Jonathan Kellerman - Compañera Silenciosa

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Un día en una fiesta, el psicólogo infantil Alex Delaware se reencuentra con un viejo amor, Sharon Ransom. Ella solicita su ayuda, pero Alex, demasiado embebido en sus propios asuntos sentimentales, no le hace caso. Dos días más tarde, Sharon se suicida. Alex no puede dejar de sentirse responsable de la desesperada decisión de Sharon.
Y en parte por ello, en parte por resolver los enigmas de aquella relación -la mayoría creados por la oscura personalidad de Sharon- el psicólogo se embarca en una investigación en la que el dinero, el azar de los genes y un pasado trágico configuran el escenario de una prolongada orgía de sexo, dominio y manipulación psicológica al servicio de los menos nobles impulsos del ser humano.

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– Bienvenido a Hollywood, el país de las cosas raras -me dijo, pero no parecía asombrado, y yo lo comenté.

– Eso es porque no estoy asombrado, D. Quizá me hubiera sorprendido en cualquier otro, pero no en ella.

– ¿Y por qué eso?

– A decir verdad, siempre pensé que era rara.

– ¿En qué sentido?

– Nada muy visible, pero había algo en ella que no ligaba…, como un cuadro hermoso que está colgado torcido.

– Nunca me dijiste nada de esto.

– Si te hubiera dicho que tu amiguita era un poco rara en lo que se refería a su personalidad, ¿me hubieras escuchado con calma, para decirme luego: «¡Ostras, Larry, gracias!»

– No.

– Exacto, no. Por el contrario, muy posiblemente te hubieras cabreado de mala manera, y posiblemente no me hubieras vuelto a hablar. No, no, amiguito, el tío Larry mantiene la boca cerrada. La primera norma de la terapia es: cuando no estés seguro, no digas nada. Y yo no estaba seguro. No es como si la estuviera diagnosticando de un modo formal… esto sólo era una impresión. Además, tú parecías estar disfrutando, y no me parecía que fueras a casarte con ella.

– ¿Por qué no?

– Ella no parecía de esas que se casan.

– ¿Qué más parecía?

– Una de esas personas que siempre están por ahí, y por las que uno acaba destruyendo su vida, D. Pero imaginé que tú eras demasiado listo para caer en eso… y lo fuiste, ¿no?

Pausa.

– Déjame hacerte una pregunta y no te ofendas -me dijo-: ¿Era buena en la cama?

– En realidad no.

– ¿Hacía todo lo que hay que hacer, pero la verdad es que no le iba la cosa?

Me asombré.

– ¿Qué es lo que te hace decir eso?

– Al hablarme de la película, me he dado cuenta de qué era lo que ella me recordaba: una de esas actrices porno que Kruse acostumbraba a tener en sus películas. Conocí a algunas cuando trabajaba para él. Esas chicas rezumaban sex-appeal, y parecía que le pudieran chupar la sangre a las rocas, pero a uno le daba la impresión de que todo era una capa superficial, algo que se quitaban con el maquillaje. La sensualidad no estaba integrada en sus personalidades…, sabían cómo separar sus sentimientos de su comportamiento.

– Separar -dije-, ¿como en los casos límite?

– Exacto. Pero no me tomes equivocadamente: no estoy diciendo que Sharon fuese un caso límite, ni siquiera que lo fuesen esas actrices. Pero todas tenían en ellas algo de esa cualidad de caso límite. ¿Me he acercado al blanco?

– Has dado de lleno en el centro -le dije-. Tenía las típicas cualidades del caso límite. Y, durante todo este tiempo, jamás lo consideré así.

– No te culpes por eso, D. Tú estabas yéndote a la cama con ella…, tenías un caso grave de ceguera de coño. De quien menos hubiera esperado un diagnóstico sobre ella es de ti. Pero lo que no me sorprende es que ella hiciese una película guarra.

Un caso límite de desorden de la personalidad. Si Sharon se había merecido esa diagnosis, yo había estado flirteando con el desastre.

El paciente caso límite es la pesadilla de los terapeutas. Durante mis años de entrenamiento, antes de que decidiese especializarme en niños, traté más casos de ésos de los que hubiese sido normal, y comprobé lo anterior, a las bravas.

