Reí.
– ¡Hey! -exclamó-. ¡El tipo aún se acuerda de cómo se ríe uno! ¿Qué pasa, amigo, quién se ha muerto?
Antes de que le pudiera contestar, ya estaba de pie, abriendo la nevera portátil y sacando de ella dos grandes truchas envueltas en plástico.
– Dame una sartén, mantequilla, ajo, y cebollas… no, perdóname, ésta es una casa de clase alta… chalotas. Dame chalotas. ¿Tienes algo de cerveza?
Saqué una Grolsch de la nevera, la abrí y se la di.
– ¿No me acompañas? -me preguntó, echando la cabeza atrás y bebiendo de la botella.
– Ahora mismo no. -Le di la sartén y un cuchillo y volví a rebuscar en la nevera, que estaba casi vacía-. Aquí está la mantequilla. No hay chalotas. Ni tampoco ajo, sólo esto.
Miró a la agostada media cebolla de Bermudas que sostenía en mi mano. La tomó y dijo:
– Vaya, vaya… me está usted fallando, doctor Suave. Voy a tener que denunciarle a la Patrulla Alimentaria.
Tomó la cebolla, la cortó por la mitad y, de inmediato, sus ojos empezaron a lagrimear. Apartándose y frotándoselos, me dijo:
– Aún mejor, vamos a jugar a cazadores y recolectores. Mi cazar, tú cocinar.
Se sentó, a beberse la cerveza. Yo alcé la trucha y la inspeccioné. Había sido abierta y limpiada como por un experto.
– Bonito, ¿eh? -me dijo-. Es lo bueno de llevarte un cirujano contigo.
– ¿Dónde está Rick?
– Durmiendo un poco, ahora que puede. Tiene una guardia de veinticuatro horas en la Sala de Emergencias, luego veinticuatro horas libres y ha de volver de nuevo para el turno del sábado por la noche… heridas de arma de fuego y todo tipo de estupideces malvadas. Después de eso tendrá que empezar a ir a la Clínica Gratuita, a aconsejar a pacientes de sida. Vaya tipo, ¿eh? De repente, resulta que estoy viviendo con Schweitzer.
Estaba sonriendo, pero su voz mostraba irritación, y me pregunté si Rick y él estarían por pasar otro período malo. Esperaba que no: yo no tenía ni la energía ni la voluntad de enfrentarme a ello.
– ¿Qué tal son las grandes extensiones salvajes?
– ¿Y qué te puedo decir? Hicimos todo eso de la acampada de los boy scouts…, mi papaíto hubiese estado muy orgulloso de mí. Hallamos un sitio maravilloso, cerca del río, corriente abajo de las aguas turbulentas. El último día que estuvimos allí se acercó a nosotros una canoa llena de gente del tipo ejecutivo, que iban costeando: banqueros, técnicos en ordenadores… ya conoces el tipo de persona. Se portan de un modo tan modoso todo el año, que en el momento en que se alejan de casa les da el muermo y se convierten en idiotas balbucientes. Bueno, el caso es que esos cretinos nos llegan río abajo, borrachos como una cuba y más ruidosos que el estampido supersónico de un avión, nos ven, se bajan los pantalones y nos enseñan el culo…
Lanzó una sonrisa malévola.
– Si hubieran sabido a quién les estaban enseñando sus culos… ¿eh? ¡Pánico en la Convención Republicana!
Reí y comencé a freír la cebolla. Milo fue a la nevera, tomó otra cerveza y regresó, con aspecto serio.
– No hay nada ahí dentro -me dijo-. ¿Qué pasa?
– Tengo que ir a comprar.
– Ah, ya. -Metió la mano bajo la camisa y se rascó el pecho. Paseó arriba y abajo por la cocina y me dijo-: ¿Y cómo está la encantadora señora Castagna?
– Trabajando duro.
– Ah, ya. -Siguió paseando.
La cebolla se tornó traslúcida. Añadí más mantequilla a la sartén y puse las truchas en ella. Sisearon y chispearon, y el olor a pescado fresco llenó la cocina.
– ¡Ah! -dijo-. No hay nada como un amigo en casa, que se ponga a la cocina. ¿También sabes limpiar los cristales?
– ¿Por qué has regresado tan pronto? -le pregunté.
– Demasiada belleza prístina y virgen…, ya no podíamos soportarlo. Es asombroso las cosas que uno descubre acerca de su penoso yo, allá en la naturaleza salvaje. Parece que los dos somos un par de adictos de la porquería urbana. Todo ese aire limpio y aquella calma nos daba repeluznos. -Bebió más cerveza, agitó la cabeza-. Ya sabes cómo somos… un matrimonio ideal, hasta que pasamos demasiado tiempo juntos. Pero ya basta de la dulce agonía de las relaciones. ¿Cómo están esas truchas?
