Jonathan Kellerman - Compañera Silenciosa

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Un día en una fiesta, el psicólogo infantil Alex Delaware se reencuentra con un viejo amor, Sharon Ransom. Ella solicita su ayuda, pero Alex, demasiado embebido en sus propios asuntos sentimentales, no le hace caso. Dos días más tarde, Sharon se suicida. Alex no puede dejar de sentirse responsable de la desesperada decisión de Sharon.
Y en parte por ello, en parte por resolver los enigmas de aquella relación -la mayoría creados por la oscura personalidad de Sharon- el psicólogo se embarca en una investigación en la que el dinero, el azar de los genes y un pasado trágico configuran el escenario de una prolongada orgía de sexo, dominio y manipulación psicológica al servicio de los menos nobles impulsos del ser humano.

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– Sólo lo que ya le he dicho: la tesina. Él fue su supervisor. Tenían una oficina juntos en Beverly Hills.

– ¿Eso es todo?

– Eso es todo.

La estudié el tiempo suficiente como para decidir que me la creía.

– ¿Y la tres? -me preguntó.

– ¿De qué iba la tesina?

– Ya le he dicho que sólo le he dado una mirada.

– Dígame lo que ha mirado.

– Era algo acerca de los gemelos… de los gemelos y las personalidades múltiples y, creo, la integridad del ego. Usaba mucha jerga.

– El tres es hacerme una fotocopia.

– Ni hablar, yo no soy su secretaria.

– Correcto. Devuélvala a donde la ha hallado, probablemente será en la biblioteca de publicaciones de psico en la universidad, y yo mismo me haré una copia.

Alzó una mano.

– ¡Oh, qué infiernos! Mañana le traeré una fotocopia.

– Nada de visitas -le recordé-. Envíela por correo… urgente.

Le escribí mi número de apartado postal y se lo di. Lo colocó entre las páginas del libro de Wambaugh.

– Mierda -dijo-. ¿Es usted así de autoritario con sus pacientes?

– Así son las cosas -le dije-. Hemos hecho un trato.

– ¡Vaya trato! Al menos usted ha sacado algo. Yo no he conseguido una jodida cosa que no sean promesas.

Puso cara seria.

– Será mejor que cumpla con su parte, doctor Delaware. Porque, de un modo u otro, voy a conseguir mi historia.

– Cuando tenga algo publicable, usted será la primera persona a la que llame.

– Y una cosa más -añadió, ya medio fuera-. No soy una maldita quinceañera. Tengo veintiuno. Cumplidos ayer.

– ¡Feliz cumpleaños! -le dije-. Y que cumpla muchos más.

Después de que se hubo ido, llamé a San Luis Obispo. Me contestó Robin.

– Hey, soy yo -le dije-. ¿Eras tú, hace unos minutos?

– ¿Cómo lo has adivinado?

– La persona que cogió el teléfono me dijo que había llamado una mujer irritada.

– ¿La persona?

– Una cría periodista, que me está dando la lata para que le conceda una entrevista.

– ¿Cría como cuando se tienen doce años?

– Cría como cuando se tienen veintiuno. Dientes de conejo, pecas, latiguillos al hablar.

– ¿Por qué será que te creo?

– Porque soy un santo varón. Me encanta oírte. Quería llamarte…, cada vez que cuelgo lamento la forma en que se ha desarrollado la conversación. Se me ocurren todas las cosas correctas que decirte, pero ya es demasiado tarde.

– Eso mismo me sucede a mí, Alex. El hablar contigo ha sido como caminar por un campo de minas. Como si fuéramos ingredientes letales, que no pudieran ser mezclados sin estallar.

– Lo sé -dije-. Pero quiero creer que no tiene por qué ser así. No siempre fue así.

No dijo nada.

– Venga ya, Robin. Antes fue bueno.

– Claro que sí… y buena parte de ello fue maravilloso. Pero siempre había problemas. Quizá toda la culpa fuera mía…, siempre me quedaba las cosas dentro. Lo siento.

– No sirve de nada echarse las culpas. Lo que yo quiero es hacerlo mejor, Robin. Y estoy dispuesto a trabajar en ello.

Silencio.

Y luego dijo:

– Ayer fui a la tienda de papá. Ma la ha conservado tal cual estaba cuando él murió. No falta ni una herramienta de su sitio, tal como si fuera un museo. El Museo Joseph Castagna. Ella es así: nunca suelta nada, nunca comercia con nada. Me encerré dentro, me quedé allí, simplemente sentada, durante horas, oliendo el barniz y el serrín, pensando en él. Y luego en ti. Lo parecidos que sois los dos: bienintencionados cálidos pero dominantes…, tan fuertes, que os hacéis cargo de las situaciones. Le hubieras caído bien, Alex. Hubierais entrado en conflicto: como dos toros resoplando y rascando el suelo con la pezuña… pero, al cabo, los dos habríais sido capaces de reíros juntos.

