Jonathan Kellerman - Compañera Silenciosa

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Un día en una fiesta, el psicólogo infantil Alex Delaware se reencuentra con un viejo amor, Sharon Ransom. Ella solicita su ayuda, pero Alex, demasiado embebido en sus propios asuntos sentimentales, no le hace caso. Dos días más tarde, Sharon se suicida. Alex no puede dejar de sentirse responsable de la desesperada decisión de Sharon.
Y en parte por ello, en parte por resolver los enigmas de aquella relación -la mayoría creados por la oscura personalidad de Sharon- el psicólogo se embarca en una investigación en la que el dinero, el azar de los genes y un pasado trágico configuran el escenario de una prolongada orgía de sexo, dominio y manipulación psicológica al servicio de los menos nobles impulsos del ser humano.

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– ¿Ha leído la tesina de la Ransom?

– La he hojeado.

– ¿De qué hablaba?

Ella subió y bajó la bolsita de té en el agua y miró ésta oscurecerse.

– ¿Por qué no contesta a algunas de mis preguntas antes de que yo responda a las suyas?

Pensé en el aspecto que habían tenido los Kruse muertos. Y Lourdes Escobar, D. J. Rasmussen. Cadáveres amontonándose. Conexiones con las altas finanzas. Dinero con el que engrasar las ruedas.

– Señorita Bannon, no creo que sea bueno para usted el proseguir con este caso.

Dejó la taza sobre el plato.

– ¿Qué se supone que significa eso?

– Que el hacer ciertas preguntas puede resultar peligroso.

– ¡Anda que no! -dijo, alzando la vista al cielo-. No puedo creérmelo. ¿Proteccionismo sexista?

– El sexismo no tiene nada que ver con ello. ¿Qué edad tiene usted?

– ¡Eso no importa!

– Pues si que importa, en lo que se refiere a la experiencia.

– Doctor Delaware -dijo, poniéndose en pie-. Si todo lo que va a hacer es ponerse paternalista, me largo de aquí.

Esperé.

Se sentó.

– Para su información, le diré que he trabajado cuatro años como periodista.

– ¿En el periódico de la escuela?

Se ruborizó, esta vez más intensamente. Adiós, pecas.

– Tiene usted que saber que el trabajo en el colegio me llevó a una serie de historias sórdidas. Debido a una de mis investigaciones, dos empleados de la librería fueron despedidos por estafa.

– Felicidades. Pero ahora estamos hablando de un nivel totalmente distinto. No me gustaría que la enviasen de vuelta a Boston en una caja.

– ¡Venga ya! -exclamó, pero había miedo en sus ojos. Lo enmascaró con la indignación-. Creo que me equivoqué respecto a usted.

– Supongo que sí.

Caminó hasta la puerta. Se detuvo y dijo:

– Esto está podrido, pero no importa.

Dispuesta para la acción. Lo único que yo había hecho era abrirle el apetito.

– Puede que tenga usted razón… respecto a eso de que puede haber una conexión entre ambas muertes -le dije-. Pero, en este punto, lo único que tengo son suposiciones, nada que merezca la pena discutir.

– ¿Suposiciones? ¡También usted ha estado husmeando ! ¿Por qué?

– Eso es personal.

– ¿Estaba usted enamorado de ella?

Bebí café.

– No.

– ¿Entonces por qué es tan personal?

– Es usted una jovencita enormemente entrometida.

– Eso es algo que lo provoca el ambiente, doctor Delaware. Y, si es tan peligroso, ¿cómo es que está bien que usted husmee?

– Yo tengo conexiones con la policía.

– ¿Conexiones con la policía? ¡No me haga reír! La policía es la que está encubriéndolo todo. Descubrí… gracias a conexión, que han hecho todo un Watergate en el caso de la Ransom. Todos los informes legales han desaparecido… como si nunca hubiera existido.

– Mi conexión es diferente. Fuera de la masa general. Honesto.

– ¿Ese tipo gay del caso de los niños violados?

Esto me cazó por sorpresa.

Pareció complacida consigo misma. Un pececillo dorado nadando contento por entre las barracudas.

– Quizá podamos cooperar -le dije.

Me ofreció lo que quería ser una sonrisa dura, de mujer entendida.

– ¡ Ah! ¿Llegó la hora de cepillar la espalda? Pero, ¿por qué iba yo a querer cooperar?

