Un perfil de anteguerra en el Collier's resumía su ascenso a la fama: había nacido en una familia de mucho dinero, en 1910, siendo hijo único de una rica heredera de Newport, Rhode Island, y un vaquero de Texas convertido en gentilhombre ranchero.
Otra foto oficial de empresa: Belding parecía asustado de la cámara, y estaba de pie, en mangas de camisa enrolladas hasta los codos, con una gran llave inglesa en una mano, junto a una gigantesca pieza de maquinaria en acero. A la edad de treinta años había adquirido un aspecto monacal: frente alta, boca sensible, gafas de cristales gruesos que no podían ocultar la intensidad de sus ojos redondos y oscuros. Un Midas de los tiempos modernos, según el artículo, representando lo mejor del ingenio estadounidense combinado con la buena vieja virtud del trabajo duro. Aunque había nacido con una cucharilla de plata sobre la lengua, Belding jamás había dejado que el metal perdiese su brillo: había practicado un horario laboral de veinte horas diarias y no le daba miedo ensuciarse las manos. Tenía una memoria fotográfica, conocía por su nombre a todos y cada uno de sus cientos de empleados, pero no soportaba a los tontos, ni tenía paciencia para las frivolidades de la buena sociedad y sus fiestas.
Su vida idílica de hijo único había sido cruelmente cercenada cuando sus padres habían perecido, en un accidente, mientras regresaban en coche, de una fiesta, a la casa que tenían alquilada en la isla española de Ibiza, justo al sur de Mallorca.
Otra capa de sedimento. Dejé de leer, traté de darle algún sentido a esto. Cuando vi que no podía, volví a la lectura.
En el momento del accidente, Belding tenía diecinueve años, estaba terminando sus estudios, en Stanford, de Física e Ingeniería. Los había abandonado, regresado a Houston para dirigir el negocio petrolero de la familia, y lo había expandido de inmediato para entrar en la fabricación de equipos de perforaciones petrolíferas, usando diseños que había desarrollado como proyectos de sus estudios. Un año más tarde había diversificado a la maquinaria pesada, había tomado lecciones de vuelo, demostrado tener un talento natural para el tema y aprobado fácilmente el examen para piloto. Y había empezado a dedicarse a la construcción de aviones. En cinco años había dominado la industria aeronáutica, inundando el campo con innovaciones técnicas.
En 1939 había consolidado sus propiedades en la Magna Corporation (nota de prensa de la empresa: «… si el señor Belding se hubiera graduado en Stanford, hubiera recibido un magna cum laude» ), y trasladado de Texas a Los Ángeles, en donde había edificado las oficinas centrales del complejo de empresas, así como una fábrica de montaje de aviones, y un aeropuerto privado, en una enorme propiedad en las afueras, en El Segundo.
Los rumores acerca de una oferta pública de acciones había atraído la atención de los inversores en Bolsa, pero tal oferta jamás se había materializado, y Wall Street lo había lamentado sin tapujos, llamando a Lee Belding un simple vaquero que acabaría por abarcar más de lo que podía agarrar. Belding no ofreció comentario alguno a esta opinión, y siguió ramificándose a las navieras, los ferrocarriles, las propiedades inmobiliarias y la construcción.
Obtuvo un contrato para una ampliación del Ministerio del Trabajo en Washington, luego construido casas económicas en Kentucky, y una base militar en Nevada; después, se había enfrentado a la Mafia y a los Sindicatos, con el fin de crear La Casbah, el mayor y más ostentoso casino que jamás se había visto bajo el sol de Las Vegas.
Al llegar su treinta cumpleaños ya había incrementado treinta veces la fortuna heredada, era uno de los cinco hombres más ricos del país, y, desde luego, el más amante de permanecer oculto, rehusando conceder entrevistas y no asistiendo a acontecimientos públicos. La prensa se lo perdonaba: al hacerse el huidizo se convertía en un personaje más apetecible y les daba más libertad en sus especulaciones.
