Peter James - Casi Muerto

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Primera hora de la mañana. La llamada a casa del comisario Roy Grace para informar sobre el hallazgo del cadáver de una mujer en un macabro escenario desata en el sofocante agosto de Brighton un despliegue policial que se irá viendo incrementado con la aparición de más víctimas. Con la ayuda del sargento Glenn Branson y del resto de su equipo, Grace deberá hacer frente al torbellino de pesquisas e interrogatorios agotadores, atormentado por la sombra de su esposa desaparecida, Sandy, que al parecer ha sido vista en Munich tras nueve años de ausencia.
El lujo, la belleza y el dinero que decorara el mundo de las víctimas se van desdibujando progresivamente en medio de la sangre y la sospecha. Azuzada por la falta de noticias en verano, la prensa clava sus fauces en el caso y Roy Grace se convierte en el punto de mira de una ciudad plagada de turistas. Ante la presión de los medios de comunicación y el creciente nerviosismo de los ciudadanos, la policía investiga a contrarreloj los macabros asesinatos cuyas pistas van cercando casi sin respiro a un único sospechoso. Pero ¿cómo puede un hombre matar a su víctima y encontrarse al mismo tiempo a noventa kilómetros de distancia?

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Mientras regresaba al Mondeo, imaginó que su siguiente plan de acción sería telefonear a la lista de amigos con los que Brian Bishop había jugado al golf aquella mañana, para ver si se había puesto en contacto con alguno. Pero justo mientras pensaba en eso, sonó su teléfono.

Era el controlador de una de las empresas de taxi locales. Le dijo que uno de sus conductores había recogido a Brian Bishop en una calle cercana al Hotel du Vin; hacía una hora y media.

Capítulo 34

Chris Tarrant apoyó la barbilla en su mano. El público guardaba silencio. Las crudas luces de estudio se reflejaban en las gafas grandes y anticuadas del hombre estudioso y con cara de empollón que estaba sentado en la silla. Había mucho en juego. El hombre iba a gastar el dinero que ganara -si lo ganaba- en una casita para su mujer discapacitada; las gotas de sudor poblaban su frente amplia.

Chris Tarrant repitió la pregunta.

– John, tienes 64.000 libras. -Hizo una pausa y alzó el cheque en el aire para que todo el mundo lo viera. Luego lo dejó otra vez en la mesa-. Por 125.000 libras, ¿dónde se encuentra la ciudad turística de Monastir?, a) Túnez; b) Kenia; c) Egipto, o d) Marruecos.

La cámara enfocó a la mujer del concursante, que estaba sentada en una silla de ruedas entre el público del estudio; por su aspecto parecía que estaba a punto de recibir un golpe con un bate de criquet.

– Bueno -dijo el hombre-. Creo que en Kenia no está.

En su cama, mientras veía la televisión, Sophie bebió un sorbo de Sauvignon.

– No es Marruecos -dijo en voz alta. No sabía mucho de geografía, pero había estado de vacaciones en Marrakech, una semana, y había aprendido bastantes cosas sobre el país antes de viajar. No le sonaba que Monastir estuviera allí.

Tenía la ventana abierta de par en par. El aire de la tarde aún era cálido y húmedo, pero al menos soplaba una brisa constante. Había dejado la puerta del dormitorio y las ventanas del salón y la cocina abiertas para que hubiera corriente. Un bum-bum-bum tenue e irritante de música de baile alteraba la tranquilidad de la noche en la calle. Tal vez fueran los vecinos de abajo, tal vez proviniera de otra parte.

– Aún le quedan dos comodines -dijo Chris Tarrant.

– Creo que voy a llamar a un amigo.

¿Eran imaginaciones suyas o acababa de ver una sombra pasando por delante del dormitorio? Esperó un momento, sólo prestando un oído en la televisión y observando la puerta del dormitorio mientras una punzada leve de preocupación le subía por la espalda. El concursante había decidido telefonear a un amigo llamado Ron. Escuchó el tono.

Allí no había nada. Eran sólo imaginaciones suyas. Dejó la copa, cogió el tenedor, pinchó una gamba y un trozo de aguacate y se los llevó a la boca.

– ¡Hola, Ron! ¡Soy Chris Tarrant!

– Hola, Chris. ¿Cómo estás?

Justo cuando tragaba, volvió a ver la sombra. Esta vez estaba claro que no eran imaginaciones suyas. Una figura se movía hacia la puerta. Escuchó un frufrú de ropa o plástico. Fuera, una moto zumbó a toda mecha por la calle.

– ¿Quién anda ahí? -gritó, su voz un chillido tenso, inquieto.

Silencio.

– Ron, estoy aquí con tu colega John. Ahora acaba de ganar 64.000 libras y ahora va a por las 125.000. ¿Cómo vas de geografía?

– Sí, bueno, veamos.

– Muy bien, Ron, tienes treinta segundos, que empiezan ya. Por 125.000 libras, ¿dónde se encuentra la ciudad turística de Monastir? ¿En…?

