Leslie se mordió una uña.
– ¿Sabe esto la policía?
– Sí. Ella los llamó. Le hicieron algunas preguntas, le tomaron declaración, y le dijeron que se fuese a casa. Según ella, no parecía preocuparles demasiado. A D. J. lo tenían en su vecindario por un pendenciero, con todo un historial de conducir borracho. Dice que oyó a uno de los policías murmurar: «Las jodidas calles serán ahora más securas». Esto es todo lo que sé y, Jesús, lo siento… ¿Puede usted ayudarla?
– Lo intentaré.
Entramos en su oficina privada: pequeña, tapizada de libros, amueblada con un escritorio de pino y dos sillones, decorada con carteles monos, plantas, jarras de cerveza de recuerdo, cubos-marco de fotografías. En uno de los sillones estaba sentada una joven regordeta con mala piel. Vestía una blusa blanca, pantalones de tejido elástico de color marrón, y sandalias planas. Su cabello era negro y largo, con mechas blancas y despeinado; sus ojos estaban orlados de rojo e hinchados. Cuando me vio, giró la cara y la hundió en sus manos.
– Éste es el doctor Delaware, Carmen -dijo Leslie-. Doctor Delaware, Carmen Seeber.
Me senté en el otro sillón.
– Hola, Carmen.
– Carmen, el doctor Delaware es un psicólogo. Puedes hablar con él.
Y, tras decir esto, se fue de la habitación.
La joven mantuvo su rostro cubierto, y ni se movió ni habló. Al cabo de un rato, dije:
– La doctora Weingarden me ha contado lo de D. J. Lo siento mucho.
Ella empezó a sollozar, con sus hombros caídos y sacudidos por los estremecimientos.
– ¿Hay algo que pueda hacer por ti, Carmen? ¿Necesitas algo?
Más sollozos.
– En una ocasión hablé con D. J. -le dije-. Parecía una persona con muchos problemas.
Un borbotón de lágrimas.
– Debe de haber sido muy duro para ti el haber estado viviendo con él, visto lo que bebía. Pero, aun así, lo notas muchísimo en falta; y te resulta imposible de creer el que se haya ido.
Comenzó a balancearse, agarrándose la cara.
– ¡Oh Dios! -gimió-. ¡Oh Dios! ¡Oh Dios, ayúdame! ¡Oh Dios!
Le di palmaditas en el hombro. Se estremeció, pero no se apartó.
Nos quedamos así sentados un rato, ella implorando la ayuda divina, yo absorbiendo su pena, alimentándola con pequeños bocaditos de empatía. Dándole pañuelos de papel y un vaso de agua, diciéndole que nada de aquello era culpa de ella, que lo había hecho lo mejor que sabía, que nadie podría haberlo hecho mejor. Que estaba bien el tener aquel sentimiento, el estar dolida.
Finalmente ella alzó la vista, se sonó la nariz, y me dijo:
– Es usted un hombre bueno.
– Gracias.
– Mi papá era un hombre bueno. ¿Sabe?, murió.
– Lo siento.
– Se fue hace mucho, cuando yo estaba, ¿sabe?, en el jardín de infancia. Volvía a casa con las cosas que habíamos hecho para el Día de Acción de Gracias, ¿sabe?, pavos de papel y sombreros de los Peregrinos… y vi cómo se lo llevaban en la ambulancia.
Silencio.
– ¿Qué edad tienes, Carmen?
– Veinte.
– Has pasado por muchas cosas en veinte años.
Sonrió.
– Supongo que sí. Y ahora Danny. Él también era bueno, ¿sabe? Aunque tenía mala baba cuando bebía. Pero, en el fondo era bueno. No me causaba muchos problemas, ¿sabe? Y me llevaba a sitios, me traía cosas, de todo.
– ¿Cuánto tiempo hacía que os conocíais?
Pensó.
– Unos dos años. Yo conducía ese camión-cantina, ¿sabe?, uno de esos que llaman carros de cucarachas. Lo llevaba a todas las obras, y Danny estaba trabajando en una de las construcciones, haciendo el andamiaje.
Asentí, para animarla.
– Le gustaban los burritos, ¿sabe? -siguió-. Quiero decir carne y patatas, pero no frijoles… los frijoles le hacían peerse, ¿sabe? Yo creía que era un chico guapo, así que le daba platos gratis… el jefe no se enteraba, ¿sabe? Luego empezamos a vivir juntos, ¿sabe?
