Peter James - Casi Muerto

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Primera hora de la mañana. La llamada a casa del comisario Roy Grace para informar sobre el hallazgo del cadáver de una mujer en un macabro escenario desata en el sofocante agosto de Brighton un despliegue policial que se irá viendo incrementado con la aparición de más víctimas. Con la ayuda del sargento Glenn Branson y del resto de su equipo, Grace deberá hacer frente al torbellino de pesquisas e interrogatorios agotadores, atormentado por la sombra de su esposa desaparecida, Sandy, que al parecer ha sido vista en Munich tras nueve años de ausencia.
El lujo, la belleza y el dinero que decorara el mundo de las víctimas se van desdibujando progresivamente en medio de la sangre y la sospecha. Azuzada por la falta de noticias en verano, la prensa clava sus fauces en el caso y Roy Grace se convierte en el punto de mira de una ciudad plagada de turistas. Ante la presión de los medios de comunicación y el creciente nerviosismo de los ciudadanos, la policía investiga a contrarreloj los macabros asesinatos cuyas pistas van cercando casi sin respiro a un único sospechoso. Pero ¿cómo puede un hombre matar a su víctima y encontrarse al mismo tiempo a noventa kilómetros de distancia?

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– Brian, por favor, Brian…

Su mano, dura como un martillo, golpeó el lateral de la máscara. Sophie sintió como si el cuello le vibrara.

Había un libro, un tomo grueso de tapa dura sobre ciencia, de Bill Bryson, un libro que le habían regalado en Navidad y que hojeaba de vez en cuando. Rodó sobre sí misma, deprisa, lo cogió y le golpeó con él, alcanzándole de lleno en un lado. Le oyó gruñir de dolor y sorpresa; advirtió que se caía por un lado de la cama.

Sophie se puso en pie al instante, salió corriendo del dormitorio, recorrió el corto pasillo, sin quitarse la máscara, no quería perder un tiempo precioso. Llegó a la puerta, cogió el pomo, lo giró y tiró.

La puerta se abrió unos centímetros y luego se frenó, bruscamente, con un ruido metálico, seco.

Brian había puesto la cadena de seguridad.

Un pavor gélido explotó en su interior. Cogió la cadena mientras cerraba de nuevo la puerta, la movió, intentando liberarla, pero estaba encallada, ¡la muy puta estaba encallada! ¿Cómo podía estar encallada? Temblaba, gritaba, unos chillidos ahogados y resonantes.

– ¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Ayuda! Por favor, ¡que alguien me ayude!

Entonces, justo detrás de ella, escuchó un chirrido metálico.

Giró la cabeza. Y vio lo que Brian tenía en la mano.

Sophie abrió la boca, en silencio esta vez, el miedo le había paralizado la garganta. Se quedó inmóvil, gimiendo de terror. Era como si todo su cuerpo se derrumbara. Incapaz de aguantarse, se meó encima.

Capítulo 40

He leído que las noticias devastadoras tienen un impacto extraño en el cerebro humano. Funden el tiempo y el espacio, indeleblemente.

Tal vez forme parte del modo en que están programados los seres humanos, para darnos una señal de advertencia que marque un lugar peligroso en nuestras vidas o en el mundo.

Yo aún no había nacido, o sea que no puedo dar fe de ello, pero la gente dice que recuerda exactamente dónde estaba y qué hacía cuando escucharon la noticia, el 22 de noviembre de 1963, del magnicidio del presidente John E Kennedy a manos de un francotirador en Dallas.

Yo recuerdo dónde estaba y qué hacía cuando escuché la noticia, el 8 de diciembre de 1980, del asesinato de John Lennon. También recuerdo, muy claramente, que estaba sentado a la mesa de mi estudio, buscando en internet el cableado para un Jaguar Mark II 3.8 del 62, la mañana del domingo 31 de agosto de 1997, cuando escuché la noticia de que Diana, princesa de Gales, había muerto en un accidente de coche en un túnel de París.

En especial recuerdo dónde estaba y qué hacía exactamente la mañana de julio, once meses después, en la que recibí la carta que me destrozó la vida.

Capítulo 41

Roy Grace estaba sentado a la mesa de su despacho pequeño y mal ventilado en Sussex House, esperando noticias de Brian Bishop y ocupando el tiempo antes de la reunión informativa de las once. Estaba mirando con tristeza la cara igualmente triste de una trucha marrón de tres kilos trescientos gramos, disecada y montada en una caja de cristal colgada en una pared de su despacho. Estaba justo debajo de un reloj redondo de madera que había formado parte del atrezo de la comisaría de policía de ficción de The Bill; Sandy se la había comprado en una subasta en una época más feliz.

Había comprado el pez, movido por un impulso, algunos años atrás, en un puesto en Portobello Road. Aludía a él en alguna ocasión cuando instruía a los inspectores jóvenes y sin experiencia, para hacer un chiste cada vez más manido sobre la paciencia y los peces gordos.