A Sophie se le hizo un nudo en la garganta. Cogió el mando y silenció el programa. Sus ojos saltaron de nuevo a la puerta, luego al bolso, donde tenía el móvil, muy lejos de ella, sobre el tocador.

La sombra se movía. Poco a poco. Ahí fuera había alguien, casi quieto. Acechando.

Agarró la bandeja un instante. Era la única arma que tenía aparte del tenedor.

– ¿Quién anda ahí? -dijo-. ¿Quién es?

Entonces, él entró en la habitación y todos los miedos de Sophie se desvanecieron.

– ¡Eres tú! -dijo-. Dios santo, ¡menudo susto me has dado!

– No estaba seguro de si te alegrarías de verme.

– Claro que me alegro. Me…, me alegro muchísimo -dijo-. Tenía tantas ganas de hablar contigo, de verte. ¿Cómo estás? Yo… pensaba que no…

– Te he traído un regalo.

Capítulo 35

Cuando era niño, Brighton y Hove eran dos ciudades distintas, cada una de las cuales era pobre a su manera. Se juntaban en una frontera virtual tan errática e ilógica que podría haberla dibujado una cabra borracha. O más probablemente, según Grace, un comité de urbanistas sobrios, que todos juntos, tenían menos sabiduría que la cabra.

Ahora las dos ciudades estaban unidas, para siempre, como el municipio de Brighton y Hove. Tras haber pasado la mayor parte de la última mitad del siglo fastidiando el sistema de tráfico de Brighton y destrozando la legendaria elegancia del paseo marítimo con sus casas de la Regencia, ahora los imbéciles de los urbanistas estaban centrando su ineptitud en Hove. Cada vez que conducía por el paseo marítimo y pasaba por los horrendos edificios del Thistle Hotel, el Kingswest, con su tejado dorado espantoso, y el Brighton Centre, que tenía la misma gracia arquitectónica que una cárcel de máxima seguridad, debía resistir el deseo de ir al ayuntamiento, agarrar a un par de urbanistas por el pescuezo y sacudirlos bien.

No era que Roy Grace estuviera en contra de la arquitectura moderna -todo lo contrario-. Admiraba muchos edificios modernos, el mas reciente uno apodado Gherkin, en Londres. Lo que no soportaba era ver su ciudad natal, a la que tanto amaba, infestada permanentemente por la mediocridad que habitaba entre las paredes de ese departamento de urbanismo.

Para el visitante casual, Brighton se convertía en Hove en el único punto de la frontera que realmente estaba marcado, por una estatua esplendida en el paseo marítimo de un ángel alado con un orbe en una mano y una rama de olivo en la otra: la estatua de la Paz. Grace, en el asiento del copiloto del Ford Mondeo, la miró a su izquierda, por la ventanilla, su silueta recortada contra el cielo que se oscurecía sin cesar.

Al otro lado de la carretera, dos hileras de coches accedían a Brighton. Con los cristales bajados, podía oír todos los vehículos. El rugido de los tubos de escape trucados, el bum-bum-bum de los bafles de los coches, el ruido áspero entrecortado de los taxis de triciclo. Un viernes por la noche en el centro de Brighton era un infierno. Durante las próximas horas, la ciudad estallaría de vida y la policía se desplegaría por sus calles, principalmente en West Street -el equivalente en Brighton del Strip de Las Vegas- y lo haría lo mejor que pudiera, como hacia todos los viernes por la noche, para impedir que el lugar se convirtiera en una zona de guerra invadida por las drogas.

Por los recuerdos que conservaba de su época de policía de patrulla, esta noche no envidiaba lo más mínimo a los agentes de uniforme.

El semáforo cambió a verde. Branson puso el coche en marcha y avanzó con el tráfico lento. Regency Square pasaba a su derecha. Grace miró más allá de la mole de Branson a la magnífica plaza de fachadas color crema del siglo XVIII, con jardines en el medio, afeada por los letreros de un aparcamiento subterráneo y de diversas agencias inmobiliarias. Luego Norfolk Square, una zona de alquileres baratos. Estudiantes. Vagabundos. Putas. Y ancianos pobres. Ahora, a la izquierda de Grace, apareció la parte de la ciudad que más le gustaba, el Hove Lawns, una extensión grande de hierba perfectamente cortada detrás del paseo marítimo, con sus cabañas verdes y, un poco más adelante, sus casetas en la playa.

De día podía verse a muchos viejecitos. Hombres con blázers azules, zapatos de cuero, pañuelos, dando paseos, algunos apoyándose en bastones o andadores. Viudas con reflejos azules en el pelo, rostros blanquecinos y labios de rubí que sacaban a sus pequineses, sujetando las correas con las manos enfundadas en impecables guantes blancos. Figuras encorvadas con pantalones de franela blancos que se movían lentamente por las pistas de césped donde se jugaba a la petanca. Y, cerca, sin prestarles atención, como si hubieran muerto hacía ya mucho tiempo, grupitos de adolescentes se adueñaban de una parte del paseo, con iPods, patines en línea y monopatines, jugando al voleibol, daban rienda suelta a su juventud absoluta e inexperta.

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