John Saul - Ciega como la Furia
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Y había escuchado.
Al principio había oído solamente un bajo murmurar (Ir voces, pero no pudo distinguir las palabras.
Luego su madre empezó a gritar, amenazando con irse, diciendo a su padre que se las llevaría lejos.
Desde el pasillo, Michelle no había oído entonces nada, salvo el fuerte latir de su propio corazón; no había sentido nada, salvo el agudísimo dolor en su cadera.
Finalmente había oído a su padre, cuyas palabras resonaron en sus oídos: uNo puedo perderte. No puedo perder a Jennifer".
Sobre ella, nada.
Se arrastró de nuevo a su cuarto y se acostó. Ajustó las cobijas en torno a su cuello y allí se quedó tendida, mientras su pequeño cuerpo temblaba y su mente daba vueltas.
Era cierto. El ya no la quería.
No la quería desde ese día en que ella se había caído del risco.
Ese era el día en que las buenas cosas habían terminado, y las malas cosas habían empezado.
Lo único que le quedaba era Amanda.
En el mundo entero estaba solamente Amanda.
Deseó que Amanda llegara a ella, le hablara, le dijera que todo iría bien.
Y Amanda llegó.
Su tenebrosa figura, como una sombra en la noche, surgió desde un rincón del cuarto, flotó hacia Michelle, tendiendo la mano, buscándola, tocándola.
El contacto hacía bien. Michelle sintió que su amiga la atraía hacia sí.
– Estaban peleando, Mandy -susurró-. Estaban peleándose por mí.
– No -respondió Amanda-. No se estaban peleando por ti. No les importa nada, ahora solo quieren a Jennifer.
– No -protestó Michelle.
– Es verdad -susurró la voz de Amanda, suave, pero insistente-. Todo esto sucede a causa de Jennifer. Si no fuese por Jennifer, ellos te querrían. Si no fuese por Jennifer, tú no habrías caído. ¿Recuerdas cómo se burlaban de ti? Fue por Jennifer. Todo es culpa de Jennifer.
– ¿Culpa de Jennifer? Pero… es tan pequeña…
– Eso no importa -susurró Amanda-. Así será más fácil. Michelle, será tan fácil, y cuando ella ya no exista… cuando Jennifer no exista… todo será como solía ser. ¿No te das cuenta?
Mentalmente, Michelle dio vueltas a las palabras, mientras escuchaba la suave voz de Amanda, susurrándole, tranquilizándola. Todo empezó a cobrar sentido.
Sí, era culpa de Jennifer.
Si no existiera Jennifer…
Michelle se quedó dormida con Amanda junto a ella, canturreándole, susurrándole.
Y cuando estuvo dormida, Amanda le mostró lo que tenía que hacer.
Entonces, todo tuvo sentido para Michelle.
Todo…
CAPITULO 22
A medida que la semana transcurría lentamente, June se sintió cada vez más alterada. Varias veces estuvo tentada de pedir a Tim Hartwick que cambiara sus horarios para recibir antes a la familia. Pero resistió esta tentación, diciéndose que se estaba poniendo histérica.
Cuando llegó el viernes, se preguntó si sería demasiado tarde. Ya casi no se podía llamar familia a los Pendleton. Michelle se había replegado más aún; cada día se iba a la escuela en silencio y luego regresaba a casa solo para desaparecer en su habitación.
June se encontró deteniéndose con demasiada frecuencia en el pasillo de arriba, frente a la puerta de Michelle, escuchando.
Solía oír la voz de Michelle, suave, apenas audible, las palabras indescifrables. Luego había pausas, como si Michelle estuviera escuchando a otra persona, aunque June sabía que estaba sola en su cuarto.
Sola, salvo por Amanda.
En varias ocasiones, durante esos días, June trató de franquear el abismo que se ensanchaba entre ella y su marido, pero Cal parecía impermeable a sus insinuaciones. Todas las mañanas salía rumbo a la clínica temprano, y todas las noches se quedaba hasta tarde, llegando a casa apenas a tiempo para jugar unos minutos con Jennifer, para luego acostarse temprano.
Y Jennifer.
