– Pero el sueco no lo es.
– Es verdad, el sueco es una lengua escandinava, de la familia de las lenguas germánicas. Pero lo cierto es que también usa el alfabeto latino, ¿no?
– ¿Y el ruso?
– El ruso usa el cirílico, que viene igualmente del griego.
– Pero usted no explicó eso en la clase de hoy.
– Calma -dijo sonriendo Tomás, alzando la palma de la mano izquierda, como quien hace detener el tráfico-. El curso lectivo aún no ha acabado. El griego será tema de la próxima clase. Digamos que he estado aquí con usted avanzando un poco en la materia…
Lena suspiró.
– Ah, profesor -exclamó-. Lo que necesito no es avanzar en la materia, sino recuperar lo que he perdido de las primeras clases.
– Diga, pues. ¿Qué quiere saber?
– Como le expliqué por teléfono, el atraso en mi expediente del Erasmus me hizo perder las primeras clases. Estuve viendo algunos apuntes que me prestaron unos compañeros, relacionados con la escritura cuneiforme de Sumeria, y confieso que no he entendido nada. Necesito que usted me ayude.
– Muy bien. ¿Cuáles son exactamente sus dudas?
La sueca se inclinó ante el escritorio, acercando la cabeza a Tomás. El profesor sintió su fragancia perfumada y adivinó sus abundantes senos, llenos y turgentes, queriendo irrumpir por el jersey. Hizo un esfuerzo para controlar la imaginación, repitiéndose a sí mismo que ella era una alumna y él el profesor, ella una joven y él un hombre de treinta y cinco años, ella libre y él casado.
– ¿Ha probado alguna vez comida sueca? -preguntó Lena, endulzando la voz.
– ¿Comida sueca? Pues…, sí, creo que comí en Malmö, cuando fui en el Inter-Rail.
– ¿Y le gustó?
– Mucho. Me acuerdo de que estaba bien elaborada, pero muy cara. ¿Por qué?
Ella sonrió.
– ¿Sabe, profesor? Creo que no va a poder explicarme todo en sólo media hora. ¿No le parece mejor venir a almorzar a mi casa y ayudarme a ver las cosas con más calma, sin prisas?
– ¿Almorzar en su casa?
La propuesta era inesperada y Tomás se quedó cohibido, no sabía cómo actuar frente a aquella invitación. Presintió que le acarrearía un montón de problemas, previo mil complicaciones; pero no había dudas de que Lena era una muchacha agradable, él se sentía bien en su presencia y la tentación era grande.
– Sí, le prepararé un plato sueco y ya verá cómo se le hace la boca agua.
Tomás vaciló. Pensó que no podía aceptar. Ir a almorzar a la casa de una alumna, y sobre todo de aquella alumna, era un paso peligroso, no estaba para esas aventuras. Pero, por otro lado, se interrogó sobre las consecuencias reales de aceptar. ¿No estaría exagerando un poco? A fin de cuentas, era sólo un almuerzo y una explicación, nada más. ¿Qué mal podría haber en eso? ¿Cuál era el problema de estar una o dos horas en casa de la muchacha hablándole sobre la escritura cuneiforme? Qué él supiese, nada le impedía dar una explicación a una alumna sobre el programa de su asignatura. La diferencia es que, en vez de ser en el aula o en el despacho, sería fuera de la facultad. ¿Y entonces? ¿Cuál era el obstáculo? En realidad, estaría ayudando a una estudiante, estaría realizando un ejercicio de pedagogía, ¿y no era ésa, al fin y al cabo, la misión de un profesor? Por otro lado, bien vistas las cosas, sería agradable. Y, ¿qué había de malo en gastar un poco de tiempo en compañía de una muchacha tan guapa? ¿No tendría derecho a un poco de distracción? Además, se le ocurrió, sería una excelente oportunidad para probar una gastronomía nueva, la cocina escandinava tenía realmente sus encantos. ¿Por qué no?
– Vale -asintió-. Vamos a almorzar.
Lena esbozó una sonrisa encantadora.
– Pues estupendo -exclamó ella-. Voy a prepararle un plato que lo dejará con ganas de comer más. ¿Quedamos para mañana?
