José Santos - El séptimo sello

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El asesinato de un científico en la Antártida lleva a la Interpol a contactar con Tomás Noronha. Se inicia así una investigación de lo que más adelante se revelará como un enigma de más de mil años. Un secreto bíblico que arranca con una cifra que el criminal garabateó en una hoja que dejó junto al cadáver: el 666.
El misterio que rodea el número de La Bestia lanza a Noronha a una aventura que le llevará a enfrentarse al momento más temido por la humanidad: el Apocalipsis.
Desde Portugal a Siberia, desde la Antártida hasta Australia, El séptimo sello es un intenso relato que aborda las principales amenazas de la humanidad. Sobre la base de información científica actualizada, José Rodrigues dos Santos invita al lector una reflexión en torno al futuro de la humanidad y de nuestro planeta en esta emocionante novela.

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– ¿Ha probado con Palmer?

– La base Palmer no tiene nada. Larsen queda al otro lado de las montañas.

– ¿Y Rothera?

– ¿Los ingleses?

– Sí, puede ser que los tipos del British Antarctic Survey tengan más información.

– Pero ellos también están al otro lado -observó Dawson, mirando el mapa de la Antártida en la pared del despacho. Rothera quedaba un poco más al sur de Palmer-. Aunque no cuesta nada intentarlo.

Dawson salió del despacho y se dirigió hacia la radio, instalada en un cuartucho del edificio. El técnico de comunicaciones se había tomado el día libre y el director, con aquel práctico sentido de la informalidad del que sólo son capaces los estadounidenses, se encargó del control. Dawson se sentó frente al aparato, comprobó si estaba conectado y pulsó el botón.

– McMurdo a Rothera. McMurdo a Rothera.

Crrrrrrrrr.

– Aquí Rothera -respondió una voz afable con fuerte acento británico-. ¿Es McMurdo el que está en línea?

– Sí, aquí McMurdo.

– Cheerio, chaps. Aquí John Killingbeck, en Rothera. ¿Cómo le va a MacTown?

MacTown era el apodo de McMurdo.

– MacTown está bien y manda saludos, John.

– ¿Y la lager del Gallagher's? ¿Sigue siendo la peor cerveza del The Ice?

El Gallagher's era uno de los bares de McMurdo y The Ice el sobrenombre de la Antártida.

– Es mejor que vuestra cerveza caliente.

La voz inglesa del otro lado soltó una carcajada.

– Lo dudo -exclamó-. Jolly good, chaps. ¿Cómo os puedo ayudar?

– Escucha, John. ¿Vosotros estáis monitorizando la situación de Larsen B?

– ¿Larsen B? Un momento, voy a comprobarlo.

Crrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr.

La estática se prolongó durante casi un minuto. Dawson se quedó de brazos cruzados, expectante, hasta que el silencio rompió aquel sonido desgarrado y la voz británica reapareció. -Rothera a McMurdo. Rothera a McMurdo. -Estamos aquí, Rothera.

– Escuchadme: no tenemos a nadie en Larsen B…

– Ah, qué pena.

– … pero tenemos a alguien en el mar de Larsen B. Crrrrrrrrr.

– ¿Cómo?

– Tenemos un barco en el mar de Larsen B.

– ¿Ah, sí?

– Es el RRS James Clark Ross, el barco de investigación que se encuentra al servicio del British Antarctic Survey. El comandante Nicholls está sintonizando nuestra frecuencia en este momento. ¿Necesitáis hablar con él?

– Sí, sí, por favor.

– Rothera a James Clark. ¿Me oye?

– Perfectamente, Rothera. Aquí el capitán Nicholls.

– McMurdo necesita decirle algo. -Una inflexión de tono, para señalar el cambio de interlocutor-. Go on, McMurdo. Dawson pulsó el botón.

– McMurdo al capitán Nicholls. -Estoy aquí.

– Capitán, nos han llegado informaciones inquietantes sobre el comportamiento de la plataforma de hielo de Larsen. Rothera me ha dicho que usted está cerca.

– Así es.

– ¿Puede verla?

– Sí, sí. Se encuentra allí al fondo. La estoy viendo.

– ¿Nota algo anormal?

– ¿A cuál de las plataformas se refiere? ¿La B o la C?

– Larsen B, capitán.

– Un momento, voy a usar los prismáticos.

Crrrrrrrrr.

– ¿Y? ¿La está viendo?

Crrrrrrrrr.

– Pues… sí… Quiero decir…, no lo sé.

– ¿Y?

Crrrrrrrrr.

– Hay…, hay algo extraño. No lo sé… Espere.

