– Disociación -dije.
– Al máximo grado.
Pensé en toda la fragmentación de la vida de Sharon. El modo rutinario, finalmente desapasionado, en que hacía el amor. La negativa a vivir conmigo, a vivir con nadie. La frialdad con la que había hablado de sus padres muertos. El dedicarse a una profesión consistente en ayudar a la gente, y seducir a sus pacientes. El graduarse, pero jamás obtener su licencia para ejercer. La horrible noche en que la había hallado con la foto de su gemela.
Soy su única hijita.
Las mentiras.
El círculo vicioso.
El asociarse con un tipo como Kruse.
– ¿Filmó Kruse alguna vez a sus estudiantes, Larry?
– ¿Crees que él le hizo hacer la película?
– Es lógico. Era su supervisor. Y estaba metido en la porno.
– Supongo que sí. Excepto que lo suyo no eran las peliculitas mudas, en blanco y negro. Lo suyo eran producciones de media hora de duración, en color y sonorizadas. Se suponía que eran ayudas maritales para las parejas con disfunciones sexuales, pseudodocumentales con una advertencia al principio, y un tipo con una voz que se parece a la de Orson Welles haciendo una narración en «off», mientras la cámara rueda. Además, Kruse empleaba actores y actrices. Profesionales. Nunca vi a un estudiante en ninguna de sus películas.
– Pudo haber películas que tú no vieses.
– Estoy seguro de que las había. Pero, ¿tienes alguna prueba de que él la filmase a ella?
– No, sólo es una corazonada.
– ¿Y qué es lo que sabes de esa película, además de que ella actuaba?
– Se supone que era una de esas historias de seducción del doctor por la paciente. La persona que me la ha descrito tampoco la ha visto, y ahora la película ha desaparecido.
– Así que, básicamente, de lo que me estás hablando es de una información de tercera mano…, de la vieja radio macuto. Y ya sabes cómo va mejorando la versión, cada vez que se cuenta. Quizá ni siquiera era ella.
– Quizá.
Pausa.
– ¿Quieres tratar de averiguarlo?
– ¿Y cómo?
– Puede que yo consiga hacerme con una copia. Mis viejos contactos del proyecto de investigación.
– No sé -dudé.
– Claro -dijo-. Sería un tanto mórbido… Olvida que lo mencioné. ¡Ostras, se me acaba de encender la lucecita! Tengo a un paciente esperándome en la salita. ¿Tienes algo más en mente?
Luché con mis sentimientos. Curiosidad… no, Delaware dilo tal cual es: voyeurismo… esto, enzarzado en mortal combate con el miedo de enterarme de verdades aún más repugnantes.
Pero le dije:
– Mira a ver si te puedes hacer con la película.
– ¿Estás seguro?
No lo estaba, pero me escuché a mí mismo diciendo que sí.
– De acuerdo -me contestó-. Me pondré en contacto contigo tan pronto como sepa algo.
La conversación del día anterior con Robin…, mi irritabilidad, el modo en que las cosas habían resultado, aún seguía carcomiéndome la mente. A las cuatro la llamé. Me contestó la última persona con la que deseaba hablar.
– ¿Sí?
– Soy yo, Rosalie.
– No está aquí.
– ¿A qué hora esperas que regrese?
– No lo ha dicho.
– De acuerdo. ¿Me harías el favor de decirle…?
– No voy a decirle nada. ¿Por qué no lo dejas correr? Ella no quiere estar contigo. ¿Es que no resulta claro de ver?
– Lo será cuando me lo diga ella, Rosalie.
– Escucha. Sé que se supone que eres muy listo y todo eso, pero no lo eres tanto como te imaginas. Tú y ella os creéis que ya sois creciditos, os pensáis que lo sabéis todo, que no necesitáis consejos de nadie. Pero ella sigue siendo mi niña, y no me gusta que la gente la presione.
– ¿Te crees que yo la presiono?
– Cuando a uno le molesta que le digan algo… Ayer, después de que habló contigo, estuvo mohína todo el resto del día, del mismo modo en que se ponía cuando era una niña y no lograba hacer lo que le venía en gana. Gracias a Dios la llamaron unos amigos, así que quizá finalmente pueda pasárselo bien. Es una buena chica, y no tiene por qué pasar esos malos tragos. Así que… ¿por qué no la olvidas?