– Porque sin hacer tratos no va a ir usted a parte alguna… esto se lo aseguro. He descubierto alguna información con la que usted jamás se podrá hacer, material que no le serviría de nada en su estado actual. Yo voy a seguirle la pista. Le daré los derechos exclusivos de publicación, si el publicarlo no va a resultar perjudicial para su salud.

Pareció ultrajada.

– ¡Oh, esto es maravilloso! ¿Es correcto que el fuerte y grandote bravo vaya de caza, pero la squaw se quede a salvo dentro del tipi?

– Lo toma o lo deja, Maura. -Comencé a recoger las tazas.

– Esto hiere.

La despedí con un gesto.

– Entonces, hágalo a su manera. A ver qué saca en claro.

– Me está acorralando, y pasándoselo bien demostrando lo poderoso que es.

– ¿Quiere escribir usted sobre crímenes? Yo le ofrezco una posibilidad… no una garantía, de poder hacerse con una historia de crímenes. Y vivir lo bastante para verla impresa. Su alternativa es tirar hacia adelante como un búfalo que carga a ciegas; en cuyo caso o bien la despedirán de inmediato y la mandarán a casa en un vuelo económico, o facturarán en la bodega de carga, en el mismo estado físico en que quedaron los Kruse y su criada.

– La criada -dijo-. Nadie habla de ella.

– Eso es poique ella era de usar y tirar , Maura. Ni dinero, ni conexiones: basura humana, enviada directamente al montón del abono.

– Eso es muy crudo.

– Ésta no es una fantasía de quinceañera que quiere ser una detective como las de la tele.

Tamborileó con el pie, se mordió una uña.

– ¿Lo hacemos por escrito? -preguntó.

– ¿Hacer qué por escrito?

– ¿Que tenemos un acuerdo? ¿Un contrato? ¿Que tengo prioridad con su información?

– Pensé que era usted una periodista, no una abogada.

– Regla número uno: cúbrete las espaldas.

– Se equivoca, Maura. La regla número uno es nunca dejar pistas.

Llevé la bandeja a la cocina. Sonó el teléfono. Antes de que pudiera llegar a él, ella había tomado la extensión de la sala de estar. Cuando regresé sostenía el teléfono y sonreía.

– Colgó.

– ¿Quién?

– Una mujer. Le dije que esperase, pero me contestó que lo olvidase, parecía irritada. -Sonrisita inocente-. Celosa. -Se encogió de hombros-: Lo siento.

– ¡Vaya educación, Maura! Esa total falta de modales, ¿forma parte de lo que les enseñan en su Facultad?

– Lo siento -repitió, parecía como si esta vez lo dijese en serio.

Una mujer.

Señalé a la puerta.

– Adiós, señorita Bannon.

– Escuche, lo que he hecho ha sido una grosería. Lo siento.

Fui a la puerta y la abrí.

– Le he dicho que lo siento. -Pausa-. De acuerdo, olvide lo del contrato. Quiero decir que, si no me puedo fiar de usted, un trozo de papel me iba a servir de poco, ¿no? Así que me fiaré de usted.

– Me siento conmovido. -Giré la manija.

– Le estoy diciendo que le seguiré la corriente.

– ¿Hora de cepillar la espalda? -dije.

– Vale, vale… ¿Qué quiere a cambio?

– Tres cosas: primero una promesa de que se quedará quietecita.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– Hasta que yo le diga que ya no hay peligro.

– Inaceptable.

– Que usted lo pase bien, señorita Bannon.

– Mierda. ¿Qué más quiere?

– Antes de seguir adelante, aclaremos esto -le dije-. Nada de visitas casuales, nada de escuchas, nada de cosas raras.

– Ya le había entendido.

– ¿Quién es su contacto en el juzgado de instrucción? La persona que le habló del dossier que falta.

Se quedó asombrada.

– ¿Qué es lo que le hace creer que él… o ella, trabaja en el juzgado de instrucción?

– Ha mencionado usted datos del forense.

– No suponga demasiado a partir de eso -dijo, tratando de parecer enigmática-. De todos modos, en ningún modo revelaré mis fuentes.

– Usted limítese a asegurarse de que él… o ella, se quede calladito. Por su propia seguridad personal.

– Vale.

– ¿Prometido?

– ¡ !

– ¿Eso era la dos?

– La uno be. La dos es decirme todo lo que haya averiguado acerca de la conexión entre Ransom y Kruse.

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