Jonathan Kellerman - Compañera Silenciosa

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Un día en una fiesta, el psicólogo infantil Alex Delaware se reencuentra con un viejo amor, Sharon Ransom. Ella solicita su ayuda, pero Alex, demasiado embebido en sus propios asuntos sentimentales, no le hace caso. Dos días más tarde, Sharon se suicida. Alex no puede dejar de sentirse responsable de la desesperada decisión de Sharon.
Y en parte por ello, en parte por resolver los enigmas de aquella relación -la mayoría creados por la oscura personalidad de Sharon- el psicólogo se embarca en una investigación en la que el dinero, el azar de los genes y un pasado trágico configuran el escenario de una prolongada orgía de sexo, dominio y manipulación psicológica al servicio de los menos nobles impulsos del ser humano.

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– Eso no importa. Tenía dieciocho meses en el momento del accidente. ¿Está usted diciéndome que está dispuesto a presentarse ante un tribunal, y a testificar bajo juramento que, cuando tenga veintiséis años de edad, podría estar afectado psicológicamente por un accidente que tuvo lugar cuando era un bebé?

– Eso es, exactamente, lo que le estoy diciendo. Una escena traumática, tan impresionante y sangrienta, enterrada en su subconsciente…

Moretti resopló.

– ¿Qué aspecto tiene un subconsciente, doctor? Jamás he visto ninguno.

– Y, no obstante, usted lo tiene, señor Moretti. Como yo y cualquiera de los que hay en esta habitación. En términos simples, un subconsciente es un cajón de almacenamiento psíquico. La parte de nuestra mente en la que metemos las experiencias y sentimientos con los que no queremos enfrentarnos. Cuando nuestras defensas están bajas, el cajón se inclina y parte del material acumulado se desparrama: sueños, fantasías, comportamientos aparentemente irracionales o incluso autodestructivos, que llamamos síntomas. El subconsciente es real, señor Moretti. Es lo que a usted le hace soñar con vencer. Y también es buena parte de lo que le motivó a usted para llegar a convertirse en un abogado.

Eso le afectó. Se esforzó en parecer frío, pero los ojos le parpadearon, se le abrieron las ventanas de la nariz, y su boca se apretó tanto que pareció hacer un mohín.

– Gracias por esta dosis de sabiduría, doctor. Mándeme su cuenta… aunque, a juzgar por lo que le está cobrando al señor Worthy, no sé si podré permitirme pagarle. Entre tanto, concretémonos al accidente.

– La palabra accidente no describe, ni con mucho lo que experimentó Darren Burkhalter. Sería más correcto llamarlo desastre. El niño estaba durmiendo en el coche y siguió durmiendo hasta el momento del impacto. La primera cosa que vio al despertarse fue la cabeza decapitada de su padre, volando por encima del asiento delantero y cayendo junto a él, con las facciones aún en convulsiones.

Algunos de los abogados se estremecieron.

– No le cayó en el regazo por unos pocos centímetros -continué-. Darren debió pensar que se trataba de algún juguete porque trató de cogerla. Cuando apartó la mano y la vio cubierta de sangre, se dio cuenta de lo que era en realidad… se puso histérico. Y siguió histérico durante cinco días completos, señor Moretti, aullando: «¡Pa!», totalmente fuera de control.

Hice una pausa para dejar que esa imagen calase.

– Señor Moretti, él sabía lo que estaba sucediendo: lo ha representado en mi consulta, cada vez que ha venido a ella. Claramente, es lo bastante mayor como para formar un recuerdo duradero. Si lo desea, le citaré estadísticas respecto a eso. Y ese recuerdo no desaparecerá simplemente porque usted lo desee.

– Un recuerdo que usted mantiene vivo, a base de hacerle repetir la escena, una y otra vez -dijo Moretti.

– Así que lo que está usted aseverando -dije-, es que la psicoterapia lo está haciendo ponerse peor. Y que deberíamos limitarnos a olvidarlo todo, o a hacer ver que no sucedió.

– Tocado por partida doble -susurró Mal.

Moretti tenía los ojos desorbitados.

– Es su postura la que está bajo escrutinio, doctor. Quiero ver cómo apoya todo esto de los traumas de la temprana edad con datos.

– Me encantará hacerlo.

Tenía mi propio montón de artículos, que saqué, y comencé a citar referencias, a largarle números, y a darle una conferencia, un tanto maníaca, sobre el desarrollo de la memoria en los niños y sus reacciones al desastre y el trauma. Usé la pizarra para resumir mis hallazgos.

– Generalizaciones -exclamó Moretti-. Impresiones clínicas.