– No voy a olvidar nada: la amo.
– Mamarrachadas. Palabrería.
Rechiné los dientes.
– Tú dale mi recado, Rosalie.
– Haz tú mismo tu trabajo sucio.
Blam, teléfono colgado.
Me quedé quieto, tieso de rabia, sintiéndome aislado e inerme. Y me fui enfadando con Robin, por dejarse proteger como una niña.
Luego me calmé y me di cuenta de que Robin no tenía ni idea de que la estaban protegiendo, no tenía motivo alguno de esperar que su madre la fuera a proteger. Ellas dos nunca habían tenido una relación muy estrecha. Papi se había ocupado de ello. Ahora, Rosalie estaba tratando de reafirmar sus derechos maternos.
Sentí pena por Rosalie, pero eso sólo calmó en parte mi ira. Y aún seguía queriendo hablar con Robin, para ver de solucionar la situación. ¿Por qué demonios estaba resultando ser tan difícil?
El teléfono no era el medio adecuado para hacer aquello. Necesitábamos estar un tiempo a solas, el ambiente adecuado.
Llamé a dos compañías aéreas para informarme sobre los horarios de vuelo a San Luis. En ambas, unos mensajes grabados me pidieron que esperara. Cuando sonó el timbre de la puerta, colgué.
Sonó de nuevo. Fui a la puerta y observé por la mirilla: vi un rostro conocido, ancho, grande y como nudoso, de un aspecto casi juvenil, a excepción de los orificios del acné, que cubrían las mejillas. Un áspero cabello negro, ya algo canoso, muy cortado, en un estilo pasado de moda, junto a las orejas y dejado largo en la parte alta, con una onda a lo Kennedy que le caía sobre una baja y cuadrada frente y unas patillas que llegaban a la parte baja de los carnosos lóbulos de las orejas. Una gran nariz, de puente muy alto, un par de ojos asombrosamente verdes bajo peludas cejas negras. Una piel pálida, ahora lacada por el brillante rosa de la quemadura del sol, con la nariz roja y empezando a pelarse. Y la totalidad de ese feo rostro, haciendo una mueca de disgusto.
Abrí la puerta.
– ¿Cuatro días antes, Milo? ¿Sentías nostalgia de la civilización?
– Pescado -me dijo, ignorando la pregunta y alzando una nevera metálica portátil. Me miró-. Tienes un aspecto espantoso.
– Oye, gracias. Pues tú, pareces un yogur de fresa. Y batido de abajo arriba.
Hizo una mueca.
– Me pica por todas partes. Toma, cógelo. Tengo que rascarme.
Me pasó la nevera. El peso me hizo dar un paso hacia atrás. La llevé al interior de la casa, y la coloqué en un mostrador de la cocina. Él me siguió y se desplomó en una silla, estirando sus largas piernas y pasándose las manos por la cara, como si se la lavase sin agua.
– Bueno -dijo abriendo los brazos-. ¿Qué te parece? Igualito que el modelo de una de esas revistas de caza y pesca, ¿no?
Llevaba puesta una camisa a cuadros rojos y negros, pantalones color caqui, abombados en los tobillos, unas botas altas de lazos y suela de goma, y un chaleco caqui de pescador con una docena de compartimentos cerrados por cremalleras. De uno de los bolsillos colgaban cebos para trucha. Del cinto le pendía un cuchillo de pesca metido en una funda. Había ganado peso: debía andar cerca de los noventa y cinco kilos… y la camisa le venía estrecha, con los botones tirantes.
– Asombroso -comenté.
Gruñó y se aflojó los cordones de las botas.
– Rick -me dijo-. Me obligó a ir de compras, insistió en que teníamos que ir más machos que nadie.
– ¿Y lo lograsteis?
– Oh, sí. Íbamos vestidos tan a lo duro, que les dimos un susto de muerte a los peces. Los muy mamoncillos saltaban del río directos a nuestra sartén, llevando ya una rodaja de limón en la boca.
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