– La compañía de seguros ha mandado a tres -me susurró Mal-. Esos tres primeros.
Miré al trío: jóvenes, con trajes de rayitas, fúnebres.
Su portavoz era un tipo alto, prematuramente calvo, llamado Moretti, que debía andar a principios de la treintena. Tenía una mandíbula carnosa y hendida, hombros anchos y todo el encanto de un sargento instructor. Una de las secretarias de Mal sirvió café y pastas y, mientras comíamos, Moretti se preocupó mucho de hacerme saber que había obtenido un Master de Psiquiatría en Stanford. Mencionó los nombres de catedráticos famosos, trató, sin lograrlo, de hacerme hablar de temas profesionales, y me contempló sobre el borde de su taza de café, con agudos ojos marrones.
Cuando presenté mi informe se colocó en el borde del sillón. Cuando acabé, él fue el primero en hablar. Los otros abogados le cedieron la palabra. Como cualquier manada de lobos, habían elegido a su asesino de cabeza, y estaban muy satisfechos de quedarse sentados, viendo como él abría las primeras heridas.
Me recordó que la ley me obligaba a decir la verdad, tal como si estuviera ante el tribunal, y que cometería perjurio si testificaba en falso. Luego extrajo de su maletín un montón de artículos fotocopiados, del grosor de un listín telefónico, e hizo todo un espectáculo de apilarlos encima de la mesa, rebuscando entre ellos, ordenándolos e igualando los bordes. Alzando el artículo de arriba, dijo:
– Me gustaría leerle algo, doctor.
– Seguro.
Sonrió.
– En realidad no le estaba pidiendo permiso, doctor.
– En realidad no se lo estaba dando.
La sonrisa desapareció. Mal me dio un codazo por debajo de la mesa. Alguien tosió. Moretti trató de ganarme a mirarnos a los ojos, finalmente se puso un par de gafas octogonales, sin aro, se aclaró la garganta y comenzó a leer. Finalizó un párrafo, antes de volverse hacia mí.
– ¿Le resulta conocido, doctor?
– Sí.
– ¿Recuerda la fuente?
– Es la introducción de un artículo que publiqué en La Revista de Pediatría en 1981. En el verano de 1981, creo. Agosto.
Examinó la fecha del artículo, pero no comentó nada.
– ¿Recuerda lo que decía en el artículo, doctor?
– Sí.
– ¿Podría resumírnoslo?
– El artículo describe un estudio que hice de 1977 a 1980, cuando estaba en el Hospital Pediátrico del Oeste. La investigación se hizo con fondos del Instituto Nacional de la Salud Mental, y trataba de descubrir los efectos de las enfermedades crónicas en el ajuste psicológico de los niños.
– ¿Era un estudio bien planeado, doctor?
– Creo que sí.
– Eso cree. Díganos lo que hizo usted en ese estudio bien planeado… y sea específico respecto a la metodología.
– Administré varios tests de ajuste psicológico a una muestra de niños enfermos, y a un grupo de control de niños saludables. Los grupos eran parejos en lo que se refiere a clase social, estatus marital de los padres, y tamaño familiar. No había diferencia significativa entre los grupos.
– ¿No había diferencia significativa en ninguna medición de ajuste psicológico?
– Exacto.
Moretti miró a la informadora legal.
– Habla muy deprisa, ¿lo ha cogido?
Ella asintió con la cabeza. Y luego, de nuevo a mí:
– En favor de aquellos de nosotros que no están familiarizados con los términos psicológicos, especifique qué es lo que quiere decir diferencia significativa.
– Que los grupos eran estadísticamente indiferenciables. Los tanteos medios de esas mediciones eran similares.
– ¿Medios?
– Del medio… el listón del cincuenta por ciento. Matemáticamente, ésa es la mejor medida de la tipicidad.
– Sí, claro, pero… ¿qué significa todo esto?
– Que los niños enfermos crónicos pueden desarrollar algunos problemas, pero que el estar enfermos no los convierte inevitablemente en neuróticos o psicóticos.
