– ¡Dios mío! -exclamó el cónsul-. Me estoy dando cuenta de que ese tal Moloc era un personaje tremendo. -Volvió a echar un vistazo al mensaje enigmático-. ¿Qué estaría sugiriendo el profesor Toscano al mencionar a un caballero tan desagradable?
– Eso es lo que yo querría saber.
Lourenço regresó con un volumen en la mano, que dejó en la mesa. Tomás hojeó la Biblia, observando el texto con atención; a veces pasaba varias páginas a gran velocidad, otras se detenía para leer con cuidado un fragmento. Pasados unos minutos, levantó la mano.
– ¡Atención, aquí está!
Los dos diplomáticos se inclinaron sobre el libro.
– ¿Qué?
– La referencia a Moloc. -Señaló un párrafo-. Es una parte en que Dios, por la voz de Moisés, prohíbe que se entreguen niños a Moloc. -Forzó una pausa-. Ahora escuchen -comenzó a leer-: «Será apedreado por la gente del país…, lo eliminaré del pueblo con todos los que, junto con él, hubieren rendido culto a Moloc». -Alzó la cabeza-. ¿No lo decía yo?
– Ah -exclamó el cónsul, sin entender nada-. ¿Y qué quiere decir eso?
– Pues…, no sé -admitió Tomás-. El Código Mosaico prohibió el sacrificio de niños a Moloc, estipulando la pena de muerte para cualquier hombre que ordenase o autorizase la ofrenda de un hijo en sacrificio, aunque el Antiguo Testamento registre muchas violaciones a esta prohibición.
– Pero ¿cuál es la relación de eso con este extraño mensaje que nos ha dejado el profesor Toscano?
– Tendré que verlo con atención. Todo lo que le estoy diciendo son elementos que pueden ayudarnos a descifrar el mensaje, sólo eso. Cuando nos enfrentamos con un mensaje cifrado, o codificado, tenemos que aferramos a las pequeñas cosas que entendemos para poder, a partir de ahí, desvelar la cifra, o descifrar el código, según los casos.
– ¿No es lo mismo?
– ¿Qué?
– Cifra y código.
Tomás meneó la cabeza.
– No totalmente. Un código es una sustitución de palabras por otras palabras, mientras que la cifra implica una sustitución de letras. Podemos decir, si se quiere, que el código es el aristócrata de la familia de las cifras, dado que se trata de una forma compleja de cifra de sustitución.
– ¿Y esto? -preguntó el cónsul, señalando la hoja redactada por el profesor Toscano-. ¿Es un código o una cifra?
– Pues…, no lo sé -replicó Tomás con una mueca-. La palabra «moloc» remite inequívocamente a un código, pero el resto… -Dejó la frase flotando, insinuante, y, después de una lenta consideración, acabó decidiéndose-. No, el resto también debe de ser un código. -Señaló las dos palabras restantes-. ¿Se ha fijado en cómo las vocales se unen a las consonantes, formando sílabas, expresando sonidos? «Ninundia.» «Omastoos.» Estas, señor embajador, son palabras. Una cifra tiene un aspecto diferente, raramente aparecen sílabas, todo presenta un aspecto más caótico, desordenado, impenetrable. Vemos secuencias del tipo hsdb jhwg. Aquí no, aquí las sílabas están presentes, forman palabras, sugieren sonidos. -Mantuvo la mirada fija en la misteriosa frase, no la apartó durante unos segundos, porfiado, con la esperanza de que le saltase a la vista algo que hasta entonces no había percibido, que permanecía oculto bajo aquellas misteriosas palabras, pero acabó sacudiendo la cabeza y rindiéndose-. El problema es que no las entiendo. -Cerró los párpados y se frotó los ojos, previendo el mucho trabajo que le esperaba-. Tendré que estudiar esto con atención.
– ¿Esas palabras no le dicen nada?
– Bien…, «ninundia» y «omastoos», con franqueza…, eh…, no me doy cuenta de qué pueden ser -admitió; su atención se concentró en la primera palabra; la pronunció en voz muy baja y le vino una idea a la mente-. Sí -murmuró-. Este «ninundia» parece el nombre de un lugar, ¿no cree? -Sonrió, ligeramente estimulado por haber detectado lo que le parecía una pista potencial-. Puede ser que la sílaba final, «dia», recuerde a la designación de un lugar.