Era como si Jennifer intuyera la tensión que reinaba en la casa. Su risa, el satisfecho murmullo al cual tanto se había acostumbrado June, había desaparecido totalmente. Inclusive casi nunca lloraba, como si temiera causar cualquier clase de disturbios.
June pasaba todo el tiempo posible en el estudio, tratando de pintar, pero lo más frecuente era que se quedara mirando su tela vacía, sin verla en realidad. Varias veces empezó a revolver el armario, en busca del extraño boceto que, lo sabía, no había hecho ella. Algo la detuvo… el miedo.
Temía que, si lo miraba el tiempo suficiente, pensaba en él con suficiente empeño, llegaría a imaginarse de dónde provenía. No quería hacerlo.
Cuando por fin llegó la mañana del viernes, June se sintió repentinamente liberada. Ese día, por fin, ellos verían a Tim Hartwick. Y ese día, quizás, las cosas empezarían a mejorar.
Por primera vez en esa semana, June rompió el silencio que tanto había pesado sobre la mesa del desayuno.
– Hoy iré a buscarte a la escuela -dijo a Michelle. La niña la miró inquisitivamente. June trató de que su sonrisa fuese tranquilizadora.- Hoy me encontraré con tu padre después de la escuela. Iremos todos a hablar con el señor Hartwick.
– ¿El señor Hartwick? ¿El psicólogo? ¿Por qué?
– Solo creo que sería una buena idea, nada más -declaró June.
Cuando Michelle entró en su consultorio, Tim Hartwick Ie sonrió y le señaló una silla. Después de instalarse en ella, Michelle inspeccionó la habitación.
Tim aguardó en silencio hasta que los ojos de la niña volvieron finalmente a él.
– Pensé que mis padres iban a estar también aquí.
– Con ellos hablaré un poco más tarde. Antes pensé que podíamos conocernos.
– No estoy loca -declaró Michelle -. No me importa lo que le haya dicho cualquiera.
– Nadie me dijo nada -le aseguró Hartwick-. Pero supongo que sabes lo que hago aquí.
Michelle asintió.
– ¿Cree usted que le hice algo a Susan Peterson?
Tim quedó sorprendido.
– ¿Lo hiciste? -preguntó.
– No.
– Entonces, ¿por qué iba a pensar que sí?
– Todos los demás lo creen -Michelle hizo una pausa, luego agregó:- Excepto Amanda.
– ¿Amanda? -repitió el psicólogo-. ¿Quién es Amanda?
– Es mi amiga.
– Creía conocer a todos aquí -dijo Tim cuidadosamente-. Pero no conozco a nadie que se llame Amanda.
– Ella no va a la escuela, -respondió Michelle.
Tim la observó cautelosamente, procurando interpretar su expresión, pero no había nada que interpretar. Por lo que pudo darse cuenta, Michelle estaba muy tranquila.
– ¿Por qué no va a la escuella ella? -inquirió Tim.
– No puede, es ciega. -¿Ciega?
Michelle asintió de nuevo.
– No puede ver nada, salvo cuando está conmigo. Sus ojos son raros, todos lechosos.
– ¿Y dónde la conociste?
Michelle pensó largo rato antes de contestarle; finalmente se encogió de hombros.
– No estoy segura. Creo que debo de habérmela encontrado cerca de nuestra casa. Por allí vive.
Hartwick decidió abandonar un momento el tema.
– ¿Cómo está tu pierna? ¿Te duele mucho?
– Está bien. -Hizo una pausa, luego pareció cambiar de idea.- Bueno, algunas veces duele más que otras. Y a veces casi no me duele.
– ¿Cuándo ocurre eso?
– Cuando estoy con Amanda. Creo… creo que ella me hace olvidar. Me parece que por eso somos tan buenas amigas. Ella es ciega, y yo, renga.
– ¿No eran amigas antes de la tu caída? -preguntó Tim, intuyendo algo importante.
– No. La vi un par de veces, pero no llegué realmente a.conocerla hasta después del accidente. Entonces comenzó a visitarme.
– ¿No tenías una muñeca llamada Amanda? -preguntó de pronto el psicólogo. Michelle se limitó a mover la cabeza asintiendo.
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