Jonathan Kellerman - Compañera Silenciosa

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Un día en una fiesta, el psicólogo infantil Alex Delaware se reencuentra con un viejo amor, Sharon Ransom. Ella solicita su ayuda, pero Alex, demasiado embebido en sus propios asuntos sentimentales, no le hace caso. Dos días más tarde, Sharon se suicida. Alex no puede dejar de sentirse responsable de la desesperada decisión de Sharon.
Y en parte por ello, en parte por resolver los enigmas de aquella relación -la mayoría creados por la oscura personalidad de Sharon- el psicólogo se embarca en una investigación en la que el dinero, el azar de los genes y un pasado trágico configuran el escenario de una prolongada orgía de sexo, dominio y manipulación psicológica al servicio de los menos nobles impulsos del ser humano.

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– Es diferente.

– La doctora Small, la persona que quiero que veas, también es diferente. Tiene unos cincuenta años, es muy amable nunca haría nada deshonesto.

No parecía convencida.

– Carmen, me ha visitado a mí…

No comprendió.

– Ha sido mi doctora.

– ¿De usted? ¿Por qué?

– A veces yo también necesito hablar. Todo el mundo lo necesita. Ahora, prométeme que la irás a ver en seguida. Si no te gusta, te buscaré a otra persona. -Saqué una tarjeta con el número de mi contestador, y se la di.

Cerró una mano encima de la cartulina.

– Simplemente, creo que no está bien -dijo.

– ¿Qué es lo que no está bien?

– El que ella se lo tirase. Una doctora debería, ¿sabe?, saber lo que se hace.

– Tienes toda la razón.

Eso la sorprendió, como si fuera la primera vez que alguien estuviera de acuerdo con ella.

– Algunos doctores no deberían de ser doctores -le dije.

– Quiero decir -añadió agresiva-, que podría ponerla un pleito o algo así.

– No hay nadie a quien poner un pleito, Carmen. Si estás hablando de la doctora Ransom, está muerta. Ella también se mató.

La mano le voló a la boca.

– ¡Oh, Dios mío, no lo sabía…! Quiero decir que, ¿sabe?, deseé que pasase… pero yo no… Ahora es… ¡Oh, Dios mío!

Se santiguó, se apretó las sienes, miró al techo.

– Carmen, nada de todo esto es culpa tuya. Tú eres una víctima.

Negó con la cabeza.

– Una víctima. Quiero que entiendas esto.

– No… no entiendo nada. -Lágrimas-. Todo esto es demasiado, ¿sabe?… demasiado… No entiendo nada.

Me incliné hacia delante, olí su angustia.

– Carmen, me quedaré aquí contigo tanto tiempo como me necesites. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo, Carmen?

Asentimiento.

Pasó media hora antes de que se hubiera compuesto, y cuando se secó los ojos, pareció haber recobrado también algo de su dignidad.

– Es usted muy bueno -me dijo-. Estoy bien. Ya puede irse.

– ¿Qué me dices de la doctora Small, la terapeuta que quiero que veas?

– No sé.

– Por lo menos una vez.

Una sonrisa macilenta.

– De acuerdo.

– ¿Prometido?

– Prometido.

Le tomé la mano, se la apreté por un instante y luego fui a recepción y le dije a Bea que la vigilase. Usé el teléfono de una de las salas de examen vacías para llamar a Ada. La telefonista de su servicio me dijo que estaba a punto de entrar en una sesión.

– Es una emergencia -dije, y me conectaron.

– Alex -dijo Ada-. ¿Qué pasa?

– Tengo a una joven en crisis que me gustaría que vieses tan pronto como te sea posible. No es una clienta de las buenas, Ada… tendrías que aceptarla por la Medi-Cal y no es un caso nada brillante. Pero cuando te cuente los detalles creo que estarás de acuerdo en que es importante que la visiten.

– Cuéntame.

Cuando hube terminado, ella dijo:

– ¡Qué terrible! Has hecho bien en llamarme, Alex. Puedo quedarme y verla a las siete. ¿Puede estar aquí a esa hora?

– Me ocuparé de que esté. Muchas gracias, Ada.

– Es un placer, Alex. Pero ahora tengo una visita y no puedo entretenerme más.

– Lo entiendo. Gracias de nuevo.

– No hay problema. Te llamaré después de que la haya visto.

Regresé a la oficina privada y le di a Carmen el número.

– Todo está arreglado -le dije-. La doctora Small te verá hoy mismo, a las siete de la tarde.

– De acuerdo.

Le apreté la mano y salí, me encontré a Leslie entre salas de examen y le dije lo que había organizado.

