John Saul - Ciega como la Furia
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Bajando de su cama, Michelle se acercó a la ventana. El mar rutilaba a la luz de la luna, pero Michelle apenas lo miró; luego desvió la vista hacia el claro de abajo, buscando en las sombras algún fugaz movimiento que le indicara dónde estaba Amanda.
Y entonces la vio. Una sombra, más oscura que las demás penetró súbitamente en el prado.
Con la cara inclinada hacia atrás, recibiendo la extraña luz de la luna que se deslizaba, Amanda la llamó con una seña.
Michelle se cubrió con su bata y sigilosamente abandonó su habitación. En el pasillo se detuvo, escuchando. Cuando no oyó ningún sonido en la habitación de sus padres, empezó a bajar las escaleras.
Afuera la esperaba Amanda.
Al acercarse, Michelle sintió la presencia de su amiga que la arrastraba, la guiaba.
Bajó el sendero y luego, bordeando el risco, se dirigió al estudio.
Al entrar, Michelle no intentó encender la luz. En cambio, sabiendo lo que Amanda quería, fue al armario y sacó una tela.
La puso en el caballete, tomó un trozo de carboncillo de su madre y esperó.
Cualquier cosa que Amanda quisiera ver, Michelle sabía que podía dibujarla. Un momento más tarde empezó. Como antes, sus trazos eran audaces, rápidos y seguros, como si la guiara una mano invisible. Y mientras trabajaba, su rostro fue cambiando. Sus ojos, sus ojos pardos que siempre habían parecido tan vivaces, se enturbiaron y luego parecieron ponerse vidriosos. En cambio los ciegos ojos pálidos y lechosos de Amanda cobraron vida, revoloteando ávidamente sobre la tela, paseándose por todo el estudio, absorbiendo las imágenes que durante tanto tiempo le fueron negadas.
El cuadro surgía rápidamente, con los mismos trazos audaces que Michelle había utilizado la noche anterior.
Solo que esa noche Michelle dibujó a Susan Peterson con la cara deformada por el miedo, en la orilla del risco. Susan parecía estar suspendida en el aire, con el cuerpo lanzado hacia adelante, agitando los brazos. Y sobre el risco, con la boca curvada con una siniestra sonrisa, había otra niña, vestida de negro, con la cara casi tapada por su gorro. Era Mandy. Parecía observar a Susan con ojos sin luz, los brazos extendidos, no de temor, sino como si acabara de empujar algo.
Su sonrisa, aunque carente de alegría, parecía de algún modo victoriosa.
Michelle puso fin al dibujo; luego se apartó. Detrás de sí sentía la presencia de Amanda, que respiraba suavemente, escudriñando la tela por sobre su hombro.
– Sí -susurró en su oído la voz de Amanda-. Así es como fue.
Casi de mala gana, Michelle volvió a guardar la tela en el armario, obedeciendo la orden susurrada por Amanda: esconderla bien al fondo, en un rincón alejado, donde no se la encontraría.
Después, dejando el estudio tal como había estado al entrar ella, Michelle emprendió el regreso hacia la casa. Mientras cruzaba el prado, Amanda le susurró:
– Ahora te odiarán todos, pero no importa. También me odiaban a mí y se reían. Pero no importa, Michelle, yo cuidaréde ti. Ellos no se reirán de ti. Nunca se reirán de ti. Yo no les permitiré que lo hagan.
Y entonces Amanda desapareció en la noche…
LIBRO TERCERO
CAPITULO 19
El día había sido una dura prueba para todos. Corinne Hatcher miró el reloj, sin duda por sexta o séptima vez por lo menos. Durante toda la jornada, los niños habían cuchicheado unos con otros, mientras sus ojos iban constantemente a posarse aunque fuese un instante en Michelle Pendleton, y luego se desviaban a otra parte, culpables, cuando advertían que la señorita Hatcher los estaba observando.
Corinne no sabía más que cualquier otra persona. Había oído todas las hipótesis. La noche anterior la habían llamado varias mujeres, todas proclamando su deseo de asegurarse de que la maestra de sus hijos supiese "la verdad", todas ansiosas por decirle que esperaban que ella se ocuparía de que Michelle Pendleton fuera "separada" de la clase. Por último ella, desesperada, había llamado a Josiah Carson pidiéndole la versión autentica de lo sucedido.
