpio estaba sentado Billy Evans, que pateaba el suelo tratando de impulsar el columpio. Estaba solo y cuando vio a Michelle le hizo señas llamándola. La niña arrojó lejos el vaso vacío de gaseosa y bajó la escalera apoyándose pesadamente en su bastón.
– Hola -le dijo Billy-. ¿Quieres empujarme?
– Bueno.
Comenzó a empujarlo. Billy reía muy contento, y empezó a pedirle que lo empujara más fuerte.
– Es demasiado alto -le dijo Michelle-. Ni siquiera deberías estar en estos columpios. Deberías estar en los más pequeños.
– Ya soy bastante grande -respondió Billy-. Hasta puedo caminar por la valla.
Michelle miró hacia la cancha de béisbol, donde se había construido una valla improvisada con una viga y un poco de alambre tejido. Tenía unos dos metros y medio de altura y más o menos seis metros de largo. Michelle había visto que algunos niños mayores, los de su edad, la trepaban y luego caminaban a lo largo. Pero los más pequeños, como Billy, nunca se atrevían a hacerlo.
– Jamás te vi -dijo Michelle.
– Nunca miraste. Deja que se detenga el columpio y te lo mostraré.
Michelle dejó de empujar, y cuando el columpio se detuvo, Billy saltó y echó a correr hacia la cancha de béisbol.
– ¡Ven! -la llamó por sobre el hombro.
Michelle echó a andar detrás de él moviéndose lo más rápido que podía, pero cuando lo alcanzó él ya estaba trepando por el alambre..
– Ten cuidado -le previno ella.
– Es fácil -se burló Bily. Cuando llegó arriba, se montó en la viga, sonriéndole-. Sube -le dijo.
– No puedo -respondió Michelle-. Tú lo sabes.
Billy subió primero un pie, luego el otro. Lentamente, haciendo equilibrio con las manos, logró agacharse. Entonces, siempre bamboleándose, se levantó con cuidado hasta quedar erguido, con los brazos tendidos.
– ¿Ves?
Michelle podía verlo tambalear. Tuvo la certeza de que se caería.
– Billy, bájate de allí. Te caerás y te harás daño, y yo no podré ayudarte.
– ¡No me caeré! ¡Mírame!
Dio un paso vacilante; casi perdió pie, luego recobró el equilibrio y dio otro.
– Por favor, Billy -imploró Michelle.
Billy se alejaba de ella, avanzando lenta y cuidadosamente por la viga, mejorando su equilibrio a cada paso.
– No me caeré -repitió el niño. Luego, dándose cuenta de que Michelle estaba por insistirle en que bajara, decidió burlarse de ella.- Solo estás enojada porque tú no puedes hacerlo. Si no fueras renga, podrías. ¡Pero como lo eres, no puedes! -y se echó a reír.
Michelle lo miró por un segundo con fijeza, mientras su risa resonaba en sus oídos.
Hablaba igual que Susan Peterson y todos los demás.
Alrededor de ella empezó a cerrarse la bruma, las frías nieblas que, lo sabía, traerían consigo a Amanda. Billy Evans, que le sonreía burlón, desapareció de su vista, pero su voz, siempre risueña, atravesaba la niebla como un puñal.
Y entonces, Amanda estuvo allí, de pie tras ella, susurrándole.
– No le dejes hacer eso, Michelle -decía Mandy con suavidad-. Se está riendo de ti. No le dejes. Nunca dejes que ninguno de ellos vuelva a reírse de ti.
Michelle vaciló. Una vez más oyó la burlona risa de Billy y sus pullas.
– ¡Tú no podrías hacerlo! ¡Si no fueras renga!
– ¡Hazlo callar! -siseó Mandy a su oído.
– No sé cómo -gimió Michelle, mientras miraba desesperadamente en torno, buscando a Amanda.
– Yo te mostraré -susurró Amanda-. Déjame mostrarte…
La risa, la burlona risa, cesó de pronto y fue reemplazada por un alarido de terror.
Billy trató de saltar, pero era demasiado tarde… bajo sus pies, la valla se movía.
Perdió el equilibrio, trató de recuperarlo, fracasó. Entonces sus brazos se agitaron en el aire. Estaba cayéndose.
Un instante más tarde, en el patio de la escuela había silencio. Un silencio que, para Michelle solo rompía el sonido de la voz de Amanda.
– ¿Lo ves? ¿Ves qué fácil es? Ahora puedes hacer que todos dejen de reírse…
La voz se apagó y Amanda desapareció. La niebla empezó a dispersarse. Michelle aguardó un momento, aguardó a que desapareciera toda, después miró.
Billy Evans, con la cabeza torcida, de modo que sus ojos vacíos la miraban con fijeza, yacía en el suelo a poca distancia.
Michelle supo que jamás volvería a reírse de ella.
CAPITULO 23
Michelle contempló fijamente el cuerpo diminuto de Billy Evans que yacía inerte en el suelo, con la cara pálida y sin vida. Titubeante, de mala gana, dio un paso hacia él.
– ¿Billy? -dijo con voz temblorosa, inquisitiva-. ¿Billy? ¿Estás bien?
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