– Espere un momento -dijo Moretti, dando palmadas sobre el montón-. Yo aquí no veo mencionados problemas, doctor. Su descubrimiento básico fue que los niños enfermos eran normales.
– Eso es cierto. De todos modos…
– Así lo dice usted aquí, doctor. -Alzó el artículo, lo abrió por una página y clavó un dedo en ella-. Justo aquí, en la Tabla Tres: «Los resultados del Estado de Ansiedad de Spielberger, los resultados de la Autoestima de Rosenberg, los resultados de Ajuste de Achenbach se hallaban todos…», y estoy citándole literalmente: « dentro de los límites normales ». Puesto en un idioma coloquial, eso significa que esos chicos no eran más nerviosos o inseguros o desajustados o neuróticos que sus pares sanos, ¿no es así, doctor?
– Esto está empezando a sonar argumentativo -dijo Mal-. Estamos aquí para hallar datos.
– Cuasi-datos, en el mejor de los casos -afirmó Moretti-. Esto es psicología, no ciencia.
– Ha sido usted quien ha citado el artículo, abogado -le dijo Mal.
– La información que nos da su testigo parece estar contradiciendo su propia obra publicada, abogado.
– ¿Le gustaría que contestase a su pregunta? -le dije a Moretti.
Se quitó las gafas, se recostó y me dio un cuarto de sonrisa.
– Si puede hacerlo…
– Lea la sección de discusiones -le dije-. Específicamente los tres últimos párrafos. Listo varias áreas de problemas con los que tienen que enfrentarse los niños crónicamente enfermos, durante toda su vida: dolor y molestias, interrupción de la escolaridad debido a los tratamientos y hospitalización, cambios en el cuerpo causados tanto por la enfermedad como por el tratamiento, rechazo social, sobreprotección por los padres. En general, los niños logran superar esos problemas, pero los problemas siguen existiendo.
– La sección de discusiones -intervino Moretti-. Ajá… el lugar en el que los investigadores dejan caer sus conjeturas. Pero sus propios datos… sus estadísticas, dicen otra cosa. Realmente, doctor…
– En otras palabras -interrumpió Mal, volviéndose hacia mí-, lo que está usted diciendo, doctor Delaware, es que los niños enfermos y los niños traumatizados se enfrentan a una constante avalancha de retos…, que la vida es para ellos agónica…, pero que algunos de ellos pueden llegar a sobreponerse a su problemática.
– Sí.
Mal pasó la vista arriba y abajo por la mesa, evitando a Moretti, estableciendo momentáneo contacto ocular con cada uno de los otros abogados.
– No hay razón para penalizar a un niño porque sepa sobreponerse a los retos, ¿verdad, caballeros?
– Pero, ¿quién es aquí el testigo? -espetó Moretti, blandiendo la fotocopia.
– No hay razón por la que penalizar a un niño por enfrentarse a su trauma -afirmó Mal.
– ¿Trauma ? -exclamó Moretti-, en este artículo no hay nada sobre niños traumatizados. Estos son niños enfermos crónicos… Crónicos, o sea a largo plazo. Darren Burkhalter es un caso único. No tiene un dolor continuado ni cambios físicos a los que enfrentarse. Incluso será menos vulnerable a los problemas que alguien disminuido crónicamente.
Se permitió una amplia sonrisa.
Para él, todo aquello era un juego. Pensé en niños pequeños jugando en un callejón a ver quién meaba más lejos, y le dije:
– Ése es un buen punto, señor Moretti: los niños traumatizados y los crónicamente enfermos son dos cosas totalmente distintas. Es por eso por lo que me preguntaba el porqué siquiera habría citado usted ese artículo.
Un par de los otros abogados sonrieron.
– Tocado -me susurró Mal al oído.
Uno de los otros abogados del seguro estaba susurrándole algo a la oreja de Moretti. El líder no estaba contento con lo que le estaba diciendo, pero escuchó impasiblemente, luego dejó la fotocopia de lado.
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