Luego dejó su telefono descolgado.
Y ahora, mientras se acercaban las tres de la tarde, aún estaba tratando de decidir si mencionaría o no a Susan Peterson. Pero mientras iban pasando lentamente los últimos minutos del día escolar, supo que no lo haría… simplemente no había nada que pudiera decirles, y por cierto que no había nada que quisiera decirles estando presente Michelle Pendleton.
Michelle.
Michelle había llegado esa mañana, como todas las mañanas recientes, apenas a tiempo para deslizarse discretamente en su asiento, al fondo del salón. De todos los niños, ella parecía ser la única capaz de concentrarse en todas sus lecciones. Mientras los demás cambiaban miradas y cuchicheos, Michelle permanecía sentada tranquilamente (¿o acaso estoicamente?) al fondo del salón, como si no advirtiese lo que estaba pasando en torno a ella. La reacción de Michelle ante la situación había puesto el ejemplo para la suya propia. Si Michelle podía obrar como si nada hubiese ocurrido, ella también. "Dios sabe que para Susan no tendrá ya importancia" pensó para sí "y tal vez si me desentiendo de la situación, los niños harán lo mismo".
Cuando sonó la campana final, Corinne lanzó un silencioso suspiro de alivio, mientras se hundía en su sillón para observar a los niños que se precipitaban al pasillo. Notó que ninguno de ellos hablaba a Michelle, aunque le pareció ver que Sally Carstairs se detenía un instante, vacilaba como si fuera a decir algo, después cambiaba de idea y salía con Jeff Benson.
Cuando en el salón no quedó nadie salvo ellas dos, Corinne sonrió a Michelle.
– Bueno -dijo con la mayor animación posible-. ¿Qué tal fue tu día?
Si Michelle quería hablar al respecto, Corinne le había dado la oportunidad. Pero Michelle no quería hablar.
– Muy bien -respondió con indiferencia. Se había pursto de pie y estaba juntando sus libros. Poco antes de salir del cuarto sonrió brevemente a Corinne.- Hasta mañana -dijo, y se marchó.
Al salir del aula, Michelle miró al otro lado del corredor. Viendo que Sally Carstairs y Jeff Benson conversaban junto a la puerta principal, tomó hacia el otro lado.
Cuando llegó a la escalera de atrás, se permitió descansar por primera vez en ese día: ninguno de sus condiscípulos estaba en el patio. Allí estaba Annie Whitmore jugando con sus amigas. Pero ese día no saltaban a la cuerda, sino que jugaban a la "pata coja". Michelle las observó un momento, preguntándose si tal vez ella podría hacerlo, saltando con su pierna sana. Tal vez lo intentaría, después de que las niñas se fueran.
Empezó a bajar la escalera, pensando salir del patio por la entrada de atrás, pero cuando pasaba frente a los columpios, un niño de segundo grado la llamó.
– ¿Quieres empujarme?
Michelle se detuvo y miró al niñito.
Tenía siete años y era pequeño para su edad. Encaramado en un columpio, contemplaba pensativamente a sus amigos que se mecían de un lado a otro. Su problema era inmediatamente obvio. Como sus piernas no llegaban al suelo, no podía poner en movimiento el columpio. Miraba a Michelle con ojos pardos, grandes y confiados, ojos de cachorrito.
– ¿Por favor? -imploró.
Michelle dejó su cartapacio en el suelo y, con esfuerzo, se apostó detrás del niñito.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó mientras le daba un empujóncito.
– Billy Evans. Yo sé quién eres… eres la niña que se cayó del risco. ¿Te dolió?
– No mucho. Quedé desmayada.
Billy pareció aceptar esto como algo perfectamente normal.
– Ah -respondió-. Empújame más fuerte.
Michelle empujó un poco más fuerte. Pronto Billy se columpiaba muy contento, lanzando hacia afuera las piernecitas, mientras sus infantiles chillidos resonaban en el campo de juego.
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