Jonathan Kellerman - Compañera Silenciosa

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Un día en una fiesta, el psicólogo infantil Alex Delaware se reencuentra con un viejo amor, Sharon Ransom. Ella solicita su ayuda, pero Alex, demasiado embebido en sus propios asuntos sentimentales, no le hace caso. Dos días más tarde, Sharon se suicida. Alex no puede dejar de sentirse responsable de la desesperada decisión de Sharon.
Y en parte por ello, en parte por resolver los enigmas de aquella relación -la mayoría creados por la oscura personalidad de Sharon- el psicólogo se embarca en una investigación en la que el dinero, el azar de los genes y un pasado trágico configuran el escenario de una prolongada orgía de sexo, dominio y manipulación psicológica al servicio de los menos nobles impulsos del ser humano.

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– Estoy tratando de localizarla -le dije.

Asintió con la cabeza, pero no me contestó. El silencio se alargó. Me sentí obligado a hablar.

– Desde hace más de dos semanas no está en su casa. Me preguntaba si usted sabría dónde está, doctor Kruse.

– A usted le preocupa ella -me dijo, como respondiéndome a una pregunta que yo no le había hecho.

– Sí, me preocupa.

– Alex Delaware -dijo.

– Le he llamado a usted varias veces, le he dejado mensajes en su oficina…

Gran sonrisa. Dio un cabezazo para colocarse el cabello. La masa amarilla saltó hacia atrás, luego reposó sobre su frente.

– Me encantaría poder ayudarle, Alex, pero no puedo.

Comenzó a caminar hacia su puerta.

– Por favor, doctor Kruse…

Se detuvo, se giró, miró por encima de su hombro, volvió sus ojos hacia mí y sonrió de nuevo. Pero la sonrisa tenía un giro agrio en las comisuras, como si el verme le pusiera enfermo.

A Paul le caes bien. Le cae bien lo que le he contado de ti.

– ¿Dónde está, doctor Kruse?

– El hecho de que ella no se lo dijese implica algo, ¿no?

– Sólo dígame si está bien. Si va a volver a L. A. o se ha ido para siempre.

– Lo lamento -me dijo-. No puedo hablar con usted de nada de esto. La confidencialidad del terapeuta…

– ¿Es usted su terapeuta?

– Soy su supervisor. E inherente a la relación de la supervisión hay bastante psicoterapia.

– El decirme si ella está bien no va a violar la confidencialidad.

Él negó con la cabeza, y entonces algo raro pasó con su cara.

La parte superior siguió siendo, toda ella, puro escrutinio: anchas ondas rubias y ojos marrón pálido con pintitas verdes que se clavaban en los míos con la intensidad de un Svengali. Pero de la nariz abajo, sus facciones se le habían soltado, con su boca retorciéndose en una mueca estúpida, casi de payaso.

Dos personalidades compartiendo un rostro. Tan extraño como uno de esos monstruos de circo, y el doble de desazonante, porque tras aquella cara había una hostilidad, un deseo de ridiculizar. De dominar.

– Dígale que me preocupo por ella -le pedí-. Dígale que, haga lo que haga, aún me preocupa.

– Que tenga usted una buena noche -dijo él. Y se metió en su casa.

Una hora más tarde, de vuelta en mi apartamento, yo estaba furioso, decidido a tirar de la cadena, para que ella y toda aquella mierda desapareciera de mi vida. Un mes después ya me había acostumbrado a la soledad y a una carga de trabajo aplastante, consiguiendo fingirme contento con todo aquello, de un modo lo bastante convincente como para hasta creérmelo yo, cuando llamó ella. Eran las once de la noche, acababa de llegar a casa, tan cansado que parecía que me hubiesen apaleado, y estaba muerto de hambre. Cuando oí su voz, mi resolución se derritió como la nieve vieja bajo el nuevo sol.

– He vuelto. Lo siento…, puedo explicártelo todo -me dijo-. Ven a mi casa dentro de una hora. Te compensaré por todo, lo prometo.

Me duché, me puse ropa limpia, y conduje hasta Nichols Canyon, preparado para hacer preguntas comprometidas, sin compasión. Ella me estaba esperando a la puerta, con un vestido de punto, color rojo llama y con mucho escote, que apenas si podía contenerla dentro. En su mano había una copa con algo rosa y que olía fuertemente a fresas. Tanto, que ocultaba su perfume…, nada de flores de primavera.

