Peter James - Casi Muerto

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Primera hora de la mañana. La llamada a casa del comisario Roy Grace para informar sobre el hallazgo del cadáver de una mujer en un macabro escenario desata en el sofocante agosto de Brighton un despliegue policial que se irá viendo incrementado con la aparición de más víctimas. Con la ayuda del sargento Glenn Branson y del resto de su equipo, Grace deberá hacer frente al torbellino de pesquisas e interrogatorios agotadores, atormentado por la sombra de su esposa desaparecida, Sandy, que al parecer ha sido vista en Munich tras nueve años de ausencia.
El lujo, la belleza y el dinero que decorara el mundo de las víctimas se van desdibujando progresivamente en medio de la sangre y la sospecha. Azuzada por la falta de noticias en verano, la prensa clava sus fauces en el caso y Roy Grace se convierte en el punto de mira de una ciudad plagada de turistas. Ante la presión de los medios de comunicación y el creciente nerviosismo de los ciudadanos, la policía investiga a contrarreloj los macabros asesinatos cuyas pistas van cercando casi sin respiro a un único sospechoso. Pero ¿cómo puede un hombre matar a su víctima y encontrarse al mismo tiempo a noventa kilómetros de distancia?

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El recibo de su cuenta, ya pagada, estaba debajo del cenicero, ondeando como una mariposa moribunda en la suave brisa marina. Siempre estaba preparado, siempre listo para su siguiente movimiento. Nunca podía predecir cuál sería. A diferencia del sol.

Se preguntó adónde iba ese disco ocre de gases silenciosos y achicharrantes e intentó calcular mentalmente algunos de los husos horarios del mundo. Ahora mismo, a 21.700 kilómetros de distancia, sería una bola carmesí, elevándose poco a poco en el horizonte en Sydney. Aún reluciría abrasador en lo alto del cielo de la tarde de Río de Janeiro. Daba igual dónde estuviera, nunca era consciente de su poder. Del poder que le daba a la gente. A diferencia de él, que sí era consciente del poder que llevaba dentro.

El poder de la vida y de la muerte.

Perspectiva. Todo dependía de la perspectiva. La oscuridad de un hombre era la luz de otro. ¿Cómo era posible que tanta gente no se percatara de ello?

¿Esa chica estúpida, sentada en la playa unos metros por delante de él, que miraba más allá de los cuerpos tumbados en la playa, a la masa monótona, cambiante, del océano? ¿Las velas flojas de las yolas y las tablas de windsurf? ¿Las manchas grises distantes de los buques cisterna y portacontenedores descansando, inmóviles, a lo lejos en el horizonte, como juguetes en una estantería? ¿Los bañistas estúpidos de última hora que chapoteaban en el inodoro asqueroso que imaginaban que era un mar puro y limpio?

¿Sabía Sophie Harrington que ésta era la última vez que veía todo aquello?

¿La última vez que olería los cabos alquitranados, la pintura de barca o la orina de desconocidos?

Toda la maldita playa era una alcantarilla de carne desnuda. Cuerpos con ropa escasísima. Blanca, roja, morena, negra. Exhibiéndose. Algunas de las mujeres iban en topless, putas asquerosas. Observó a una que se paseaba, la cabellera pelirroja despeinada hasta los hombros, las tetas hasta el estómago, el estómago hasta la pelvis, bebiendo una botella de cerveza rubia o negra -estaba demasiado lejos para distinguirlo-, el culo gordo saliendo de una tela de nailon azul eléctrico, los muslos marcados por la celulitis. Se preguntó cómo le quedaría la máscara antigás con su pubis pelirrojo desgreñado aplastado en la cara de él. Se preguntó a qué olería ahí abajo. ¿A ostras?

Entonces, centró la atención de nuevo en la estúpida chica que estaba sentada en la playa desde hacía dos horas. Ahora se levantaba, pisaba los guijarros, con los zapatos en la mano, haciendo una mueca de dolor con cada paso que daba. ¿Por qué, se preguntó, no se calzaba? ¿Tan corta era realmente?

Le formularía la pregunta luego, cuando estuviera a solas con ella en su dormitorio y tuviera la máscara antigás en la cara, cuando su voz le llegara terrible y ominosa.

Tampoco es que le importara la respuesta.

Lo único que le importaba era lo que había escrito cuando tenía doce años en el apartado en blanco para notas que cerraba su cuaderno escolar Letts azul. Ese cuaderno era una de las pocas posesiones que aún conservaba de su infancia. Estaba dentro de una pequeña caja metálica donde guardaba aquellas cosas que tenían un valor sentimental para él. La caja se encontraba en un garaje, bastante cerca de aquí, que alquilaba por meses. De niño había aprendido la importancia de hallar un espacio propio en este mundo, por muy pequeño que fuera. Donde poder guardar tus cosas. Sentarte y pensar.

