John Saul - Ciega como la Furia
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Algo nefasto.
Acaso no debía haber bautizado Amanda a la muñeca…
Cuando Michelle despertó, los ruidos nocturnos habían cesado. Permaneció quieta en la cama, escuchando. En torno a ella, el silencio era casi palpable.
Y entonces lo sintió.
Algo la estaba observando.
Algo que estaba en su habitación. Quiso estirarse las cobijas sobre la cara y ocultarse de aquello que había venido hasta ella, pero supo que no podía.
Fuera lo que fuese, tenía que mirarlo.
Lentamente, Michelle se sentó en su cama, escudriñando con ojos dilatados y asustados, los oscuros rincones del dormitorio.
Junto a la ventana.
Estaba en el rincón, junto a la ventana… una negra silueta, algo de pie allí, de pie e inmóvil, observándola.
Y entonces, mientras ella miraba, empezó a acercársele.
Penetró en el cuarto, en la luz de la luna cuyo brillo plateado entraba por la ventana.
Era una niña, no mayor que ella misma.
Inexplicablemente, el temor comenzó a abandonar a Michelle y fue reemplazado por la curiosidad. ¿Quién era ella? ¿Qué quería?
La niña se acercó más a ella, y Michelle pudo ver que estaba ataviada de manera extraña. Su vestido era negro y llegaba casi al suelo, con grandes mangas abullonadas que terminaban ajustadas en sus muñecas. Sobre la cabeza, casi ocultándole la cara, tenía puesto un bonete negro.
Michelle observaba, paralizada, a la extraña figura que se le aproximaba. A la luz de la luna, la niña volvió la cabeza, y Michelle vio su rostro…
Era un rostro blanco, con la boca pequeña y una naricilla respingada.
Entonces Michelle vio los ojos.
De un blanco lechoso, y brillando tenuemente a la luz de la luna, miraron a Michelle sin verla; y cuando los ojos sin vista se fijaron en Michelle, la niña levantó un brazo y la señaló.
De nuevo inundada por el miedo, Michelle empezó a gritar.
Sus propios gritos la despertaron.
Aterrada, miró a su alrededor el dormitorio vacío, buscando la extraña figura negra que había estado allí apenas un segundo atrás.
El cuarto estaba desierto.
En torno a ella, continuaban monótonos los ruidos nocturnos; la marejada golpeando abajo, incesante, la brisa pulsando siempre los pinos.
Entonces se abrió la puerta de su habitación y allí estaba su padre.
– Princesa… princesa ¿te sientes bien? -Sentado en su cama, con los brazos alrededor de ella, la consolaba.
– Fue una pesadilla, papá -susurró Michelle-. Era espantoso, papá, y tan real. Había alguien aquí. Aquí mismo, en la habitación.
– No, pequeña, no -la consoló Cal Pendleton-. Aquí no hay nadie más que yo. Solamente tú y yo y tu madre. Fue tan solo un sueño, preciosa.
Cal permaneció con ella largo rato, hablándole, tranquilizándola, finalmente, casi al amanecer la besó suavemente y le dijo que se durmiera. Le dejó la puerta abierta.
Michelle permaneció un rato tendida, inmóvil, procurando olvidar el sueño aterrador. No pudiendo dormirse, se levantó de la cama y se acercó al asiento de la ventana. Levantó la muñeca y se sentó en la ventana, contemplando la oscuridad de los últimos momentos de la noche. Cuando la niebla empezaba a levantarse, Michelle creyó de pronto ver algo… una figura de pie en el risco, hacia el norte, cerca del antiguo cementerio. ;
Miró de nuevo, esforzando los ojos, pero las brumas giraban en el viento y no pudo ver nada.
Llevándose consigo su muñeca antigua, Michelle volvió a su cama. Cuando el primer gris de la aurora penetraba lentamente en el cielo, se durmió de nuevo.
Junto a ella, con la cabeza apoyada en la almohada, la muñeca ciega miraba hacia arriba inexpresivamente.
Al salir de la habitación de Michelle, Cal no fue directamente a acostarse. En cambio se puso una bata, buscó su pipa y su tabaco y bajó la escalera.
