Jonathan Kellerman - Compañera Silenciosa

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Un día en una fiesta, el psicólogo infantil Alex Delaware se reencuentra con un viejo amor, Sharon Ransom. Ella solicita su ayuda, pero Alex, demasiado embebido en sus propios asuntos sentimentales, no le hace caso. Dos días más tarde, Sharon se suicida. Alex no puede dejar de sentirse responsable de la desesperada decisión de Sharon.
Y en parte por ello, en parte por resolver los enigmas de aquella relación -la mayoría creados por la oscura personalidad de Sharon- el psicólogo se embarca en una investigación en la que el dinero, el azar de los genes y un pasado trágico configuran el escenario de una prolongada orgía de sexo, dominio y manipulación psicológica al servicio de los menos nobles impulsos del ser humano.

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El asesinato de los Kruse era la noticia que abría el telediario de las once, completa con barridos de las cámaras portátiles de la casa del crimen y fotos de archivo de Paul y Suzanne en sus mejores tiempos.

La tercera víctima era identificada como Lourdes Escobar, de veintidós años, nativa de El Salvador, que trabajaba como criada de los Kruse. Su foto mostraba a una mujer joven, de rostro abierto, con cabello negro muy liso y ojos oscuros.

Víctima inocente, pronunció el comentarista, bajando su voz y rezumando ironía. Había huido de la guerra civil y pobreza de su tierra natal, empujada por el sueño de una vida mejor, sólo para hallar una muerte violenta, entre el lujo seductor de la ciudad de Los Ángeles…

Ese tipo de filosofía barata significaba que no sabía mucho de lo que hablaba.

Fui pasando de uno a otro canal, ansioso de información. Los tres informativos eran similares en estilo y falta de datos, con los periodistas de calle hablando con los comentaristas del estudio, en lugar de con la audiencia, preguntándose en voz alta si alguno de los pacientes de Kruse se habría vuelto homicida, o si simplemente era uno más de los hechos sangrientos que ocurrían al azar en L. A.

Absorbí predicciones acerca de las previsibles buenas ventas que iban a hacer las armerías y las tiendas de animales que ofrecían perros guardianes feroces.

Un periodista se llevó una mano a una oreja, y dijo:

– Un momento, vamos a escuchar una declaración de la policía.

La cámara pasó a Cyril Trapp, aclarándose la boca. Su camisa era de perfecto azul televisivo. Su cabello blanco brillaba como un casco de acero. Bajo los focos, su piel moteada era del color de las sábanas sucias. Su bigote se agitaba mientras se mordisqueaba la mejilla. Estableciendo contacto ocular con la cámara, leyó una declaración escrita en la que se prometía que la totalidad de los medios investigadores del Departamento de Policía de Los Ángeles serían empleados en la resolución de aquellos horribles asesinatos. Una sonrisa apretada y un agitar de la cabeza.

– Esto es todo lo que puedo revelar por el momento -y se marchó.

El periodista añadió:

– Pues ya está, Keith y Kelly. Esto fue una información en directo desde la escena del…

Apagué el televisor, preguntándome cómo sería que estuviera Trapp en la escena del crimen, y esperé que me llamase Milo, para informarme al respecto. Como a la una no me había llamado aún, me desnudé y me metí entre las sábanas, con la boca seca y tan tenso, que me dolía el paladar. Intenté probar con la respiración profunda, pero en lugar de relajarme, acabé poniéndome en un estado de hipersensibilidad, con los ojos muy abiertos. Abrazándome a la almohada como a una amante, traté de llenar mi mente con imágenes placenteras. No se me ocurrió ninguna. Finalmente, algo antes de la madrugada, logré hundirme en el sueño.

A la mañana siguiente, llamé a Milo a la comisaría, y me dijeron que aún estaba de vacaciones. No me contestó nadie en su casa.

Me dediqué al periódico de la mañana. A diferencia de lo ocurrido con la muerte de Sharon, los asesinatos de los Kruse estaban siendo tratados como noticias importantes: un gran titular, proclamando DOCTOR Y ESPOSA ASESINADOS hacía de bandera sobre la mitad superior de la página 3. Firmaba el artículo un periodista de redacción llamado Dale Conrad, un nombre que reconocí, porque en el pasado había cubierto temas sobre la ciencia del comportamiento…, generalmente haciendo trabajos más bien malos.