La casa estaba brillantemente iluminada. Antes de que yo pudiera hablar, tiró de mí hacia dentro y apretó su boca contra la mía, serpenteando con su lengua para meterla entre mis dientes, y manteniéndonos unidos a base de presionar con fuerza mi nuca, con una de sus manos. Su aliento estaba cargado de alcohol. Era la primera vez que la veía beber otra cosa que no fuera 7-Up. Cuando se lo comenté, se echó a reír, y lanzó la copa contra la chimenea. Se destrozó y dejó líneas de color rosa manchando la pared.

– Daiquiri de fresas, cariño. Supongo que estoy de un talante tropical. -Su voz era ronca, ebria. Me besó de nuevo, con más fuerza, y comenzó a ondular contra mí. Cerré los ojos y me hundí en la dulzura alcohólica del beso. Se apartó de mí. Abrí los ojos y la vi despojándose del vestido rojo, tambaleándose y lamiéndose los labios. La tela se le agarró a las caderas, cedió tras un tirón y cayó al suelo, convertida en un vulgar trapo rojo. Dio un paso, alejándose de mí, para que pudiera mirarla bien: sin sujetador, con un liguero de puntilla negra, medias de rejilla y zapatos de tacón de aguja.

Se pasó las manos por el cuerpo.

En lo abstracto, aquello no era más que una comedieta clasificada X, una burla de las imágenes de los catálogos de ropa interior erótica, una payasada. Pero ella era cualquier cosa menos abstracta, así que me quedé allí pasmado, alelado.

La dejé desnudarme con una práctica que al tiempo me excitaba y me asustaba.

Demasiado ágil en aquello.

Demasiado profesional.

¿Cuántas otras veces lo habría hecho?

¿A cuántos otros hombres? ¿Quién la habría enseñado?

Al infierno con todo aquello. No me importaba, la deseaba. Y ella me la tenía ya entre sus manos, masajeándola, mordisqueándola.

Nos abrazamos de nuevo, desnudos. Sus dedos viajaron sobre mi cuerpo, arañando, haciéndome heriditas. Puso mi mano entre sus piernas, cabalgó mis dedos, los envolvió.

– Ñam -dijo, volviendo a echarse atrás, haciendo piruetas y exhibiéndose.

Tendí la mano hacia el interruptor de la luz.

– No -me dijo-. Déjala brillar. Quiero verlo , verlo todo.

Me di cuenta de que las cortinas estaban abiertas. Nos hallábamos ante la pared de cristal, totalmente iluminados, dándole un espectáculo gratuito a Hollywood.

Apagué la luz.

– Aguafiestas -dijo ella y se arrodilló ante mí, sonriendo. Coloqué mis dedos sobre su cabello, sentí cómo me la envolvía con sus labios y caí hacia atrás, perdido en un vórtice de placer. Ella retrocedió un instante para recuperar el aliento, y me dijo-: ¡Vamos, las luces! Quiero verla.

– En la alcoba -jadeé. Alzándola en brazos, la llevé pasillo abajo mientras seguía besándome y acariciándomela. Las luces del dormitorio estaban encendidas, pero las altas ventanas nos daban intimidad.

La coloqué encima del cubrecamas. Se abrió como lo hace un libro por la página favorita. Me puse encima.

Ella arqueó la espalda y alzó sus piernas en el aire. Me metió en ella y movió rítmicamente sus caderas, manteniéndome a la distancia de sus brazos, para así poder contemplar el pistoneo que fundía nuestras carnes.

En otro tiempo ella había estado casada con la modestia, pero ya se había divorciado…

– ¡Estás dentro de mí, oh Dios! -Se dio pellizcos en los pezones, se tocó ella misma, se aseguró de que yo la estuviera mirando.

Me cabalgó, me la retiró, me la tomó en su mano, se la frotó por la cara, me la colocó entre sus pechos, me la acarició con la suave maraña de sus cabellos. Luego se metió debajo mío, tiró de ella con fuerza y me lamió el ano.

Un momento más tarde estábamos unidos, de pie, con la espalda de ella contra la pared. Luego, me colocó cerca del pie de la cama y se sentó encima mío, mirando por encima de mi hombro al espejo que había en su tocador. No satisfecha con esto, me apartó de un empujón y me llevó a tirones al baño. De inmediato me di cuenta del motivo: los altos armarios con espejos en dos costados, espejos que podían ser movidos y colocados en posición, para disfrutar de vistas laterales, de vistas traseras. Después de preparar su escenario, se sentó en la fría repisa de mosaico, temblorosa y con la piel de gallina, me volvió a meter dentro suyo, y comenzó a correr la vista de un lado a otro.

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