Sobre su mesa, delante de él, había una pila de documentos que tenía que repasar detenidamente, parte de los preparativos del juicio, a unos meses vista, de un hombre llamado Carl Venner, uno de los bichos más detestables que había conocido en toda su carrera. Esperaba que si no la cagaba con la preparación, Venner se enfrentaría a varias cadenas perpetuas simultáneas. Pero con algunos de los jueces que había nunca podías estar seguro.

Su cena, que había elegido hacía unos minutos en el ASDA, también descansaba sobre la mesa. Un sándwich de atún que todavía estaba en su caja de plástico transparente, con una pegatina amarilla con la palabra «¡Oferta!», una manzana, una barra de chocolate Twix y una lata de Coca-Cola Light.

Dedicó varios minutos a echar un vistazo a la avalancha de e-mails, contestó algunos y borró un montón. Parecía que no importaba lo rápido que se ocupara de ellos, no dejaba de recibir más y más, y el número de mensajes sin contestar en la bandeja de entrada llegaba casi a los doscientos. Afortunadamente, Eleanor se encargaría de la mayoría de ellos. Ya había despejado su agenda -un proceso automático siempre que se iniciaba una investigación criminal importante.

Lo único que había mantenido era el almuerzo del domingo con su hermana Jodie, a quien hacía más de un mes que no veía, y un recordatorio para comprar una tarjeta y un regalo de cumpleaños para su ahijada Jaye Somers, que la semana próxima cumpliría nueve años. Se preguntó qué podía regalarle, y decidió que Jodie, que tenía tres hijos que rondaban esa edad, lo sabría. También tomó nota mentalmente de que tendría que cancelar la comida si se iba a Munich.

Más de quince e-mails estaban relacionados con el equipo de rugby de la policía, del que le habían elegido presidente para el próximo otoño. Eran un ingrato recordatorio de que a pesar del calor glorioso que reinaba, en poco menos de cuatro semanas ya estarían en septiembre. El verano estaba llegando a su fin. Los días ya se acortaban sensiblemente.

Tocó el teclado para activar el software Vantage del sistema informático interno del cuerpo y comprobó los últimos informes registrados para ver qué había sucedido en el último par de horas. Leyendo por encima las letras naranjas, nada atrajo especialmente su atención. Era demasiado temprano -más tarde habría un sinfín de peleas, agresiones y atracos-. Un accidente de tráfico en la carretera de Londres de acceso a Brighton. Un tirón de bolso. Un ladrón en un supermercado Tesco de Boundary Road. Un coche robado abandonado en una gasolinera. Un caballo desbocado en la A 27.

Entonces sonó el teléfono. Era el sargento Guy Batchelor, una nueva incorporación a su equipo investigador, a quien había enviado por la mañana a hablar con los compañeros de golf de Brian Bishop.

A Grace le gustaba Batchelor. Siempre había pensado que si se solicitara a una agencia de casting un policía de mediana edad para interpretar una escena en una película, el hombre seleccionado sería igual que Batchelor. Era alto y fornido, con la cabeza con forma de pelota de rugby, pelo ralo y una conducta jovial pero seria. Aunque no era enorme, tenía un aire de gigante bonachón, más por su naturaleza que por su corpulencia física.

– Roy, he visto a las tres personas que jugaron hoy al golf con Bishop. Te digo algo que creo que podría tener interés: todos han dicho que parecía estar de un humor excepcional y que estaba jugando como nunca, mejor de lo que ninguno de ellos le había visto.

– ¿Les dio alguna explicación?

– No, al parecer es un tipo bastante solitario, a diferencia de su mujer, que era muy sociable. No tiene amigos íntimos realmente, por lo general no habla mucho. Pero hoy contaba chistes. Uno de los compañeros de juego, un tal Mishon, que parece conocerlo bastante bien, dice que era como si se hubiera tomado algo.

Grace pensó detenidamente. «Mujer muerta, ¿un gran peso que se había quitado de encima?»

– No es la clase de reacción de un hombre que acaba de matar a su mujer, ¿no, Roy?

– Depende de lo buen actor que sea.

Después de que Batchelor concluyera su informe, tras añadir poco más, Grace le dio las gracias y le dijo que lo vería en la reunión de las once. Luego, mientras meditaba sobre lo que acababa de decirle el sargento, arrancó la tapa de celofán que tapaba el sándwich, le dio un mordisco. Al instante, arrugó la nariz por el sabor; era algún tipo de pan nuevo exótico que no había probado nunca -y ahora se arrepentía de haberlo hecho-. Tenía un sabor fuerte a alcaravea que no le gustaba. Habría sido mucho más feliz con un sándwich de huevo y beicon, pero Cleo intentaba que adoptara una dieta más sana haciéndole comer más pescado, a pesar de que él la había obsequiado con el relato detallado de un artículo que había leído a principios de año, en el Daily Mail, sobre los niveles peligrosos de mercurio en los peces.

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