O, mejor dicho, intenté tratarlos. Porque los casos límite nunca mejoran. Lo mejor que puedes lograr es ayudarlos a ir tirando, sin que te arrastren al interior de su patología. A primera vista parecen normales, a veces incluso supernormales, llevando a cabo trabajos de alta presión y siendo excelentes en ellos. Pero caminan de continuo por una cuerda floja que va de la cordura a la locura, son incapaces de cimentar relaciones, incapaces de conseguir penetrar en las cosas, nunca están libres de una profunda y corrosiva sensación de inutilidad y de ira, que, inevitablemente, les lleva hacia la autodestrucción.

Son los crónicamente deprimidos, los determinadamente adictivos, los compulsivamente divorciados, los que viven yendo de un desastre emocional al siguiente. Saltarines de cama en cama, gente a la que hay que hacerles lavados de estómago para sacarles el veneno, tipos que se tiran a la autopista, y esos otros a los que vemos sentados en los bancos, con los ojos tristes, los brazos llenos de pinchazos y con unas heridas psíquicas que jamás pueden ser suturadas. Sus egos son tan frágiles como el azúcar hilado, sus psiques están irreversiblemente fragmentadas, como un rompecabezas al que le faltan algunas piezas cruciales. Interpretan papeles a la maravilla, son excelsos en ser cualquiera menos ellos mismos, ansían la intimidad, pero la rechazan cuando la hallan. Algunos de ellos gravitan hacia las tablas o la pantalla; otros llevan a cabo sus actuaciones de maneras más sutiles.

Nadie sabe cómo o por qué un caso límite se convierte en un caso límite. Los freudianos dicen que es debido a una privación sentimental durante los primeros dos años de la vida; los ingenieros bioquímicos echan las culpas a un cableado defectuoso. Ninguna de las dos escuelas afirma ser capaz de ayudarlos demasiado.

Los casos límite van de terapeuta en terapeuta, esperando hallar la fórmula mágica que los libere de su sensación de vacío. Y se vuelven hacia las fórmulas químicas, devorando tranquilizantes y antidepresivos, alcohol y cocaína. Se ponen en manos de gurus y vendedores de paraísos, de cualquier timador carismático que les prometa solucionarles de inmediato su dolor. Y acaban tomando unas vacaciones temporales en los hospitales psiquiátricos o los presidios, saliendo de ellos con buen aspecto y llenando de esperanzas a todo el mundo. Hasta la siguiente recaída, real o imaginada, hasta la siguiente excursión al daño autoinfligido.

Lo que no hacen es cambiar.

Ada Small me había hablado en una ocasión de ello… y había sido la única vez que recuerdo haber notado ira en su voz:

Mantente apartado de ellos, Alex, si quieres parecer competente. O cada vez te harán quedar como un estúpido. Trabajarás en lograr una relación con ellos durante meses, incluso años, finalmente creerás que ya lo has logrado, y que ya estás preparado para hacer algún trabajo significativo, quizás incluso lograr poner en marcha algún cambio, y te dejarán en la estacada al siguiente momento. Te quedarás preguntándote qué será lo que has hecho mal, incluso si habrás elegido la profesión adecuada. Y no serás tú…, son ellos. Pueden parecer estar maravillosamente bien en un momento dado, para estar al borde del abismo en el siguiente.

Al borde del abismo.

Más que con cualquier otro paciente psiquiátrico, cabe esperar que los casos límite intenten suicidarse. Y que lo logren.

– Yo acostumbraba a estar perdiendo el tiempo por ahí con actrices -me estaba diciendo Larry-. Llegué a conocer bastante bien a algunas de ellas y empecé a comprenderlas…, a comprender su promiscuidad, el cómo era que hacían lo que hacían. Desde el punto de vista de un caso límite, la promiscuidad puede ser una adaptación medio decente, la partición perfecta: un hombre para la amistad, otro para la estimulación intelectual, otro para el sexo. Partir, partir, partir, limpia y claramente. Si no se puede lograr la intimidad, desde luego esto es mejor que la soledad. El dividir también es un modo excelente para autodistanciarse del hecho de que la jodan en la pantalla, y de que los tipos se la meneen en su cara. Esto también vale para el trabajo de la que hace strip-tease. Al fin y al cabo, es un trabajo como otro cualquiera. Quiero decir, ¿cómo, si no, podrías hacerlo y luego irte a casa y prepararte macarrones con queso rayado y hacer el crucigrama? Las chicas me admitieron que tenía razón, que cuando estaban ante la cámara era como el mirar a otra persona haciendo todo aquello.

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