Por un rato anduvo sin rumbo por la casa; luego se instaló finalmente en la pequeña sala de recibo formal, al frente de la planta alta. Con los pies apoyados en alto, encendió su pipa y dejó que sus pensamientos flotaran a la deriva.
Estaba otra vez en Boston, la noche en que aquel niño había muerto… la noche en que su vida había cambiado.
Ahora ni siquiera podía recordar el nombre de aquel niño.
No podía o no quería.
Esa era parte del problema. Había demasiados cuyos nombres no podía recordar y que habían muerto.
¿Cuántos habían muerto por culpa suya?
Del último, el niño llegado de Paradise Point estaba seguro. Pero tal vez hubiese habido otros. ¿Cuántos otros? En fin, ya no habría más.
Sus pensamientos volvían constantemente a ese niño.
Alan Hanley. Así se llamaba. Cal pudo recordar el día en que Alan Hanley había sido llevado a la Clínica General de Boston.
La ambulancia había llegado al caer la tarde, con Alan Hanley inconsciente y Josiah Carson atendiéndolo. El niño se había caído de un tejado.
Ese mismo tejado, como Cal sabía ahora, aunque en ese momento no había tenido importancia.
Josiah Carson había hecho lo que pudo, pero cuando comprendió que las heridas del muchacho eran demasiado graves para ser tratadas en la Clínica de Paradise Point, lo había llevado a Boston.
Y Cal Pendleton lo había atendido.
Al principio había parecido un caso bastante sencillo… algunos huesos rotos y probables lesiones craneanas. Cal había hecho lo mejor posible, inmovilizando la rotura y buscando lesiones internas. Fue entonces cuando había encontrado algo que creyó era un coágulo de sangre formándose dentro de la cabeza del niño. Le había parecido que era una emergencia, y por eso, con Josiah Carson a su lado, observando, había operado.
Alan Hanley murió en la mesa de operaciones.
Y no había ningún coágulo de sangre, ninguna razón para operar.
Aquel incidente había alterado seriamente a Cal, lo había alterado más que cualquier otro suceso de su vida.
No era, y lo sabía, la primera vez que había diagnosticado algo equivocadamente. Casi todos los médicos diagnostican mal de vez en cuando. Pero para Cal Pendleton la muerte de Alan Hanley fue un punto de viraje.
Desde ese momento, jamás había dejado de preguntarse si cometería otro error, y si otro niño iba a morir por culpa suya.
En el hospital todos le decían que lo estaba tomando demasiado en serio, pero la muerte de ese niño continuaba atormentándolo.
Finalmente se había tomado un día libre, yendo en auto a Paradise Point para hablar con Josiah Carson acerca de Alan Hanley…
Josiah Carson lo recibió con indiferencia, y al principio Cal creyó que estaba perdiendo el tiempo. Carson lo culpaba por la muerte de Alan Hanley; pudo verlo en los penetrantes ojos azules del anciano, pero mientras hablaban, algo empezó a cambiar en Carson. Cal tuvo la seguridad de que el viejo doctor le estaba diciendo cosas que no le había dicho a nadie más.
– ¿Alguna vez vivió solo? -le preguntó súbitamente Carson. Pero antes de que él pudiera contestar nada, Carson empezó de nuevo a hablar-. He vivido aquí solo durante años, atendiendo a la gente de por aquí, y manteniéndome casi siempre aislado. Supongo que habría debido seguir así, seguir tratando de hacer yo mismo todos los arreglos de la casa. Pero estoy envejeciendo y pensé… bueno, no importa lo que pensé.
Cal se movió incómodo, preguntándose qué estaba tratando de decirle el anciano.
– ¿Qué pasó ese día? -preguntó-. Quiero decir, antes de que llevara a Alan Hanley a Boston.
– Es difícil decirlo -replicó Carson en voz baja -. Venía teniendo problemas con el techo; hacía falta reemplazar algunas tejas. Iba a hacerlo yo mismo, pero entonces cambié de idea. Pensé que sería mejor buscar a alguien un poco más joven -continuó, mientras su voz se apagaba hasta convertirse en un mero susurro-. Pero Alan era demasiado joven. Debí haberlo sabido… tal vez sí lo sabía. Tenía solo doce años… Bueno, como sea, lo dejé subir allí.
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