Jonathan Kellerman - Compañera Silenciosa

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Un día en una fiesta, el psicólogo infantil Alex Delaware se reencuentra con un viejo amor, Sharon Ransom. Ella solicita su ayuda, pero Alex, demasiado embebido en sus propios asuntos sentimentales, no le hace caso. Dos días más tarde, Sharon se suicida. Alex no puede dejar de sentirse responsable de la desesperada decisión de Sharon.
Y en parte por ello, en parte por resolver los enigmas de aquella relación -la mayoría creados por la oscura personalidad de Sharon- el psicólogo se embarca en una investigación en la que el dinero, el azar de los genes y un pasado trágico configuran el escenario de una prolongada orgía de sexo, dominio y manipulación psicológica al servicio de los menos nobles impulsos del ser humano.

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Salí de nuevo, de vuelta al patio trasero.

Pero justo mientras estaba retrocediendo, mis ojos se sintieron atraídos, a través de las puertas francesas, hacia la parte posterior de la casa, arriba de una escalera de peldaños de baldosas.

La escalera de atrás. Barandilla de hierro curvada.

En el escalón superior otro montón en putrefacción.

Un vestido rosa. Lo que parecía ser cabello oscuro. Más podredumbre, más manchas oscuras, goteando escaleras abajo, como uno de esos repugnantes juguetes que son una masa viscosa.

Me di la vuelta y corrí, más allá de la piscina, a través del césped hasta un parterre de flores iluminadas por el alumbrado nocturno, todas ellas de tonalidades malvas y azules que no eran de este mundo.

Me incliné hacia ellas y aspiré su perfume.

Dulce. Demasiado dulce. Mis tripas se revolvieron. Traté de vomitar, pero no pude.

Corrí a lo largo del lateral de la casa, de vuelta al patio delantero, a través del césped de la parte frontal.

Camino vacío, silencioso. ¡Todo este horror, y nadie con quien compartirlo!

Volví al Seville, me senté dentro del coche oliendo a muerte. Saboreándola.

Al fin, a pesar de que el hedor seguía conmigo, me creí ya capaz de conducir, y me dirigí hacia el sur, Mandeville abajo, luego al este por Sunset. Deseando tener una máquina del tiempo, algo que pudiese girar hacia atrás las agujas del reloj.

Girarlas del todo…

Pero estaba dispuesto a conformarme con un cigarro fuerte, un teléfono y una voz amistosa.

19

Encontré una farmacia y una cabina de teléfono en Brentwood. Milo lo cogió a la primera llamada, escuchó lo que tenía que decir, y me dijo a su vez:

– Sabía que había una razón para volver a casa pronto.

Veinte minutos más tarde llegó, por Mandeville y Sunset, y me siguió de vuelta a la casa del crimen.

– Tú quédate aquí -me dijo, y le esperé en el Seville, chupando una panatela barata, mientras él daba la vuelta por detrás. Un poco más tarde reapareció, secándose la frente. Se metió en el asiento del pasajero, me tomó un cigarro del bolsillo de la camisa y lo encendió.

Lanzó algunos anillos de humo, y luego comenzó a tomarme declaración, de un modo fríamente profesional. Tras llevarme hasta mi descubrimiento de los cadáveres, bajó su bloc de notas y me preguntó:

– ¿Para qué viniste aquí, Alex?

Le hablé de las películas porno, del accidente fatal de D. J. Rasmussen, de cómo había vuelto a surgir de nuevo el nombre de Leland Belding.

– La mano de Kruse estaba detrás de la mayor parte de estas cosas.

– Ya no queda mucho de esa mano -comentó-. Los cuerpos llevaban ahí un tiempo.

Dejó a un lado su bloc.

– ¿Tienes alguna suposición acerca de quién pudo ser?

– Rasmussen era un tipo explosivo -dije-. Mató a su padre. Durante los últimos días había estado hablando acerca de ser un pecador, de haber hecho algo terrible. Podría ser esto.

– ¿Y por qué iba a matar a Kruse?

– No lo sé. Quizá culpase a Kruse por la muerte de Sharon… Estaba patológicamente unido a ella, sexualmente unido.

Milo pensó un rato.

– ¿Qué es lo que has tocado ahí dentro?

– El interruptor de la luz… pero con un pañuelo.

– ¿Qué más?

– La puerta… creo que eso es todo.

– Piensa en más cosas.

– Eso es de todo de lo que me acuerdo.

– Vamos a reseguir tus pasos.

