Inquieto, se levantó, paseó por la habitación un rato, luego entró en el baño limpio y resplandeciente, miró las toallas y levantó la tapa del retrete porque quería mear. No pudo. Bajó la tapa. Se miró la cara en el espejo sobre el lavamanos. Entonces, sus ojos se fijaron en los artículos de perfumería. Frascos pequeños -de un plástico que imitaba el mármol- de champú, acondicionador, gel de ducha y crema hidratante corporal. Los recolocó hasta que estuvieron uniformemente distribuidos, pero entonces no le gustó su posición en el estante y los desplazó varios centímetros a la derecha, asegurándose cuidadosamente de que la distancia entre ellos era la misma.
Se sintió un poco mejor.
A las diez de esa mañana se sentía bien, satisfecho, disfrutando del increíble clima estival. Había jugado uno de los mejores partidos de golf de su vida, uno de los días más hermosos del año. Ahora, apenas ocho horas y media después, tenía la vida arruinada. Katie estaba muerta.
Su querida, queridísima Katie.
Y era evidente que la policía creía que él tenía algo que ver.
Dios santo.
Acababa de pasar la mayor parte de la tarde con dos mujeres policía que le habían dicho que eran sus agentes de Relaciones Familiares. Eran realmente simpáticas y le habían apoyado mucho, pero sus preguntas le habían dejado agotado y necesitaba descansar.
Y entonces la dulce Sophie… ¿A qué venía todo eso? ¿Qué diablos quería decir con que habían pasado la noche juntos? No era cierto. En absoluto. Rotundamente no.
Le gustaba Sophie, estaba claro. Pero ¿una aventura? Imposible. Su ex mujer, Zoë, tuvo una. Descubrió que había estado engañándole durante tres años y el dolor que sintió cuando se enteró fue casi insoportable. Jamás podría hacerle eso a nadie. Y últimamente había notado que las cosas no acababan de funcionar entre él y Katie, y se había esforzado muchísimo en su relación, o eso creía.
Le gustaba flirtear con Sophie. Disfrutaba de su compañía. Maldita sea, era halagador que una chica de veinticinco años estuviera loca por él. Pero eso era todo. Aunque se percató de que tal vez le hubiera dado falsas esperanzas. No sabía exactamente por qué la había invitado a almorzar, después de estar sentado a su lado en la conferencia sobre desgravación fiscal en inversiones cinematográficas a la que le habían invitado. Se habían encendido todas las luces de alarma, pero siguió adelante. Se volvieron a ver, varias veces. Intercambiaron e-mails, a veces dos o tres veces al día; y los de ella, de un tiempo para acá, eran cada vez más sugerentes. Y tenía que reconocer que había pensado en ella en un par de ocasiones, mientras hacía el amor con Katie, un acto cada vez más excepcional últimamente.
Pero nunca se habían acostado. Maldita sea, ni siquiera se habían dado un beso en los labios.
¿Verdad?
¿Estaba haciendo cosas y no las recordaba? Había gente que hacía cosas sin ser consciente de ello. El estrés podía causar problemas mentales, provocar que el cerebro se comportara de un modo extraño, y últimamente había sufrido mucho estrés, tenía grandes preocupaciones por su negocio y por Katie.
Su empresa, International Rostering Solutions PLC, que había fundado nueve años atrás, marchaba bien; pero casi demasiado bien. Cada mañana tenía que llegar al despacho más temprano, sólo para borrar todos los e-mails del día anterior, que podían ascender a doscientos, pero luego le inundaba una nueva remesa. Y ahora que estaban abriendo más oficinas en todo el mundo -las últimas en Nueva York, Los Ángeles, Tokio, Sydney, Dubai y Kuala Lumpur- las comunicaciones se producían las venticuatro horas del día, los siete días de la semana. Había contratado a mucho más personal, por supuesto, pero nunca se le había dado bien delegar. Así que cada vez se quedaba hasta más tarde trabajando en el despacho y, luego, seguía trabajando en casa después de cenar, y también los fines de semana, algo que contrariaba a Katie.