Fue en un espacio privado que encontró cuando tenía doce años donde se le ocurrieron por primera vez las palabras que anotó en su cuaderno:

Si realmente quieres hacer daño a alguien, no lo mates, eso sólo duele un tiempo breve. Es mucho mejor matar aquello a lo que aman. Eso les dolerá para siempre.

Repitió esas palabras una y otra vez, como un mantra, mientras seguía a Sophie Harrington, guardando una distancia prudente, como siempre. Ella se detuvo y se puso los zapatos, luego recorrió el paseo marítimo, pasando por delante de las tiendas con la fachada de ladrillo rojo del Arches, uno de cuyos locales era una galería de artistas de Brighton, y luego por una marisquería, se paró ante un grupo de percusión, vio una mina antigua de la Segunda Guerra Mundial que el mar había arrastrado y que ahora estaba colocada sobre un pedestal, y una tienda que vendía sombreros de playa, cubos, palas y molinetes giratorios.

La siguió a través de una muchedumbre despreocupada y bronceada, rampa arriba hacia la concurrida Kings Road, donde dobló a la izquierda, en dirección oeste, y dejó atrás el Hotel Royal Albion, el Old Ship, el Odeon Kingswest, el Thistle, el Grand, el Metropole.

Con cada minuto que pasaba estaba más excitado.

La brisa zarandeaba los laterales de su capucha y por un momento casi se la quitó. La agarró con fuerza sobre su frente y sacó el móvil del bolsillo. Tenía que hacer una importante llamada de negocios.

Esperó a que cruzara un coche de policía, la sirena ululando, antes de marcar, mientras seguía caminando, cincuenta metros detrás de ella. Se preguntó si Sophie iría a pie hasta su casa o cogería un autobús o un taxi. En realidad no le importaba. Sabía dónde vivía. Tenía su propia llave.

Y disponía de todo el tiempo del mundo.

Luego, con una punzada de pánico repentina, se dio cuenta de que había olvidado en la terraza del bar la bolsa de plástico que contenía la máscara antigás.

Capítulo 31

Linda Buckley había sido muy inteligente al ocupar un sillón de piel en el amplio vestíbulo, elegante y cómodo, del Hotel du Vin, pensó Grace mientras entraba en el edificio con Glenn Branson. Estaba lo suficientemente cerca de la recepción para escuchar si alguien preguntaba por Brian Bishop y disfrutaba de una buena vista de las personas que accedían al hotel y lo abandonaban.

La agente de Relaciones Familiares dejó a regañadientes el libro que estaba leyendo, The plimsoll sensation , una historia de Nicolette Jones sobre el disco Plimsoll que había escuchado en forma de serial radiofónico, y se levantó.

– Hola, Linda -la saludó Grace-. ¿Es bueno el libro?

– ¡Fascinante! -contestó ella-. Stephen, mi marido, estuvo en la marina mercante, así que sé un poquito de barcos.

– ¿Está nuestro huésped en su habitación?

– Sí. Hablé con él hace una media hora, para ver cómo se encontraba. Maggie ha salido a hacer unas llamadas. Le hemos dado un respiro. Esta tarde ha sido bastante intensa, en particular en el depósito, cuando ha identificado a su mujer.

Grace inspeccionó el concurrido vestíbulo. Todos los taburetes de la barra de acero inoxidable, al fondo de la sala, estaban ocupados, igual que todos los sofás y sillas. Había un grupo de hombres vestidos de esmoquin y mujeres en trajes de noche, como si estuvieran a punto de ir a un baile. No vio a ningún periodista.

– ¿Aún no hay prensa?

– Por el momento, no -respondió-. Le he registrado con un nombre falso, Steven Brown.

Grace sonrió.

– ¡Buena chica!

– Puede que con eso ganemos un día -dijo Linda-. Pero llegarán pronto.

«Y con suerte, para entonces Brian Bishop ya estará encerrado en una celda», pensó para sí.

Grace se dirigía a las escaleras, cuando se detuvo. Branson estaba mirando con ojos soñadores a cuatro atractivas jovencitas que estaban sentadas en un sofá bebiendo cócteles. Grace movió una mano para distraer a su compañero. Glenn se acercó a él de manera pensativa.

– Sólo estaba pensando… -dijo el sargento.

– ¿En piernas bellas?

– ¿Piernas has dicho?

Por su mirada de perplejidad, Roy se percató de que su amigo no miraba ninguna chica; ni siquiera las había visto. Simplemente miraba al vacío. Pasó un brazo paternal y amistoso alrededor de la cintura de Branson. Delgada y dura como una roca gracias a las pesas, era como si tuviera un árbol joven y robusto dentro de su chaqueta, no el abdomen de un ser humano.

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