Jonathan Kellerman - Compañera Silenciosa

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Un día en una fiesta, el psicólogo infantil Alex Delaware se reencuentra con un viejo amor, Sharon Ransom. Ella solicita su ayuda, pero Alex, demasiado embebido en sus propios asuntos sentimentales, no le hace caso. Dos días más tarde, Sharon se suicida. Alex no puede dejar de sentirse responsable de la desesperada decisión de Sharon.
Y en parte por ello, en parte por resolver los enigmas de aquella relación -la mayoría creados por la oscura personalidad de Sharon- el psicólogo se embarca en una investigación en la que el dinero, el azar de los genes y un pasado trágico configuran el escenario de una prolongada orgía de sexo, dominio y manipulación psicológica al servicio de los menos nobles impulsos del ser humano.

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Puso la bebida sobre la barra y estaba a punto de decir algo más, cuando se abrió la puerta del bar y dejó entrar el ruido del vestíbulo. Sus ojos saltaron al fondo de la sala y exclamó:

– ¡Vaya, vaya!

Miré por sobre mi hombro y vi a una mujer de blanco. De largas piernas, bien formada, con una nube de cabellos oscuros. En pie junto a la máquina de cigarrillos, la cabeza moviéndose de un lado al otro, como quien explora un territorio desconocido.

Me era familiar. Me volví para mirarla mejor.

Sharon. Definitivamente Sharon. En un vestido de lino hecho por una modista, con zapatos y bolso a juego.

Me vio y me hizo un gesto con la mano, como si estuviésemos ciados.

– ¡Alex!

Y de inmediato estuvo a mi lado. Agua y jabón, hierba fresca…

Se sentó en el taburete que había junto al mío, cruzó las piernas y se bajó la falda hasta encima de sus rodillas.

El barman me hizo un guiño.

– ¿Algo de beber, señora?

– Seven-Up, por favor.

– Sí, señora.

Después de que le sirvió la bebida y se hubo apartado, ella me dijo:

– Tienes un excelente aspecto, Alex. Me gusta esa barba.

– Me ahorra tiempo por las mañanas.

– Bueno, me parece que te queda bien. -Dio un sorbito, jugueteó con la paletita de agitar-. No dejo de oír cosas buenas de ti, Alex. Éxitos académicos, todas esas publicaciones. He leído muchos de tus artículos. He aprendido mucho de ellos.

– Me alegra oír eso.

Silencio.

– Finalmente me gradué -dijo-. El mes pasado.

– Felicidades, doctora.

– Gracias. Me costó más tiempo del que pensé que necesitaría. Pero me vi metida en trabajo clínico y no me dediqué a escribir mi tesis con la diligencia que debería haberle dedicado.

Seguimos sentados en silencio. A algunos pasos de distancia, el barman estaba silbando «La Bamba» y atareándose con el picador de hielo.

– Es bueno verte otra vez -me dijo.

No contesté.

Me tocó el brazo. Miré a sus dedos hasta que finalmente los retiró.

– Quería verte -dijo al fin.

– ¿Para qué?

– Quiero explicarte…

– No hay necesidad de explicar nada, Sharon. Es historia antigua.

– No para mí.

– En esto tenemos diferencia de opiniones.

Se me acercó más, y me dijo:

– Sé que lo eché todo a perder -con un susurro ahogado-. Créeme, lo sé. Pero eso no cambia el hecho de que, después de todos esos años, aún sigues conmigo. Buenos recuerdos, recuerdos muy especiales. Energía positiva.

– Percepción selectiva -afirmé.

– No. -Se acercó unos centímetros, volvió a tocarme el brazo-. Pasamos algunos momentos maravillosos, Alex. Eso no lo olvidaré nunca.

No dije nada.

– Alex la forma en que… acabamos, fue horrible. Debiste de pensar que era una psicótica… lo que sucedió fue psicótico. ¡Si supieras cuántas veces he querido llamarte, para explicarte…!

– Entonces, ¿por qué no lo hiciste?

– Porque soy una cobarde. Me escapo de las cosas. Es mi estilo…, tú lo comprobaste la primera vez que nos vimos, en la clase práctica. -Sus hombros cayeron-. Algunas cosas nunca cambian…

– Olvídalo. Como ya te he dicho, es historia antigua.

– Lo que teníamos era algo especial, Alex. Y yo permití que fuese destruido.

Su voz siguió suave, pero con mayor tensión. El barman nos miró. Mi expresión hizo que sus ojos volviesen a su trabajo.

– ¿Lo permitiste ? Eso suena a bastante pasivo.