Además, tenía la sensación de que su matrimonio no funcionaba del todo bien. A pesar de su interés por obras benéficas y por el Rotary, a Katie le molestaba tener que pasar cada vez más tiempo sola. Él había intentado explicarle que no siempre trabajaría a aquel ritmo: dentro de un par de años podían sacar la compañía a Bolsa o venderla, y tendrían dinero suficiente para no volver a trabajar nunca más. Pero ella le recordaba que ya había dicho lo mismo hacía dos años. Y antes de eso, dos años atrás.
Recientemente le había dicho, bastante enfadada, que él siempre sería un adicto al trabajo, porque, en realidad, no tenía ningún otro interés aparte de su negocio. Sin convicción, él había rebatido que su «preciosidad», el Jaguar del 62 que había restaurado con tanto cariño, era un interés. Hasta que ella respondió, mordazmente, que no recordaba la última vez que lo había sacado del garaje, y Brian se vio obligado a reconocer que él tampoco.
Se acordó de que, durante la ruptura de su matrimonio con Zoë, cuando se vio prácticamente incapaz de sobrellevar la situación, su médico le había sugerido que ingresara en una clínica psiquiátrica un par de semanas. Él se negó; de algún modo logró superarlo todo. Pero ahora volvía a sentir esa misma depresión y confusión. Y percibía en Katie el mismo tipo de reacciones que había experimentado con Zoë, antes de descubrir que tenía una aventura. Tal vez sólo estaba en su cabeza.
Quizás había algo en su mente que no funcionaba muy bien en ciertos momentos.
La cámara recorrió despacio, y con alguna sacudida, el dormitorio de los Bishop en el 97 de Dyke Road Avenue. Se detuvo unos momentos en el cuerpo desnudo de Katie Bishop, que tenía los brazos y las piernas abiertos, las muñecas atadas a los elegantes barrotes de la cama, la marca de la atadura en el cuello y la máscara antigás a su lado.
– Tenía la máscara antigás sobre la cara cuando la encontraron -dijo Roy Grace a su equipo, que ahora había aumentado a veinte miembros, concentrado en la sala de reuniones del centro de investigaciones viendo el vídeo que el SOCO había grabado de la escena del crimen.
La sala podía albergar a veinticinco personas corno máximo, sentadas en las duras sillas rojas dispuestas alrededor de la mesa rectangular, y otras treinta, si fuera necesario, de pie. Se empleaba a veces para celebrar ruedas de prensa para informar sobre delitos graves; por esta razón, al fondo, enfrente de la pantalla, había un tablón cóncavo de color azul, y de un metro ochenta de alto por tres de ancho, con la dirección de la página web de la Policía de Sussex, más la leyenda y el número de teléfono de Crimestoppers. Todas las declaraciones a los medios de comunicación tenían lugar en aquel escenario.
– ¿Quién se la quitó, Roy? -preguntó la inspectora Kim Murphy, con una voz afable pero muy directa.
Grace ya había trabajado antes con Kim, cuando llevaron a un terrateniente a juicio por conspiración de asesinato, caso que había concluido satisfactoriamente hacía poco, y la experiencia había sido buena. La había requerido para esta investigación como su ayudante. Era una policía alegre, asombrosamente inteligente, de unos treinta y cinco años; le caía muy bien. Además era una mujer atractiva, rubia con mechas, llevaba el pelo arreglado y corto por los hombros; su cara ancha y honesta con una sonrisa casi constante y cautivadora ocultaba, con mucha eficacia -para sorpresa y pesar de muchos delincuentes-, un carácter sorprendentemente duro, avispado y chulesco. A pesar de la importancia de su rango, había algo poco femenino en ella. Esta noche esa característica se hizo más evidente porque iba vestida con una chaqueta deportiva color beis con charreteras, bastante masculina, que llevaba encima de una camiseta blanca y con pantalones. La mayoría de los días llegaba al trabajo montada en una Harley-Davidson, de cuyo mantenimiento se ocupaba ella misma.
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