Algún día.
Algún día, las cosas serían distintas.
Encontró el coche al cabo de unos minutos, al fondo del tercer nivel. De un tono oscuro azul o verde opalino -resultaba difícil saberlo con esa tenue luz de escaso voltaje que alumbraba el aparcamiento-, el techo negro y asientos de cuero color crema. La matrícula indicaba que tenía menos de seis meses de antigüedad, pero cuando llegó al vehículo y percibió el olor a gasolina recién quemada, se dio cuenta, para su alegría, de que era novísimo. ¡No tenía ni una rayadita!
Y el propietario lo había aparcado en un lugar muy práctico, con el morro hacia dentro, cerca de una columna.
Después de comprobar cuidadosamente que no hubiera nadie alrededor, se aproximó al lateral del coche y puso la mano sobre el capó. Estaba caliente. Bien. Eso significaba que debían de haberlo dejado hacía poco; así pues, con suerte, el propietario tardaría unas horas en volver. Sin embargo, por precaución, sacó las dos matrículas de la bolsa y las fijó, con cinta adhesiva de doble cara, encima de las originales.
Luego, sacó de la bolsa lo que a cualquier policía que lo parara le parecería un mando a distancia de Sky TV. Apuntó con él al salpicadero, a través de la ventanilla del conductor, introdujo el código que le habían proporcionado y, acto seguido, pulsó el botón verde.
No pasó nada.
Volvió a intentarlo. La luz roja se iluminó en el mando, pero eso fue todo.
«Mierda.» Miró de nuevo a su alrededor, ahora más nervioso, luego se acercó a la parte delantera del coche y se arrodilló junto al faro derecho. Oculto por el coche y la columna, se relajó un poco. Era fácil. Ya lo había hecho antes; con una docena de Audis al menos. Un trabajillo de cinco minutos como máximo.
Sacó un destornillador de la bolsa de plástico y comenzó a desenroscar el borde del faro derecho delantero. Cuando acabó, extrajo la unidad sellada y la dejó colgando del cable. Luego, cogió unos alicates, metió el brazo por el agujero vacío, tocó alrededor hasta que encontró el alambre que llegaba a la bocina y lo cortó. A continuación, palpó a tientas y soltó un alarido. Había tocado por accidente la chapa caliente del motor y se había quemado los nudillos. Siguió hasta localizar el mecanismo de cierre del coche y después se abrió camino por entre los cables y lo inutilizó.
Volvió a colocar el faro y abrió la puerta del conductor, lo que disparó los intermitentes -el único elemento que quedaba en el arsenal de la alarma inutilizada-. Momentos después, arrancó el fusible de la caja de los intermitentes y lo metió en la bolsa. Luego abrió el capó e hizo un puente entre el solenoide y el estárter. Al instante, el motor cobró vida con un rugido dulce.
Se deslizó en el asiento del conductor y giró el volante con fuerza, para romper el tope. Luego vio con alegría que esa noche iba a conseguir una pequeña bonificación. El propietario había tenido la deferencia de dejar el tique del aparcamiento en el asiento del copiloto. Y Barry Spiker, un cabrón tacaño para el que hacía estos trabajos, que le había dado veintisiete libras para pagar la tarifa de todo el día y poder retirar el vehículo del aparcamiento, ¡no se enteraría!
Dos minutos después, tras haber aflojado sólo dos libras al encargado, subió la rampa alegremente, con ya veinticinco libras de beneficio. Estaba de tan buen humor que se detuvo en lo alto de la rampa, subió el volumen y bajó la capota.
No fue un movimiento inteligente.
– ¿Cómo estás? -preguntó Sophie en tono de súplica-. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo…?
– Pruébatela -dijo él con brusquedad, y dejó el paquete sobre la bandeja, haciendo caso omiso a sus preguntas.
Fuera, en la oscuridad acechante, se oyó el gemido de una sirena que ahogó momentáneamente el bum-bum-bum de la música de baile, que se hacía cada vez más pesada.