Ella se echó atrás, como si la hubiese escupido en la cara.

– De acuerdo -aceptó-. Yo lo destruí. Yo estaba loca. Fue un tiempo de locura en mi vida… no creas que no me ha sabido mal, un millar de veces, todo aquello.

Se tironeó del lóbulo de la oreja. Sus manos eran suaves y blancas.

– Alex, el encontrarte aquí hoy no ha sido ningún accidente. Yo nunca asisto a convenciones, ni tenía intención de venir a ésta. Pero cuando recibí el folleto por correo dio la casualidad de que vi tu nombre en el programa y, de repente, deseé verte de nuevo. Estuve en tu conferencia, me quedé en la parte de atrás de la sala. El modo en que hablaste…, tu humanidad. Pensé que podría tener una oportunidad.

– ¿Una oportunidad de qué?

– De ser amigos. De olvidar los malos sentimientos.

– Considéralos olvidados. Misión cumplida.

Ella se inclinó hacia delante, de modo que nuestros labios casi se tocaban, agarró mi hombro y susurró:

– Por favor, Alex, no seas vengativo. Déjame que te lo muestre.

Había lágrimas en sus ojos.

– ¿Que me muestres qué?

– Un lado diferente de mí. Algo que nunca le he mostrado a nadie.

Caminamos a la parte delantera del hotel, y esperamos a los aparcacoches.

– Coches separados -dijo ella, sonriente-. Así podrás escaparte cuando lo desees.

La dirección que me dio estaba en la parte sur de Glendale, la parte baja de la población, llena de aparcamientos de los negocios de venta de coches usados, casas en ruinas, pensiones para transeúntes, tiendas de empeños y restaurantes de baratillo. A casi un kilómetro al norte del Brand, la Glendale Galleria estaba en construcción: un tributo en ladrillo a la nueva riqueza. Pero, aquí abajo, boutique aún era una palabra en francés.

Ella llegó antes que yo, y estaba sentada en su pequeño Alfa rojo, frente a un edificio de un solo piso, estucado en marrón. El lugar tenía un aspecto que recordaba a una cárcel: ventanas estrechas, con barrotes, la puerta delantera una plancha de acero pulimentado, nada de decoración externa, excepto un sediento árbol liquidámbar que lanzaba sus escasas sombras sobre el tejado de papel asfáltico.

Se reunió conmigo en la puerta, me dio las gracias por venir, y luego apretó el timbre que había en medio de la puerta de acero. Unos momentos más tarde ésta fue abierta por un hombre robusto, negro como el carbón, con el cabello corto y una barbita de chivo. Llevaba un pendiente de diamantes en una oreja, y una chaqueta de uniforme color azul sobre una camiseta de manga corta y tejanos. Cuando vio a Sharon le dedicó una sonrisa llena de fundas de oro.

– Buenas tardes, doctora Ransom. -Su voz era aguda y amable.

– Buenas tardes, Elmo. Éste es el doctor Delaware, un amigo mío.

– Me alegra conocerle, señor. -A Sharon-: Está arreglada y peripuesta y preparada para usted.

– Eso es estupendo, Elmo.

Se echó a un lado y entramos en una sala de espera con un suelo en linóleo color sangre de buey y amueblada con sillas de plástico naranja y mesas verdes. A un lado había una oficina marcada RECEPCIÓN, con una ventana que era un cuadrado de metacrilato amarillento. Pasamos al lado y llegamos a otra puerta de acero en la que se indicaba: PROHIBIDA LA ENTRADA. Elmo seleccionó una llave de una gruesa anilla y abrió la cerradura.

Entramos a la luz y a un jaleo tremendo: una larga y alta sala, con ventanas cerradas por contraventanas de acero y un techo fluorescente que irradiaba una fría y plana imitación de la luz del sol. Las paredes estaban cubiertas por hojas de plástico verde esmeralda, el aire era cálido y rancio.

Y, por todas partes, movimiento. Como un ballet dejado al azar.

Docenas de cuerpos, agitándose, balanceándose, tropezando, brutalizados por la Naturaleza y el dedo del sino. Miembros congelados o atrapados en un inacabable espasmo ateoide. Bocas caídas, babeantes. Espaldas encorvadas, espinas dorsales rotas, miembros que faltaban o estaban atrofiados. Contorsiones y muecas nacidas de cromosomas echados a perder y caminos neurales descarrilados, todo ello convertido en más cruel por el hecho de que todos aquellos pacientes eran jóvenes… quinceañeros o adultos de poca más edad, que nunca conocerían los placeres que da la falsa inmortalidad de la juventud.

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