Tomás se acordó de que al día siguiente tenía que ir con Constanza al colegio de Margarida. Habían solicitado una reunión con la directora del colegio para intentar resolver el problema de la falta del profesor de educación especial, era impensable que él faltase.
– No puede ser -meneó la cabeza-. Tengo que ir…, pues…, tengo un compromiso mañana, no puedo ir.
– ¿Y pasado mañana?
– ¿Pasado mañana? ¿Viernes? A ver…, sí, puede ser.
– ¿A la una de la tarde?
– A la una. ¿Dónde queda su casa?
Lena le entregó la dirección y se despidió, dándole dos besos húmedos en la cara. Cuando ella salió, dejando el delicioso aroma de su perfume flotando en el despacho como si fuese una firma fantasmagórica, Tomás miró hacia abajo y se dio cuenta, sorprendido, excitado, de que ya habían reaccionado sus fluidos, la química estaba en movimiento, el cuerpo ansiaba lo que la mente reprimía. Una vigorosa erección llenaba sus pantalones.
Traspasaron los portones del colegio de Sao Julião da Barra a última hora de la mañana. Fueron a observar a Margarida en el aula y, espiando por la rendija de la puerta entreabierta, la descubrieron, sentada en su lugar, junto a la ventana, con expresión muy atenta. Sus padres sabían que tenía fama de buena compañera; defendía siempre a los más débiles, ayudaba a los que se magullaban en el recreo, no le importaba en absoluto perder en los juegos que se disputaban en el colegio y siempre se ofrecía como voluntaria para salir del juego cuando eran más de la cuenta; llegaba incluso a hacerse la desentendida siempre que algún compañero se burlaba de su condición y olvidaba deprisa las afrentas. Tomás y Constanza la miraron largo rato por la rendija, con admiración, como si fuese una santa; pero ya era la hora de la reunión y se vieron forzados a abandonar la puerta del aula. Aceleraron el paso y se presentaron en el despacho de la directora; no tuvieron que esperar mucho a que se los invitase a entrar.
La responsable del colegio era una mujer de cuarenta y pocos años, huesuda y alta, con el pelo teñido de rubio y gafas de aros redondas; los recibió con cortesía, pero se notó enseguida que se sentía presionada por el tiempo.
– Tengo un almuerzo a la una -explicó-. Y una reunión de coordinación pedagógica a las tres de la tarde.
Tomás consultó el reloj, eran las doce y diez, tenían cincuenta minutos por delante; no veía razón para que no bastase con todo ese tiempo.
– Menos mal que tiene esa reunión de coordinación pedagógica -intervino Constanza-, porque lo que nos trae aquí tiene que ver, obviamente, con cuestiones pedagógicas.
– Lo sé muy bien -dijo la directora, para quien esta cuestión se había convertido en una pesadilla desde la anterior reunión con la pareja, a comienzos del curso lectivo-. Supongo que se trata del problema del profesor de educación especial.
– Naturalmente.
– Pues eso es un agobio.
– No dudo de que para usted sea un agobio -interrumpió Constanza, con un tono levemente irritado en la voz-. Pero puede creer que, para nosotros, y sobre todo para nuestra hija, es una tragedia. -La señaló con el índice-: ¿Tiene usted idea del daño que le está haciendo a Margarida la falta de un profesor de educación especial?
– Señora, estamos haciendo lo que podemos…
– Están haciendo poco.
– No es verdad.
– Sí -insistió-. Y usted sabe muy bien que lo es.
– ¿Por qué no contratan otra vez al profesor Correia? -preguntó Tomás, entrando en el diálogo e intentando evitar que se transformase en un pugilato verbal entre las dos mujeres-. Estaba haciendo un trabajo excelente.
El tono áspero de la reunión anterior, cuando comenzaron las clases y los avisaron de que en este curso lectivo no estaría el profesor Correia ni nadie para dar el apoyo especial a Margarida, lo había dejado alerta; y la verdad es que el conflicto aumentaba de intensidad a medida que seguía sin resolverse el problema y se hacía evidente el retraso escolar de la niña.
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