– ¿Qué tal le parece? -me preguntó.

– Muy frágil, y aún está acolchada por el shock; los días inmediatos siguientes pueden ser realmente malos. No tiene ningún sistema de apoyo. Es verdaderamente importante para ella que vea a alguien.

– Tiene sentido. ¿Dónde está la consulta de esa terapeuta?

– En Brentwood. En San Vicente, cerca de Barrington. -Le di la dirección y la hora de la cita.

– Perfecto. Yo vivo en Santa Mónica. Saldré de la oficina sobre las seis treinta. La llevaré allí yo misma. Hasta entonces, le haremos de niñeras. -Un momento de duda-. ¿Es buena esa persona a la que la manda?

– La mejor. Yo mismo me he visitado con ella.

Este fragmento de autoconfesión había tranquilizado a Carmen, pero irritó a su doctora.

– Honestidad californiana -dijo. Y luego-: ¡Jesús, lo siento! Ha sido usted realmente amable al venir aquí en cuanto lo llamé… lo que pasa es que me he convertido en una cínica total. Sé que esto no es bueno: he de llegar a una situación en la que pueda volver a confiar en la gente.

– Es duro -dije, pensando en mi propio sentido de la confianza, que estaba justamente desmoronándose.

Jugueteó con un pendiente.

– Escuche, realmente quiero darle las gracias por venir aquí. Dígame cuál es su tarifa, y le haré un talón ahora mismo.

– Olvídelo -le contesté.

– No, insisto. Me gusta pagar lo que debo.

– Ni hablar, Leslie. Jamás esperé cobrar por esto.

– ¿Está seguro? Sólo quiero que se convenza de que no trato de explotarle.

– Jamás sospeché tal cosa.

Parecía incómoda. Se quitó el estetoscopio y se lo fue pasando de mano en mano.

– Sé que, la primera vez que estuvo usted aquí, yo le parecí absolutamente mercenaria, pensando únicamente en mí misma. Lo único que puedo decirle es que yo no soy así. Quería llamar a esos pacientes, no dejaba de darle vueltas a eso en la cabeza. No me culpo por la muerte de Rasmussen…, era una auténtica bomba de tiempo. Todo era cuestión de cuándo. Pero esto me ha hecho darme cuenta de que tengo una responsabilidad, de que tengo que empezar a actuar como una médica. Cuando le dejé con Carmen, fui al teléfono y empecé a llamar. Logré ponerme en contacto con un par de las mujeres. Sonaban normales, me dijeron que sus maridos estaban también normales, cosa que espero sea cierta. De hecho, todo fue mejor de lo que me esperaba: se mostraron menos hostiles que la primera vez. Quizá pasé la barrera, no sé. Pero el caso es que establecí contacto. Lo seguiré intentando hasta que lo haya hecho con todas, y que las jodidas fichas de dominó caigan donde caigan.

– Por si le sirve de algo, le diré que está haciendo lo que debe.

– Me sirve de mucho -dijo, con repentina intensidad. Luego pareció azarada y miró a la puerta de una de las salas de examen-. Bueno, tengo que irme, debo tratar de aferrarme a los pacientes que me quedan. Gracias otra vez.

Duda.

Se puso de puntillas, me besó en una mejilla. Atrapado por sorpresa, yo moví la cabeza y nuestros labios se rozaron.

– Eso ha sido una estupidez -dijo ella.

Antes de que pudiera decirle que no lo había sido, se marchó a ver a su siguiente paciente.

18

Ya casi eran las cinco para cuando llegué a la universidad. El departamento de Psico se estaba vaciando y sólo quedaba una secretaria en la oficina del mismo. Fui derecho al directorio de profesorado de la Facultad y lo ojeé sin que ella hiciera comentario alguno. Quizá fuese la chaqueta de pana. Kruse ya estaba listado como Presidente y el número de su oficina era el 4302. Tomé nota de su dirección privada…: seguía siendo el mismo sitio, en los Pacific Palisades.

Subí corriendo los cuatro pisos, dándome cuenta de que, repentinamente, me había vuelto la energía; por primera vez en mucho tiempo me sentía imbuido de un propósito, justiciero en mi ira.

Nada como un enemigo para limpiar el alma de uno.

Su oficina estaba al extremo de un largo pasillo blanco. Unas puertas dobles de caoba tallada habían reemplazado el habitual contrachapado departamental. El suelo que estaba frente a la puerta había sido cubierto con una lona sobre la que había una capa de serrín. Del interior llegaba el sonido de sierras y martillos.

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