El artículo sobre los Kruse no era una excepción. A pesar de todo ese espacio de página, Conrad no había logrado saber nada sobre los asesinatos que no hubiese sido cubierto ya en las retransmisiones de la noche anterior. La parte principal del artículo era información biográfica sobre Kruse. Tenía sesenta años a la hora de su muerte, el doble de la edad de su esposa, a la cual el artículo describía únicamente como una ex-actriz. El lugar de nacimiento de Kruse había sido la ciudad de Nueva York, su familia era gente de dinero. Había sido nombrado oficial de complemento en Corea y destinado a una unidad de Guerra Psicológica, recibido su doctorado de una universidad en el sur de Florida, luego, ayudado por sus conexiones sociales y su columna en la prensa, se había montado una lucrativa consulta en Palm Beach, antes de trasladarse a California. Se destacaba su reciente nombramiento como Jefe del Departamento de Psicología, y se informaba que su predecesor, el Profesor Milton Frazier, había declarado que estaba anonadado por la muerte sin sentido de su estimado colega.

El asesinato de Lourdes Escobar sólo era reseñado en un último párrafo, añadido como para remediar un olvido: «También fue hallado el cadáver de la empleada de hogar».

Dejé el periódico. Nueva York, familia de dinero, conexiones con la buena sociedad… Todo me recordaba el falso pasado que se había creado Sharon.

¿Había sido una invención total? Con una madre estrella fracasada de Hollywood o no, ella había vivido como una chica rica: las ropas, el coche, la casa. Quizá Linda Lanier hubiese hecho dinero… El sueño de toda prostituta, realizado.

O quizá lo hubiera logrado de otro modo. Pasándole a su hija el usufructo de un pedazo selecto de ladera de colina, que en otro tiempo debió de ser de algún multimillonario muerto que la había empleado. Pero que aún seguía siendo propiedad de la multinacional de ese multimillonario, que lo había puesto a la venta al día siguiente mismo de la muerte de Sharon.

Demasiadas preguntas. Me estaba empezando a doler la cabeza.

Me vestí, cogí un bloc y un par de rotuladores, y salí de casa. Caminando cañada abajo, crucé Sunset y entré por el extremo norte del campus de la universidad. Eran las once y veinte cuando pasé por las puertas de la biblioteca de investigación.

Me dirigí directamente hasta la sección de referencias, jugueteé con el índice informatizado MELVYL, y hallé dos libros acerca de Leland Belding en los fondos de la universidad.

El primero era un volumen de 1949 titulado Diez Magnates. El segundo era El Multillonario Ermitaño de Seaman Cross. Sorprendido, porque pensaba que la editorial había recogido todos los ejemplares, anoté el número de petición, y comencé a buscar algo acerca de Lanier, Linda, pero no hallé nada.

Dejé el ordenador e hice un poco de investigación de baja tecnología: dos horas pasadas volviendo las páginas del índice de publicaciones periódicas. Tampoco había allí nada sobre Linda Lanier, pero si más de un centenar de artículos sobre Leland Belding, que se extendían desde mediados de los treinta a mediados de los setenta. Seleccioné lo que esperaba fuese media docena de referencias representativas, y luego tomé el ascensor hasta las estanterías de libros y comencé a buscar sus fuentes. Hacia las dos treinta estaba encastillado en un cubículo de lectura en el cuarto piso, rodeado por montones de revistas encuadernadas.

Los artículos más antiguos acerca de Belding se encontraban en revistas de la industria aeronáutica, escritos mientras el magnate aún tenía poco más de la veintena. En ellos, se alababa a Leland Belding como un prodigio técnico y financiero, un genio del diseño de aeroplanos y equipo auxiliar, con tres patentes a su nombre por cada año de su vida. En cada uno de ellos era empleada la misma fotografía, una imagen publicitaria, acreditada a la L. Belding Industries: el joven inventor sentado en la carlinga de uno de sus aviones, con casco y anteojos, y su atención fija en el panel de instrumentos. Un hombre apuesto, pero de aspecto frío.

La enorme fortuna de Belding, su precocidad, su apuesto pero infantil aspecto y su timidez lo convertían en un héroe apetecible para los medios de comunicación, y el tono de los artículos más antiguos de la prensa popular era casi reverencial. Un artículo lo nombraba el Soltero Más Apetecible de los EE.UU. de 1937. Otro lo designaba como lo más parecido a un príncipe heredero que hubiese producido América.

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