Sophie, estupefacta -y también incómoda por su comportamiento-, desató dócilmente el lazo y luego miró dentro de la caja. Lo único que vio de momento fue un papel de seda.
Con el rabillo del ojo, en la pantalla del televisor, vio que Chris Tarrant articulaba las palabras: «¿Respuesta final?».
El tipo con cara de empollón y gafas grandes asintió con la cabeza.
Una luz amarilla iluminó la palabra «Marruecos».
Momentos después, en la pantalla, una luz verde iluminó: «Túnez».
Las cejas de Chris Tarrant subieron varios centímetros en su frente.
La señora de la silla de ruedas, que antes parecía estar a punto de recibir un golpe con un bate de críquet, parecía ahora que hubiera recibido el mazazo. Mientras tanto, su marido pareció encogerse en la silla.
Sophie leyó los labios de Tarrant, que dijeron: «John, pero si tenías 64.000 libras…».
– ¿Quieres ver la televisión o abrir el regalo que te he comprado? -dijo él.
– ¡El regalo, por supuesto! -contestó ella mientras dejaba la bandeja con la comida en la mesita de noche-. Pero quiero saber cómo estás. Quiero saber qué…
– No quiero hablar del tema. ¡Ábrelo! -dijo en un tono tan agresivo de repente que Sophie se asustó.
– De acuerdo -dijo ella.
– ¿Por qué ves esa mierda?
Los ojos de Sophie volvieron a la pantalla.
– Porque me gusta -dijo, intentando calmarle-. Pobre hombre. Su mujer está en una silla de ruedas. Acaba de fallar la pregunta de las 125.000 libras.
– Ese programa es un timo -dijo.
– ¡No lo es!
– La vida es un timo. ¿Todavía no lo has entendido?
– ¿Un timo?
Ahora fue él quien señaló la pantalla.
– No sé quién es ese tío; el resto del mundo tampoco lo sabe. Hace sólo unos minutos estaba sentado en esa silla y no tenía nada. Ahora va a irse con 32.000 libras y se sentirá insatisfecho cuando debería estar saltando de alegría. ¿Vas a decirme que eso no es un timo?
– Es una cuestión de perspectiva. Quiero decir… Desde su punto de…
– ¡Apaga esa mierda, joder!
Sophie aún estaba escandalizada por la agresividad de su voz, pero al mismo tiempo un pronto desafiante la impulsó a contestar:
– No. Me gusta.
– ¿Quieres que me vaya, para que puedas seguir viendo tu triste programa de mierda?
Sophie ya se arrepentía de lo que había dicho. Pese a su determinación anterior de cortar con Brian, al verle en persona se dio cuenta de que prefería mil millones de veces que estuviera esa noche con ella que ver aquel programa -o cualquier otro-. Y, Dios santo, por lo que debía de estar pasando el pobre… Pulsó el mando y apagó la tele.
– Lo siento -dijo.
La miraba de un modo que no había visto nunca. Como si un velo cubriera sus ojos.
– Lo siento mucho, ¿vale? Sólo me ha sorprendido verte en mi casa.
– Entonces, ¿no te alegras de verme?
Ella se incorporó, le echó los brazos al cuello y le besó en los labios. Tenía el aliento rancio y olía a sudor, pero no le importó. Eran olores varoniles, sus olores. Los absorbió como si fueran los aromas más embriagadores del planeta.
– Me alegro mucho de verte -dijo-. Sólo estoy… -Miró esos ojos color avellana que tanto adoraba-. Estoy tan sorprendida, ¿sabes?, después de lo que has dicho antes cuando hablamos. Cuéntame. Por favor, cuéntame qué ha pasado. Por favor, cuéntamelo todo.
– ¡Ábrelo! -dijo, elevando más la voz.
Sophie apartó el papel de seda pero, como una caja china, había otra capa debajo, y luego otra más. Para intentar alejarle de lo que fuera que le tenía tan enfadado, dijo:
– De acuerdo, voy a tratar de adivinar qué cosa es. Yo diría que es…
De repente, Brian acercó la cara a sólo unos centímetros de la de ella, tan cerca que sus narices casi se tocaban.
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