La intimidad, el más caro lujo…
No fue hasta después de la Segunda Guerra Mundial cuando comenzó a agriarse la luna de miel que los Estados Unidos habían tenido con Leland Belding. Mientras la nación enterraba a sus muertos, y los trabajadores se enfrentaban a un incierto futuro, algunos periodistas de tendencias izquierdistas comenzaron a señalar que Belding había usado la guerra para convertirse en multimillonario, mientras seguía encerrado en su ático de las oficinas principales de la Magna Corporation.
Subsiguientes husmeos revelaron que, entre 1942 y 1945, el capital de la Magna Corporation se había cuadruplicado, debido a haber conseguido del gobierno millares de contratos militares. Magna había sido el principal suministrador de las Fuerzas Armadas en bombarderos, sistemas de navegación para aviones, armas antiaéreas, tanques y vehículos blindados, e incluso en raciones de rancho enlatadas y uniformes de los soldados.
En los editoriales habían empezado a aparecer calificativos tales como bandolero, explotador y sanguijuela de la clase obrera mientras que los comentaristas aseguraban que el lema de Leland Belding era siempre recibir, recibir, y nunca dar; un egoísta obsesionado por la acumulación de riqueza sin la menor traza de espíritu patriótico. Uno de los articulistas había señalado que jamás había hecho una donación a la caridad, que no había dado ni un centavo a los empréstitos de Guerra.
Pronto siguieron los rumores de corrupción…, pudiéndose leer entre líneas que todos aquellos contratos no habían sido conseguidos a base de presentar el pliego de oferta más bajo. Hacia 1947, los rumores se habían convertido en acusaciones y adquirido la suficiente credibilidad como para que el Senado de los EE.UU. les prestase oído. Había sido creado un Subcomité, al que se le había encargado la investigación de la génesis de los beneficios bélicos de Leland Belding y de hurgar en las interioridades de la Magna Corporation. Belding ignoró el furor y dedicó su talento al cine, se compró un estudio e inventó una cámara portátil que prometía revolucionar la industria.
En noviembre de 1947, el Subcomité del Senado realizó sus audiencias públicas.
Hallé un resumen de su actuación en una revista de negocios: un punto de vista conservador, sin fotos, todo él letra pequeña y árida prosa.
Pero no lo bastante árida como para ocultar la naturaleza escandalosa de la principal acusación contra Belding:
Que era menos un magnate de la industria que un chulo de lujo.
Los investigadores del Subcomité afirmaron que Belding había conseguido inclinar hacia su empresa la decisión de los contratos a base de preparar «fiestas locas» para los funcionarios de la Oficina de la Guerra, agentes de compras del Gobierno, legisladores. Esas orgías habían tenido lugar en aisladas casas de las colinas de Hollywood compradas por la Magna Corporation expresamente como «locales para fiestas», y en ellas había películas porno, ríos de alcohol, «petardos» de marihuana, así como espectáculos de danza y ballet acuático ejecutados por legiones de muchachas desnudas, «de moral dudosa».
Esas mujeres, que eran descritas como «profesionales de las fiestas», eran aspirantes a actrices, elegidas por el hombre que regia el estudio de Belding, un «antiguo consultor de negocios» llamado William Houck (alias Billy) Vidal.
Las audiencias habían durado más de seis meses; luego, de modo gradual, lo que había prometido ser una historia jugosa había empezado a marchitarse. Al comité le resultó imposible presentar testigos de las famosas fiestas, como no fueran los competidores comerciales de Belding, que testificaban de oídas y se derrumbaban al ser interrogados por los representantes de la otra parte. Y el multimillonario en persona se negó a testificar, a pesar de las citaciones al respecto, alegando la posibilidad de poner en peligro la seguridad nacional. Y en esto le había apoyado el Departamento de Defensa.
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