– Sí, señor -asintió la muchacha, extendiéndole una cartera beis.
El director de la biblioteca abrió la cartera, hojeó los documentos y se los extendió al visitante.
– Aquí tiene, profesor.
Tomás cogió la cartera y examinó los documentos. Eran copias de las solicitudes realizadas semanas antes por Toscano. La calidad de la lista fue lo que enseguida le llamó la atención. La primera solicitud era la Cosmographiae introductio cum quibvsdam geometriae ac astronomiae principiis as ean rem necessariis, Insuper quatuor Ameñci Vespucii navigationes, de Martin Waldseemüller, fechada en 1507; después venía la Narrado regionum indicarum per hispanus quosdan devastatarum verissima, texto de 1598 de Bartolomé de las Casas; luego, la Epístola de Insulis nuper inventis, publicada por Cristóbal Colón en 1493; la solicitud siguiente se titulaba De orbe nous decades, de Pietro d'Anghiera [Pedro de Anglería], de 1516; la penúltima hoja señalaba el Psalterium, de Bernardo Giustiniani, también de 1516; la última era Paesi nouamente retrovati et novo mondo da A. Vesputio, de Fracanzano da Montalboddo, fechada en 1507.
– ¿Es esto lo que buscaba?
– Sí -asintió Tomás con expresión pensativa.
El director de la Biblioteca Nacional presintió la vacilación del portugués.
– ¿Es correcto?
– Pues…, sí… quiero decir: aquí hay algo que me parece extraño.
– ¿A qué se refiere?
Tomás le extendió las copias de las solicitudes.
– Dígame, señor Lagoa, ¿cuáles de estas obras tienen alguna relación con el descubrimiento de Brasil por Pedro Alvares Cabral?
El brasileño analizó los títulos que constaban en las solicitudes.
– Bien. La Cosmographiae introductio de Waldseemüller muestra uno de los primeros mapas donde aparece Brasil. -Consultó otra solicitud-. Y Paesi, de Montalboddo, es el primer libro donde se publicó el relato del descubrimiento de Brasil. Hasta 1507, sólo los portugueses conocían los detalles del viaje de Cabral, que nunca había merecido una exposición pormenorizada en una obra. Paesi es el primer testimonio.
– Ajá… -murmuró Tomás, evaluando lo que le había dicho el director-. ¿Los demás libros no tienen relación con Brasil?
– No, que yo sepa, no.
– Es extraño…
Se hizo un silencio.
– ¿Desea consultar alguna de estas obras?
– Sí -decidió Tomás-. Paesi.
– Voy a pedir que lo lleven a la sala de microfilm.
– ¿El profesor Toscano leyó Paesi en microfilm?
Lagoa consultó la solicitud.
– No, vio el original.
– Entonces, si no le importa, convendría que yo viese también el original. Quiero consultar exactamente los ejemplares que él consultó. Imagine que hay anotaciones marginales importantes o que el tipo de papel usado es algo que llega a resultar relevante. Necesito ver lo que él vio: sólo así estaré seguro de que no se me escapa nada.
El brasileño hizo una señal a su secretaria.
– Célia, mande buscar el original de Paesi. -Miró nuevamente la solicitud-. Está en el cofre 1,3. Después lleve al señor profesor a la sección de libros raros y proceda a la consulta según el protocolo. -Se volvió hacia Tomás y le dio un apretón de manos-. Señor profesor, ha sido un placer. En cualquier otra cosa que necesite, Célia le ayudará.
Lagoa regresó a su reunión y la secretaria, después de un breve telefonazo, hizo una seña al visitante para que la siguiese. Salieron al vestíbulo y bajaron un piso por la escalinata de mármol. Célia condujo a Tomás hasta una puerta, justo debajo del despacho de la dirección, donde un cartel indicaba «Libros raros»; entraron y el visitante se dio cuenta de que habían vuelto a la misma sala de la dirección, aunque ya no estuviesen en el gran balcón de arriba, sino en la sala de abajo. A la izquierda, había un gran armario de madera, con pequeños cajones y tiradores metálicos, un papel junto a los tiradores indicaba las letras de referencia por autor y título. Atravesaron el salón y Tomás se vio ante una mesa colocada enfrente de los escritorios de las bibliotecarias. La mesa estaba cubierta por una tela de terciopelo color burdeos. Encima de ella, había un pequeño libro marrón con las cejas grabadas en dorado y un par de guantes blancos y finos. Célia le presentó a la bibliotecaria, una señora baja y regordeta.
