José Santos - El séptimo sello

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El asesinato de un científico en la Antártida lleva a la Interpol a contactar con Tomás Noronha. Se inicia así una investigación de lo que más adelante se revelará como un enigma de más de mil años. Un secreto bíblico que arranca con una cifra que el criminal garabateó en una hoja que dejó junto al cadáver: el 666.
El misterio que rodea el número de La Bestia lanza a Noronha a una aventura que le llevará a enfrentarse al momento más temido por la humanidad: el Apocalipsis.
Desde Portugal a Siberia, desde la Antártida hasta Australia, El séptimo sello es un intenso relato que aborda las principales amenazas de la humanidad. Sobre la base de información científica actualizada, José Rodrigues dos Santos invita al lector una reflexión en torno al futuro de la humanidad y de nuestro planeta en esta emocionante novela.

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Pasaron al vagón siguiente y vieron un snack bar, pero la comida exhibida en la barra, unos bocadillos grasientos y unos fritos de aspecto dudoso, a los que se sumaban unas sopas aguadas, suscitaron en ambos una mueca de rechazo.

– Esto va a ser duro -constató él sombríamente.

Salieron de aquel vagón con pocas ganas de aventurarse por los inciertos laberintos de la oleosa gastronomía ferroviaria. Prefirieron explorar el resto del Transiberiano y pasaron por los vagones de la Cupe, la segunda clase, antes de regresar a su cabina.

Al cabo de tres horas de viaje, sonó una voz en ruso por todo el vagón. Acto seguido, el tren empezó a disminuir la marcha.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Tomás.

– Estamos acercándonos a Vladimir -explicó Nadezhda-. ¿Tienes ahí dinero o no?

El historiador abrió la cartera y le entregó unos cientos de rublos.

– ¿Para qué te hace falta el dinero?

– ¿Te gustó la comida que viste en el vagón restaurante?

Tomás reaccionó con una mueca.

– ¡Puaj! -gruñó-. No.

Ella se levantó y se inclinó a observar las luces de fuera.

– Vamos a parar aquí veinte minutos -explicó-. Es tiempo más que suficiente para salir a comprar algo de cenar.

Eran más de las ocho de la noche y hacía frío en la estación de Vladimir. Se dirigieron a un puesto de comida ocupada por una vieja babushka y compraron unos pinchos de shashlyk y unos pirozhki caseros, las empanadillas saladas con apariencia muy suculenta, además de unos bizcochos khvorost de postre y dos cervezas Baltika. Cuando se preparaban para regresar al spalny vagón con la comida envuelta en bolsas de plástico, oyeron una conversación exaltada en el andén. Miraron y vieron a tres hombres uniformados discutiendo con un viajero japonés, al que le revisaban los documentos y examinaban la cámara fotográfica que llevaba colgada al cuello. Parecía que algo no les había gustado a los policías porque, instantes después, aferraron al turista por el brazo y lo escoltaron hacia el interior de la estación.

– ¿Qué ha ocurrido? -quiso saber el portugués.

– Va a tener que pagar una multa.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué?

– Le sacó fotografías a un vagón viejo donde viven unos vagabundos.

– ¿Y?

Nadezhda apoyó el pie en el escalón y subió al interior del vagón.

– A la Policía no le gusta eso -dijo con indiferencia-. Da una mala imagen del país.

Comieron en la cabina, con la mesita puesta como si estuviesen en casa: aquel compartimento, lujoso como un hotel, se había convertido, en realidad, en su hogar. Cuando terminaron de comer, Nadezhda se quedó ordenando las cosas mientras Tomás fue al samovar a buscar agua caliente para el té. Era una extraña forma de tener ambos una vida doméstica.

Esa noche, acurrucados entre las sábanas de una única litera, hicieron el amor con los sentidos bien despiertos. El tren ondulaba a su propio ritmo, con el sonido de las ruedas metálicas doblando las junturas a un compás interminable; a esa ondulación de aceros se unía la cadencia hambrienta de la carne, los dos cuerpos danzando como uno, uno, uno y solamente uno, unidos ya no en la voluptuosidad del descubrimiento, sino en el bienestar de la familiaridad. Se tocaban y no les extrañaba el choque; por el contrario, sentían ahora que se conocían, como si el cuerpo del otro siempre hubiese sido suyo. Nadezhda, la mujer pública de Moscú, era en ese instante la mujer privada de Tomás; pertenecía a todos, pero esa noche se había entregado únicamente a él.