– Ya casi están.
– Vete con cuidado de no hacerlas demasiado.
– ¿Quieres acabarlas tú?
– ¡Uy, qué sensible!
Le serví una trucha y media y puse la otra media en mi plato. Luego llené dos vasos de agua helada y los llevé a la mesa. Tenía una botella de vino blanco por alguna parte, pero no estaba fría. Además, yo no tenía ganas de beber, y lo que menos necesitaba Milo en este momento era más alcohol.
Miró el agua como si estuviese polucionada, pero de todos modos la bebió. Tras acabar su trucha en escasos momentos, contempló mi comida sin tocar.
– ¿Qué pasa? -le pregunté.
– ¿No tienes apetito?
Negué con la cabeza.
– Acababa de comer justo cuando apareciste.
Me lanzó una larga mirada.
– Muy bien, pásamela.
Cuando la media trucha hubo desaparecido, me dijo:
– De acuerdo dime qué infiernos te está carcomiendo.
Pensé en hablarle de Robin. En lugar de esto, le hablé de Sharon, cumpliendo mi promesa a Leslie Weingarden, y dejando fuera lo de las seducciones a sus pacientes.
Me escuchó sin hacer comentario alguno. Se levantó y rebuscó en la nevera algo de postre y se encontró con una manzana, que devoró en cuatro bocados.
Limpiándose la cara, dijo:
– Trapp, ¿eh? ¿Estás seguro de que era él?
– Es difícil confundirlo, con ese cabello blanco y esa piel.
– Sí, la piel -aceptó-. Es algún tipo de enfermedad rara. Se la describí a Rick y me dio un nombre para ella, pero lo he olvidado. Una condición de autoinmunidad… el cuerpo se ataca a sí mismo, parasitando el propio pigmento. Nadie sabe qué es lo que lo causa, pero en el caso de Trapp, yo tengo una teoría: ese hijo de perra está tan lleno de veneno, que su propio sistema no puede soportarlo. Quizá tengamos suerte, y se vaya borrando hasta desaparecer.
– ¿Qué es lo que piensas de eso de que estuviera en la casa?
– ¿Quién sabe? Nada me gustaría más que tener algo contra ese hijoputa, pero no está muy claro que eso sea un delito. Quizás él y tu fallecida amiga estuviesen liados, y volvió allí a asegurarse de que no habían quedado pruebas de eso. Sucio, pero no ilegal. -Agitó la cabeza-. Claro que si ella estaba liada con él, entonces es que estaba loca.
– ¿Y qué me dices de la venta apresurada de la casa? -le pregunté-. ¿Y de la hermana gemela? Yo sé que existe… que existió, porque yo la conocí, hace seis años. Si está viva, ella es la heredera de Sharon.
– Seis años es mucho tiempo, Alex. ¿Y quién te dice que no la hayan encontrado? Del tenía razón… eso es cosa de los abogados. Seguro, seguro, huele a gato encerrado, pero eso no quiere decir que ese gato sea ilegal, o que el asunto que se quiere encubrir sea escabroso. Amigo, esto es normal cuando se trata con los muy ricos. El año pasado tuvimos un robo de artículos de arte en Bel Air: trece millones de dólares de obras impresionistas francesas, volados. Así -chasqueó los dedos-. El chef de la mansión era quien lo había hecho y luego se había largado a Mónaco. Nosotros hicimos todo el papeleo, y la familia contrató detectives privados. Recuperaron las obras y, unos meses más tarde, el cocinero tuvo un accidente con agua hirviendo.
»Y, hablando de accidentes, el pasado abril la hija quinceañera de un "importante fabricante", allá en los Palisades, se cabreó con la mujer de la limpieza de la familia por tirarle una de sus revistas, así que le metió la mano en el triturador de basuras. Adiós dedos, pero la criada cambió de idea respecto al presentar una denuncia. Se jubiló anticipadamente, a dos mil por dedo, y se volvió a Guatemala. Y también está el presentador de ese programa de entrevistas de la tele… todo el mundo lo conoce, en la pantalla es un tipo increíblemente encantador e ingenioso. Su hobby es emborracharse y mandar mujeres al hospital. La cadena de televisión ha añadido dos millones anuales a su salario, para control de daños. ¿Alguna vez has leído algo al respecto? ¿Lo has visto en el noticiario de la tele? Son gente rica que se ven en situaciones incómodas, Alex. Barren lo que sea bajo la alfombra y se mantienen lejos de los tribunales. Pasa continuamente.
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