– ¿Éste es el libro? -preguntó Tomás, señalando el ejemplar antiguo apoyado sobre el terciopelo de la mesa.
– Sí -confirmó la bibliotecaria-. Es el Paesi, de Montalboddo.
– Ajá. -Se acercó, inclinándose sobre la obra-. ¿Puedo verlo?
– Claro -autorizó la señora-. Pero, disculpe, tendrá que ponerse los guantes. Es un libro antiguo y siempre cuidamos de que no queden huellas de los dedos ni…
– Lo sé -interrumpió Tomás con una sonrisa-. No se preocupe, ya estoy habituado.
– Y sólo puede utilizar lápiz.
– Eso es lo que me falta -dijo el portugués, palpándose los bolsillos.
– Puede usar éste -exclamó la bibliotecaria depositando un lápiz afilado en la mesa.
Tomás se puso los guantes blancos, se sentó y cogió el pequeño libro marrón, pasando la mano con suavidad por la encuadernación de piel. Las primeras páginas anunciaban el título y el autor, además de la ciudad, Vicentia, y la fecha de publicación, 1507.
Una anotación a lápiz constataba, en portugués moderno, que allí se encontraba la primera narración del viaje de Pedro Alvares Cabral a Brasil y que la obra era la segunda de las colecciones más antiguas de viajes. Hojeó el libro: las páginas, amarillentas y manchadas, exhalaban un aroma cálido y dulzón; le habría gustado sentir la textura de las hojas en la yema de los dedos, pero los guantes lo volvían insensible al contacto, como si estuviese anestesiado. El texto parecía redactado en toscano y estaba impreso a veintinueve líneas, con ornées que abrían cada capítulo.
Le llevó dos horas leer la obra, haciendo anotaciones a lápiz en su libreta de notas. Cuando terminó, dejó el libro, se levantó de la silla, se desperezó y se dirigió hacia la bibliotecaria, ocupada con unas solicitudes.
– Disculpe -dijo, atrayendo su atención-. Ya he terminado.
– Ah, sí -exclamó ella-. ¿Quiere consultar alguna obra más?
Tomás miró el reloj. Eran las cinco de la tarde.
– ¿A qué hora se cierra la biblioteca?
– A las ocho, señor.
El portugués suspiró.
– No, creo que me voy a marchar, ya estoy cansado. Volveré mañana para ver el Waldseemüller. -Hizo un gesto de saludo con la cabeza-. Muchas gracias y hasta mañana.
Célia regresó a la sala de los libros raros y lo acompañó durante el trayecto por el ascensor. Bajaron hasta el piso de la entrada principal y siguieron hasta el vestíbulo, rodeando la escalinata de mármol. Al acercarse al mostrador de la portería, para que el visitante devolviese la tarjeta de lector, la secretaria del director de la biblioteca se detuvo de repente, abrió mucho los ojos y se llevó las manos a la cabeza.
– Ay, profesor, que me acabo de acordar de una cosa -gimió.
Tomás la miró, sorprendido.
– ¿Qué?
– Mire, el profesor Toscano solía usar nuestros cofres de lectores y, ahora que ha fallecido, tenemos su cajón cerrado sin que lo podamos utilizarlo. -Adoptó una actitud de súplica-. ¿Le importaría entregar en el consulado las cosas que él dejó aquí?
El portugués se encogió de hombros y abrió las manos, en un gesto de indiferencia.
– Claro que no. Pero no voy a perder mucho tiempo, ¿no?
– Sólo será un momento -lo tranquilizó Célia.
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