– ¿Un lugar?
– Sí. Por ejemplo, Norman día, Groenlandia, Finlandia…
– ¿Y?
– Y así tendríamos Ninundia.
– ¿Y cuáles serían sus habitantes? -bromeó el cónsul-. ¿Los ninundos?
– Bueno, es sólo una intuición, nada más.
– Pero, válgame Dios, ¿cuál es el significado de todo esto?
– Voy a tener que estudiar el asunto. Al usar la palabra «ninundia», el profesor Toscano podría estar indicando que la clave de la cifra incluye un lugar. -Abrió las palmas de la mano, con un gesto de impotencia-. ¿Quién sabe? Lo cierto es que se encuentra mencionada aquí una poderosa divinidad de la Antigüedad, el terrible Moloc de Canaán, y se insinúa aparentemente una tierra desconocida, la tal Ninundia. Algo que aún me queda por determinar es qué demonios pretendería decir el profesor Toscano al colocar a este dios y ese posible lugar misterioso en el mismo mensaje. -Miró al cónsul e hizo un movimiento con el papel-. ¿Puedo quedarme con esta hoja?
– No -dijo el diplomático-. Lo lamento mucho, pero todo eso debe entregársele a la viuda.
Tomás soltó un chasquido desanimado con la lengua.
– Ah, vaya -se desahogó-. Qué pena…
– Pero se puede fotocopiar -propuso el embajador Sampayo.
– ¿Fotocopiar la hoja?
– Sí. Ésa y todas las que quiera, siempre que no sean cosas de la vida privada del profesor.
– Ah, menos mal -exclamó Tomás, aliviado-. ¿Y dónde puedo hacerlo?
– Lourenço se ocupará de todo -indicó el cónsul haciéndole una seña al agregado.
– ¿Qué quiere fotocopiar? -preguntó Lourenço, dirigiéndose a Tomás.
– Todo. Me hará falta todo. -Volvió a agitar la hoja que encerraba el enigmático mensaje-. Pero ésta es la más importante.
– Quédese tranquilo -aseguró el agregado cultural-. Enseguida vuelvo.
Cogió todas las hojas y salió de la sala.
– Le agradezco su ayuda -dijo Tomás, mirando al cónsul-. Me resulta muy importante.
– Oh, no es nada. ¿Necesita algo más?
– Da la casualidad de que sí.
– Dígame.
– Necesitaría entrar en contacto con los responsables de las bibliotecas que consultó el profesor Toscano.
– ¿La Biblioteca Nacional y el Real Gabinete Portugués de Lectura?
– Sí.
– Eso está hecho.
El calor apretaba, el sol azotaba la ciudad con implacable violencia y la tarde se extendía frente a él, promisoria y libre; estaban reunidos los tres ingredientes principales que condujeron a Tomás a la playa. La fundación lo alojó en el mismo hotel en el que se había instalado el profesor Toscano, y la llamada del mar, una vez de vuelta en la habitación, se hizo irresistible. Tomás se puso unas bermudas, cogió el ascensor hasta el sótano, pidió una toalla y salió del hotel; recorrió la Rúa Maria Quitéria hasta llegar a la magnífica Avenida Vieira Souto; aguardó el verde para los peatones, cruzó la calle, entró en la rambla y bajó hasta la playa.
La arena, fina y dorada, le quemaba los pies; fue dando saltitos hasta la tienda del hotel y pidió una tumbona y una sombrilla. Dos empleados, ambos negros oscuros y fornidos, con gorra y camisa azul, extendieron una tumbona blanca lo más cerca posible del agua y plantaron en la arena una sombrilla azul y blanca con el logotipo del hotel. Cuando terminaron, Tomás les dio un real de propina. Miles y miles de personas se apiñaban en la playa de Ipanema, no se encontraba en parte alguna más de un metro cuadrado de arena libre. «¡Italia para todos! ¡Veréis qué bueno está!», gritó una voz pasajera. Tomás se sentó en el borde de la tumbona, cogió la crema protectora, la desparramó por su cuerpo y se recostó.
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