– ¿Preferiría usted algo más objetivo?

Sonrió.

– Eso estaría bien.

– Perfecto.

Una secretaria entró un carrito con el monitor de vídeo, colocó una casete en el magnetoscopio, bajó la intensidad de las luces y apretó el botón PLAY.

Cuando hubo terminado, se produjo un silencio mortal. Finalmente Moretti hizo una mueca y comentó:

– ¿Planea una segunda carrera en el negocio del cine, doctor?

– Ya he visto y oído bastante -dijo otro de los abogados. Cerró su maletín y apartó su sillón de la mesa. Varios otros hicieron lo mismo.

– ¿Alguna pregunta más? -inquirió Mal.

– No -le contestó Moretti. Pero parecía muy satisfecho y sentí el mordisco de la duda. Me hizo un guiño y me saludó-. Nos veremos ante el tribunal, doctor.

Cuando todos se hubieron marchado Mal se dio una palmada en la rodilla e hizo unos pasos de baile.

– ¡Les has dado justo en los cojones! ¡Vaya maravilla! Esta misma tarde empezarán a hacerme sus ofertas.

– He defendido el caso con más fuerza de lo que pretendía -expliqué-. Ese bastardo me puso frenético.

– Lo sé, lo hiciste de maravilla. -Comenzó a recoger sus papeles.

– ¿Y qué me dices de la andanada de Moretti cuando se retiraba? -le pregunté-. Parecía con muchas ganas de ir a los tribunales.

– Pura bravuconería. Para no quedar en ridículo ante sus compadres. Puede que sea el último en llegar a un acuerdo, pero, créeme, lo hará. Vaya hijo de puta, ¿eh? Tiene reputación de ser un litigador con un corazón de piedra, pero tú le diste su merecido…, tu puyazo acerca del subconsciente le dio en todo el morro Alex.

Agitó la cabeza muy contento.

– Dios sabe lo muy apretado que ha debido de tener su esfínter para no cagarse en ese mismo momento en los pantalones. «Y también es buena parte de lo que le motivó a usted para llegar a convertirse en un abogado». No te lo dije, Alex, pero el papito de Moretti fue un psiquiatra famoso de Milwaukee, que hizo mucho trabajo forense. Moretti debió de odiarlo, porque realmente tiene manía persecutoria para los comecocos.,., por eso lo destinaron a este caso.

– Un Master de Stanford en Psico -dije-. Bla bla bla bla bla.

Mal alzó el brazo en fingido terror.

– ¡Chico, te has convertido en un malvado bastardo, ¿no?!

– Simplemente, estoy harto de tantas memeces. -Caminé hasta la puerta-. No me llames por un tiempo, ¿vale?

– ¡Hey, no te equivoques conmigo, Alex! No te estoy dando la bronca. Si te digo que me gusta, es porque realmente me gusta.

– Me siento halagado -le dije. Y lo dejé entregado a sus triunfos y sus cálculos.

Cuando regresé a casa, el teléfono estaba sonando. Lo tomé, al mismo tiempo que la operadora del servicio de avisos lo hacía, escuché la voz de Del Hardy pidiendo por el doctor Delaware, y le dije a la telefonista que ya contestaría yo.

– He descubierto unas pocas cosas -me dijo-. No pude lograr que me fuesen de mucha ayuda en Hollywood, pero hablé con uno de los forenses. ¿Estás de humor para escuchar este tipo de cosas?

– Adelante.

– Vale, en primer lugar está la hora de la muerte…, entre las ocho de la tarde y las tres de la madrugada del sábado. La segunda cosa es la causa de la muerte: una bala de calibre veintidós en el cerebro. Atravesó limpiamente la corteza cerebral y rebotó, por dentro, como es normal que ocurra con una bala de pequeño calibre, causando cantidad de daños. La tercera, que había cantidad de alcohol y barbitúricos en la sangre…, estaba al borde de la dosis letal. El forense también halló algunas viejas cicatrices entre sus dedos de los pies, que parecían picos… ¿supiste si esta dama estuvo alguna vez colgada de las drogas duras?

– No -le dije-, pero hace mucho que no sabía de ella.

– Ajá, la gente cambia. Eso es lo que nos mantiene ocupados a nosotros.

– Drogas y una bala -dije.

– Estaba decidida -aseveró Del-, lo que no es muy corriente, especialmente en una mujer. Claro que, si realmente deseaba asegurarse, lo que debería haber hecho era meterse el arma en la boca, así da directamente en la médula, lo que acaba con el sistema autónomo y corta la respiración. Pero la mayor parte de la gente no sabe esto y, como lo ven en la tele, se creen que el tiro en la sien…

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