La litera no paraba de balancearse bajo la cadencia monótona del Transiberiano en su carrera nocturna por las estepas. Los dos amantes descansaban en brazos el uno del otro, entregados a una modorra deleitosa, los cuerpos saciados, los párpados entreabiertos, los sentidos entorpecidos. Nadezhda rodeó la cabeza de Tomás con el brazo, pasó los finos dedos por el pelo castaño oscuro y lo atrajo hacia sí, cariñosa, de modo que llegó a rozarle la oreja con los labios.

– ¿En qué piensas, Tomik? -murmuró ronroneando como una gata.

– En nada.

– Mentiroso. Cuéntame.

– Nada especial.

– Cuéntame.

Tomás respiró hondo y sonrió.

– Estaba pensando en nuestra charla durante el almuerzo, cuando me revelaste cómo conociste a Filipe.

– Ah, era eso.

El portugués se incorporó en la litera, apoyando el cuerpo en el codo.

– Aún no me has dicho cuál fue el proyecto que trajo Filipe a Rusia.

– Tal vez sea mejor que te lo diga él.

– Disculpa, Nadia, pero tienes que contármelo. Ya me has abierto el apetito por esta historia y no puedes dejarme así colgado, ¿no te parece? -Miró por la ventana y vio todo oscuro-. Además, tenemos mucho tiempo por delante, necesitamos llenarlo. -Hizo un gesto rápido con la mano-. Así que vamos, habla ya.

– ¿Qué quieres saber?

– Todo.

Nadezhda se rio.

– Pero yo no lo sé todo.

– Entonces cuéntame lo que sabes.

– Sé que uno de mis profesores, el viejo Oleg Karatayev, me llamó un día al despacho y me presentó a un amigo de Portugal. Era Filhka.

– Que te quería reclutar, ¿no?

– Sí. Filhka me dijo que formaba parte de un equipo internacional y que necesitaba dirigir unos estudios en Siberia. El grupo que él representaba pretendía contratar a un estudiante para hacer esos estudios, y el profesor Karatayev, que tenía debilidad por mí, sugirió mi nombre. Filhka vino a conocerme y preguntó si yo estaba interesada.

– ¿Y tú?

– Yo respondí que sí, claro. Aquello me parecía una forma de entrar en la profesión. Además, necesitaba dinero, ¿no?

– ¿Aún no ibas al Night Flight?

La rusa desvió la mirada, molesta por la referencia a esa parte de su vida.

– En aquel entonces yo trabajaba en otro night club, el Tsunami, que funciona en la Petrovka Ulitsa. Hacía un número de sirenas en una piscina que, según parece, excitaba mucho a los hombres. -Reviró los ojos-. Fue allí donde conocí a Igor Beskhlebov, el mañoso que te señalé ayer en el Night Flight.

– ¿El de las tres chicas?

– Sí, ese cabrón. Cuando comencé a trabajar para él, me llevó al Rasputín, otro club nocturno. Me fui después al Night Flight para librarme de él.

– Entiendo -dijo Tomás, que en realidad no estaba entendiendo nada. Además, la conversación se apartaba de lo esencial, y él, por muy interesado que estuviese en la vida de la rusa, y lo estaba, sentía que tenía que corregir el rumbo-. Por tanto, Filipe te contrató para ir a Siberia, ¿no?

– Sí, fui en verano a la zona de la tundra. Comenzaron a llegar noticias inquietantes de esa región y Filhka me necesitaba para hacer una serie de mediciones.

– ¿Noticias inquietantes? ¿Qué quieres decir con eso?

Nadezhda hizo una mueca indecisa.

– No sé si debería contarte esto, Tomik -dijo-. Tal vez sea mejor que hables primero con Filhka.

– Déjate de disparates, Filhka no está aquí.

– Por eso mismo. Sería mejor que te lo contase él.

– Escucha, Nadia. No nos vamos a encontrar con Filipe hasta dentro de algún tiempo. ¿Para qué todas esas vacilaciones? Si no me lo cuentas ahora, él me lo contará más tarde. Me parece ventajoso llegar a verlo con los deberes ya hechos en casa, ¿no crees? Siempre ahorraremos tiempo, él y yo. Además, nos vamos entreteniendo mientras charlamos.

– Hmm .

– Anda, dímelo -insistió Tomás-. ¿Qué noticias inquietantes eran ésas?

La rusa suspiró.

– Está bien, te lo contaré -se rindió Nadezhda-. Lo que pasó fue que en ese momento empezó a circular la información de que el suelo había aparecido por debajo de la tundra.

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