– ¿Capitán Nicholls?

Crrrrrrrrr.

– Estoy viendo una nube que se eleva desde el…, desde la plataforma.

– ¿Una nube?

– Parece…, qué sé yo, parece vapor.

– ¿Una nube de vapor?

Crrrrrrrrr.

– ¡Dios mío!

– ¿Capitán Nicholls?

– La plataforma… La plataforma…

– ¿Qué ocurre?

– ¡Dios mío!

– ¿Qué ocurre?

Crrrrrrrrr.

– ¡La plataforma está desmoronándose!

La trepidación era permanente, pero no les impidió a Lawson y a Radzinski dormir un poco. Llevaban varias horas de vuelo, que parecía no acabar nunca, aunque los dos científicos estaban resignados a ello; al final, antes de embarcar, ambos sabían que aquél no era el más confortable de los aviones. El Hércules C-130 siempre fue un aparato muy seguro, el único avión de carga capaz de aterrizar sin problemas en el Polo Sur, pero, con sus cuatro motores de hélice, asientos rudimentarios y aquella vibración ruidosa, difícilmente sería la opción más popular entre los amantes de la clase ejecutiva.

Dawson se mantuvo encogido en su parka roja, con los auriculares pegados a los oídos para ahogar el rumor permanente del avión, y los ojos cerrados en un cabeceo leve y agitado. Al despertarse por algún que otro traqueteo, miró dos veces más por la ventanilla, intentando vislumbrar algo nuevo en la vasta altiplanicie de la Antártida; pero la imagen era la misma de siempre, una extensa sábana de nieve perdiéndose más allá del horizonte, encorvándose aquí y allá en montañas, abriéndose en hermosos desfiladeros, una mancha lechosa reluciendo al sol, que brillaba bajo en el cielo eternamente azul. El paisaje sería fascinante para un recién llegado, pero la verdad es que ya no representaba una novedad para él. Además, tenía en la mente otras preocupaciones.

Sintió un movimiento y abrió los ojos. El teniente Schiller se inclinaba sobre él y le hacía un gesto. Dawson se quitó los auriculares, que lo aislaban del ruido del avión.

– Estamos llegando -anunció el ingeniero de vuelo, casi gritando, e hizo un gesto con la mano-. Venga a ver.

Dawson siguió a Schiller por la carga del aparato y Radzinski fue detrás. Subieron los escalones y después al cockpit, donde se encontraban los dos pilotos y el navegante. El C-130 trepidaba y se balanceaba, por lo que los recién llegados tuvieron que agarrarse a los apoyos de seguridad para no perder el equilibrio.

El piloto los vio entrar e hizo una seña por la ventanilla, apuntando hacia abajo. Dawson estiró la cabeza y vio extenderse la península Antártica por el mar, rompiendo las aguas como una daga; era la protuberancia aguzada de la Antártida que apuntaba hacia el norte y casi tocaba el extremo de América del Sur. Los glaciares bajaban por las cuestas y se detenían abruptamente sobre las aguas, como si fuesen yogures blancos con focos de un color azul turquesa fluorescente destellando en las hendiduras; múltiples islas e icebergs salpicaban la costa sinuosa en los estrechos y bahías entre la península y el mar de Bellingshausen, tanto, tanto hielo que la navegación se volvía allí imposible sin un poderoso rompehielos.

El copiloto viró a la derecha, el avión cruzó la estrecha cordillera de montañas y, en cuanto llegó al otro lado, redujo la altitud. El piloto señaló específicamente un punto de la península.

– ¡Fíjese allí!

Dawson centró su atención en el lugar indicado. Observó la pantalla arrugada del mar de Weddell, el agua azul oscuro, casi negro, salpicada por bloques blancos, y buscó la familiar superficie láctea de la plataforma de hielo.

Asombro.

La mancha nívea, aquel espejo brillante y cristalino que se había acostumbrado a encontrar entero entre las montañas nevadas y el mar tormentoso, como una mancha de leche volcada en un plato, ya no existía. El espejo se había fracturado en mil pedazos, la plataforma se deshacía como cristal hecho añicos; en vez de la superficie vítrea que llenaba su memoria de aquel sitio, veía millares y millares de astillas blancas, agujas de hielo esparcidas sobre el mar, como porexpán desmigajado en mil trozos.

– Good Lord! -murmuró Dawson aterrorizado.

Toda la tripulación del C-130 contemplaba el espectáculo, los ojos fijos en aquella imagen, como si las agujas de hielo fuesen un péndulo que hipnotizara a todos, un poderoso imán al que no podían ni sabían resistirse.

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