Cuando lo hubimos hecho, me dijo:

– Vete a casa, Alex.

– ¿Esto es todo?

Una mirada a su Timex.

– Los chicos de investigación en el lugar del crimen llegarán aquí de un momento a otro. Vete. Desaparece antes de que empiece la fiesta.

– Milo…

– Vete, Alex. Déjame hacer mi maldito trabajo.

Me marché, aún saboreando la podredumbre a través del amargor del tabaco.

Todo lo que Sharon había tocado se estaba convirtiendo en muerte.

No pudiendo dejar de estar siempre hurgando en las mentes, me pregunté qué sería lo que la habría hecho ser de aquel modo. Qué clase de trauma infantil. Entonces, algo me impactó: el modo en que había actuado aquella terrible noche en que me la había encontrado con la foto de su gemela. Dando patadas y puñetazos, aullando, derrumbándose y acabando en posición fetal. ¡Tan parecido al comportamiento de Darren Burkhalter en mi consulta! Las reacciones al horror en su vida, que yo había capturado en cinta de vídeo y luego revivido para un auditorio de abogados, sin caer en la conexión.

Un trauma de la primera niñez.

Hacía mucho me lo había explicado. Continuando luego con una muestra de cariño, tierno y amoroso. Mirando hacia atrás, lo veía como una manifestación bien ensayada. ¿Más teatro?

Era en el verano de 1981, en un hotel de Newport Beach, repleto de psicólogos en una convención. Dentro de un bar de cócteles, que dominaba el puerto: grandes ventanales teñidos, paredes tapizadas con papel aterciopelado color rojo, sillones con ruedecitas. Oscuro y vacío y oliendo a la fiesta de la noche anterior.

Yo había estado sentado a la barra, mirando al agua, contemplando a unos yates, de proas afiladas como dagas, cortar la superficie, que parecía de cristal soplado, del puerto deportivo. Dando sorbitos a una cerveza y comiendo un bocadillo reseco, mientras le prestaba media atención a las quejas del barman.

Éste era un hispano bajo y con un gran tripón, de manos rápidas y un cobrizo rostro de indio. Lo contemplé secar vasos como si fuera una máquina.

– Lo peor que he visto, sin duda alguna, sí señor. En cambio, ahí están los vendedores: de seguros, de ordenadores, de lo que sea… los vendedores sí que son unos buenos bebedores. Y los pilotos también.

– Eso me anima mucho -le dije.

– Se lo digo yo, los vendedores y los pilotos. Pero, ustedes los psicos… nada de nada. Incluso los maestros que tuvimos el año pasado eran mejores, y eso que no valían gran cosa. Mire cómo está este sitio… muerto.

Girando la tapa de una botella de cebollitas de cóctel, vertió el jugo en la pica y puso las perlitas en una bandeja.

– De todos modos, ¿cuántos de ustedes han venido a esta cosa?

– Unos pocos miles.

– Unos pocos miles. -Agitó la cabeza-. Mire este lugar. ¿Qué es lo que pasa, están ustedes demasiado ocupados analizando a otra gente? ¿O es que no les dejan pasárselo bien?

– Quizá -le dije, reflexionando acerca de lo aburrida que había sido la convención. Pero las convenciones siempre lo eran. La única razón por la que yo había asistido a ésta era porque me habían pedido que preparase un informe acerca del estrés en la niñez.

Habiendo ya leído mi informe, contestado a las inevitables preguntas malintencionadas, estaba disfrutando de un poco de soledad antes de volverme a L. A., a realizar mi guardia nocturna en el pabellón de adolescentes.

– Quizá ustedes deberían de estudiarse a sí mismos, amigo. Analizar el motivo por el que no les gusta divertirse.

– Buena idea. -Puse algo de dinero sobre la barra y le dije-. Tómese un trago a mi salud.

Miró a los billetes.

– Seguro, gracias. -Encendiendo un cigarrillo, se sirvió una cerveza y se inclinó hacia delante-. De todos modos, yo soy de los del vive y deja vivir. Si alguien no quiere divertirse, está bien; pero al menos que entre aquí y pida algo, ¿entiende lo que le digo? Infiernos, que no se lo beba… lo puede analizar. Pero que pida algo y deje una propina. Que deje algo para un hombre que trabaja.

– Para un hombre que trabaja -brindé, alzando mi copa. La dejé sobre la barra, vacía.

– ¿Otra copa, Doc? Invita la casa.

– Me tomaré una Coke.

– Era de imaginar. Un ron con Coca en marcha, sin ron y sin alegría.

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