Ella misma se echó a reír, luego a llorar.

– Sentada allí, me di cuenta de que parte de lo que me había atraído a ti era la similitud… lo muy parecido que eras a papá. Incluso físicamente: el cabello rizado, los ojos azules. De joven era guapo, con el mismo tipo de apostura que tú tienes. Vaya examen de mi interior, ¿eh?

– A veces resulta difícil ver este tipo de cosas. Dios sabe que se me han escapado un montón de cosas evidentes.

– Supongo que sí. Pero no puedo evitar sentirme estúpida. Quiero decir que yo venga ir hablando de independizarme y de establecer mi identidad, venga estar resentida contigo por ser fuerte y dominante, y durante todo ese tiempo he deseado que se ocupasen de mí, tener de nuevo un papaíto… Dios, cómo lo echo de menos, Alex, y también te echo de menos a ti, y ambas cosas se están mezclando en un único dolor.

– Vuelve a casa -le dije-. Podremos enfrentarnos a ello.

– Quiero hacerlo, pero no. Me temo que todo vuelva a ser igual a como era antes.

– Haremos que sea diferente.

No me contestó.

Una semana antes la hubiera presionado. Ahora, con los fantasmas pisándome los talones, le dije:

– Te quiero aquí y ahora mismo, pero tú tienes que hacer lo que creas que es mejor para ti. Tómate el tiempo que necesites.

– De veras que te agradezco que me digas eso, Alex. Te amo.

– Yo también te amo.

Oí un crujido, me volví y vi a Milo. Me saludó y se retiró apresuradamente de la cocina.

– ¿Alex? -preguntó Robin-. ¿Sigues ahí?

– Es que acaba de entrar alguien.

– ¿La pequeña joven de dientes de conejo?

– El grandote del señor Sturgis.

– Dale todo mi cariño. Y pídele que te mantenga alejado de cualquier problema.

– Lo haré. Cuídate.

– Tú también, Alex. En serio. Te llamaré pronto. Adiós.

– Adiós.

Él estaba en la biblioteca, hojeando mis libros de psico, simulando que le interesaban.

– Hola sargento.

– Ha sido una metedura de pata de primera división -me dijo-. Pero la jodida puerta de la calle estaba abierta. ¿Cuántas-veces-no-te- habré-regañado-por-eso?

Se parecía a un perro pastor viejo que hubiese ensuciado la alfombra. Y, de repente, lo único que deseé fue poder aliviar su azaramiento.

– No es ningún secreto -le dije-. Separación temporal. Ella está en San Luis Obispo. Lo superaremos. De todos modos, tú ya debías de imaginarlo, ¿no?

– Tenía mis sospechas. Se te veía como si te hubiese pasado un camión por encima. Y no has estado hablando de ella, del modo en que siempre acostumbrabas a hacerlo.

– Muy bien deducido, señor detective. -Fui hasta mi escritorio, comencé a ordenar papeles, sin ton ni son.

– Espero que lo arregléis -me dijo-. Los dos juntos erais una cosa buena.

– Trata de evitar usar el pasado -le dije secamente.

– ¡Otra metedura de pata! Mea culpa. Mía Farrow -se golpeó en el pecho, pero pareció realmente dolido.

Fui hasta él y le di unas palmaditas en la espalda.

– Olvídalo, tío grandote. Hablemos de algo más placentero, como es el asesinato. Hoy fui a escarbar y he desenterrado cosas realmente interesantes.

– ¿Haciendo de Doctor Entrometido? -me dijo, adoptando el mismo tono protector que yo había usado con Maura.

– En la biblioteca, Milo. Que no es exactamente una zona de combate.

– Contigo todo es posible. De todos modos, si tú me cuentas lo tuyo, yo te cuento lo mío. Pero no con la boca seca.

Regresamos a la cocina, abrimos un par de cervezas y un paquete de palitos de pan con sésamo. Le hablé de la fantasía infantil de Sharon: el ambiente de la alta sociedad de la Costa Este que se parecía al de Kruse, la orfandad que era un eco de la de Leland Belding.

– Es como si hubiera estado recogiendo retazos de las historias de otra gente para hacerse una propia, Milo.

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