Me miró, con cara de niña.
Le sonreí.
– Nunca, jamás, pensé que lo fuera a hacer, ¿sabe?
– ¿El matarse?
Balanceó la cabeza. Por sus mejillas pecosas corrieron lágrimas.
– Cuando bebía y se ponía muy cabreado, ¿sabe?, hablaba sobre cómo la vida era una mierda, ¿sabe?, que era mejor estar muerto, que un día lo iba a hacer, ¿sabe?, y que les dieran por allá a todos. Luego, cuando se hizo daño en la espalda… ¿sabe?, el dolor, el no poder trabajar… estuvo muy deprimido. Pero nunca pensé… -Se derrumbó de nuevo.
– No había modo de saberlo, Carmen. Cuando una persona toma la decisión de matarse, no hay modo de pararla.
– Ajá -aceptó, entre sollozos-. Una no podía parar a Danny cuando tomaba una decisión, eso seguro. Era muy testarudo, ¿sabe?, un verdadero cabezota. Traté de pararlo esta mañana, pero él siguió adelante, ¿sabe?, como si no me estuviera oyendo, lleno de alcohol y tirando adelante… ¿sabe?, como si lo persiguieran todos los demonios.
– La doctora Weingarden dice que habló de algunas cosas malas que había hecho.
Ella asintió con la cabeza.
– Estaba muy hundido. Dijo que era, ¿sabe?, un gran pecador.
– ¿Y sabes por qué estaba tan hundido?
Se encogió de hombros.
– Acostumbraba a meterse, ¿sabe?, en peleas, pegaba a la gente en los bares… nada realmente fuerte, pero le había hecho daño a alguna gente. -Sonrió-. Era pequeño pero, ¿sabe?, muy duro. Peleón. Y le gustaba fumar yerba y beber, lo que le hacía ponerse muy peleón… pero era un buen tipo, ¿sabe? No hizo nada realmente malo.
Queriendo saber cuál era el apoyo con el que podía contar, le pregunté acerca de su familia y amigos.
– No tengo familia -dijo-. Ni tampoco la tenía Danny. Y no tengo amigos, ¿sabe? Quiero decir que a mí no me importaba, pero a Danny no le gustaba la gente… quizá fuese porque su papá le pegaba siempre y eso le hizo, ¿sabe?, odiar a todo el mundo. Por eso él…
– ¿Él qué?
– Lo liquidó.
– ¿Mató a su padre?
– Cuando era un niño… ¡en autodefensa! Pero los polis le hicieron una putada, ¿sabe?, lo mandaron a un reformatorio hasta que tuvo los dieciocho. Salió y se hizo su vida, pero no le gustaba tener amigos. Lo único que le gustábamos éramos yo y los perros: ¿sabe?, tenemos dos mezclados de Rottweiler, Dandy y Paco. Lo querían mucho. Han estado llorando todo el día, y lo van a echar a faltar de mala manera.
Lloró un largo rato.
– Carmen -le dije-, estás pasando por malos momentos. Te ayudaría tener a alguien con quien hablar. Me gustaría conectarte con una doctora, una psicóloga como yo.
Alzó la vista.
– Podría hablar con usted.
– Yo… yo no acostumbro a hacer este tipo de trabajo.
Hizo un gesto de irritación con los labios.
– Es la pasta, claro. Usted no acepta a los de Medi-Cal, ¿verdad?
– No, Carmen. Es que soy un psicólogo de niños. Yo trabajo con niños.
– Claro, lo entiendo -dijo, con más tristeza que ira. Como si ésta fuera la última injusticia en una vida llena de ellas.
– La persona con la que quiero mandarte es muy buena, y tiene mucha experiencia.
Hizo un mohín, se frotó los ojos.
– Carmen, si hablo con ella y te doy su número, ¿la llamarás?
– Ni hablar. -Agitó la cabeza violentamente-. ¡No quiero a una doctora!
– ¿Y por qué no?
– Danny tenía una doctora. Y lo lió.
– ¿Lo lió?
Escupió al suelo.
– ¡Se lo tiró! ¿Sabe? Siempre me decía: «Una mierda, Carmen, nunca hemos hecho nada», pero venía de verla, ¿sabe?, y tenía esa mirada en los ojos y olía a haber hecho el amor… era repugnante. No quiero hablar de ello. Y no quiero una doctora, ni hablar.
– Leslie Weingarden es una doctora.
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